Primero la ética o la política?
25/10/2009
- Opinión
La despreciable corrupción se volvió un tema infaltable en la agenda política de Colombia. Como un corcho en un remolino, el tema da vueltas y vueltas y nada. Las gentes no reclaman diagnósticos ni propuestas a los candidatos a Presidencia o a Congreso. Como la sociedad está anestesiada, hablar de corrupción no produce votos. Pero ¡hay! del que no hable de ella, estaría “out”, fuera de moda.
Es luchar contra la corriente. Para la mayoría de las personas, según la última gran encuesta nacional, las irregularidades denunciadas alrededor del trámite del referendo reeleccionista, no son graves. Me contó un amigo que escuchó en una emisora de Medellín un sondeo sobre lo ocurrido con el programa Agro Ingreso Seguro y las respuestas fueron desconcertantes: el 95% de los oyentes conceptúo que “eso estaba bien y que el Presidente sabía como hacía sus cosas”. Cada ocho días tenemos un escándalo en este país; ya extrañamos la semana que pase en blanco. Pero son escándalos para los titulares de prensa, porque generalmente nada pasa. El Gobierno sale y dice mentiras o distrae la atención con otro culebrón – el más reciente: amenaza de racionamiento de energía por las sequías y el clima seco; pero los colombianos tenemos que andar con sombrilla, pues las inundaciones campean por el territorio-, mientras tanto, los partidos uribistas imponen sus mayorías en el Congreso. Silencio y olvido. La ética y la moral son asuntos que se dirimen a pupitrazo limpio.
Más de 80 congresistas investigados, sindicados o condenados, por mezclar política con paramilitarismo. Notarías a cambio de votos en el Congreso para los legisladores. Un Director del DAS, entidad adscrita a la Presidencia de la República, entrando y saliendo de la cárcel por vínculos escandalosos con los paramilitares y funcionarios de la entidad dedicados a interceptar llamadas fraudulentamente para ofrecerlas al mejor postor o al servicio del mismo Gobierno. El Instituto de Concesiones, INCO, de Invías, es un coladero por donde circulan gerentes acusados de contrataciones irregulares; Los hijos del Presidente reciben aplausos por su viveza para hacerse a grandes negocios como zonas francas, sin arriesgar nada. Militares que, amparados en directrices superiores en aras de enrostrar resultados ante una sociedad hambrienta de bajas guerrilleras, no vacilan en asesinar inocentes para hacerlos pasar como subversivos. Un Ministerio de Agricultura que en lugar de entregar un predio de 17.000 hectáreas, conocido como Carimagua, a los cientos de desplazados como era su obligación, lo ofrece a los grandes hacendados para su beneficio. Similar filosofía del programa Agro Ingreso Seguro: miles de millones de pesos regalados a los más ricos, que algo dejarán caer como migajas para los más pobres. No faltan los aplausos.
Acatar la ley es un asunto de conveniencia y oportunidad. No una obligación, excepto para los de ruana. El ciudadano común y corriente recibe a diario señales desde las oficinas públicas, indicativas de que en Colombia delinquir o violar la norma, sí paga. El mayor referente de lo que debe ser el comportamiento de un buen colombiano, para la gran mayoría, es la Presidencia de la República, un “legitimador”. La prohibición legal a los altos funcionarios, de no hacer proselitismo con sus cargos, es una limitación para otros. La actividad política se diseña y ejecuta desde el Palacio de Nariño; los ministros la viven, la sienten, la hacen, no ocultan sus preferencias ni apetitos. El Presidente no lo piensa dos veces para promover su afán de hacerse reelegir: “Saquen legalmente adelante el referendo mijos, pero si legalmente no se puede, de todas maneras sáquenlo adelante”. El aparato del Estado está al servicio de su aspiración y las de sus amigos. El incidente del consejo comunal del pasado sábado es diciente: Andrés Felipe Arias fue invitado previamente para que aprovechara el canal oficial de televisión en su defensa, pero lo mismo no se hizo con los otros candidatos.
La confrontación a las FARC obnubiló a Colombia. La población se cansó de tanta sangre, lágrimas, angustias, de la guerrilla y los paramilitares. Pero los primeros fueron vistos como el mal mayor; la burla del Caguán rebosó la tasa. Los paras generan escándalo, pero no odio general. Para las mayorías, puede que el Gobierno Nacional no atienda eficientemente el frente social o la economía o las relaciones internacionales o el ejercicio transparente de la democracia, pero al frente está un patriota que trabaja, trabaja y trabaja, que es monotemático con la seguridad y que no les da un respiro a los bandidos… lo demás no importa. Lo otro no es sino malquerencia de la oposición. Es la envidia de los perdedores. Las fronteras éticas y morales se corrieron en este país.
Recuperar a la sociedad de semejante postración requerirá tiempo y generaciones nuevas. Puede que logremos avanzar en lo social y en lo económico, pero el alma nacional seguirá enferma, convaleciente. Peor aún, el Gobierno y la sociedad no quieren diagnosticar el mal que nos corroe. El fin justifica lo que sea, como sea.
Uno de los grandes interrogantes de la historia reciente fue la facilidad con que los rusos desecharon 70 años de uno de los procesos más complejos y profundos de la historia. La revolución socialista se estableció en las instituciones, en las instancias y relaciones de poder, a las buenas o a las malas, pero no penetró la conciencia o el alma de la población. La implantación del socialismo se convirtió en un imperativo económico o social, más no ético o moral. Lo mismo nos pasa a nosotros: la derrota de la guerrilla, la firma del TLC, un Presidente omnipresente y sudoroso, es más una obnubilación de una colectividad abrumada, que un mandato por la defensa de la vida y la convivencia común. Ese mensaje del Gobierno a los congresistas de su coalición: “voten, voten los proyectos, antes que los detengan” es nefasto para la salud mental y la conciencia de la sociedad. Hablar contra la corrupción, la politiquería o el clientelismo, es un canto a la bandera si valores que le dan cimientos a la organización social como la honradez, la decencia, el esfuerzo y el respeto, no recuperan su preeminencia.
El profesor de la Universidad de los Andes, Carlos Zorro Sánchez, para explicar la relación entre la ética y la política en la coyuntura colombiana, recuerda que así como los individuos pueden escoger entre diversas opciones, las sociedades políticamente organizadas pueden elegir el fin que quisieran convertir en realidad y los medios para lograrlo. De aquí surge la relación indisoluble entre ética y política tanto para los ciudadanos –comunidad política- como para sus gobernantes. ¿Cuáles son los criterios éticos que permiten escoger fines y medios? En cuanto a los primeros, desde Aristóteles la civilización occidental ha señalado al bien común como propósito último de la política. En una democracia como la que consagra la Constitución colombiana de 1991 ese es el mandato que el pueblo confiere a quienes elige para gobernarlo. Sobre los medios, es claro que no todos son válidos por loable o deseable que sea el fin que se persigue, si se acepta que el ser humano tiene derechos inalienables. No es lícito, por ejemplo, asesinar a quien perturba la tranquilidad pública, ni sería aceptable, para aumentar la producción, despojar a campesinos económicamente poco productivos de las tierras que aseguran su subsistencia. Por esto, al elegir los medios hay que respetar principios éticos fundamentales.
Si se vive en un “Estado de derecho”, plantea Zorro Sánchez –Hechos del Callejón Nro 49 del PNUD - en el que el gobernante está sujeto a unas normas legales, éstas no pueden violarse so pretexto de avanzar más eficazmente hacia el fin deseado. En esta forma, y sin entrar en discusiones filosóficas, el fin no justifica los medios. Esto significa que la ética no sólo propone orientaciones sobre los grandes fines a los que debe apuntar la actividad humana, sino que fija límites a las acciones dirigidas a obtenerlos. Estos límites impiden, incluso, justificar eventuales transgresiones a principios éticos por el hecho de que ellos sean quebrantados por grupos que hacen de la violencia el instrumento para imponer sus ideas o sus intereses. Es deber de todo gobernante tratar de avanzar de la mejor manera hacia los fines propuestos utilizando eficientemente los recursos disponibles. De lo contrario, les está negando a los ciudadanos su derecho a los logros derivados de ese avance. Por ello, no sólo desviar indebidamente los recursos destinados a lo público -corrupción en sentido estricto- sino despilfarrarlos por ineptitud o descuido constituyen faltas a la ética, concluye el profesor.
Acá viene una discusión que quiero dejar planteada para otra ocasión: para la Colombia de hoy cual es la prioridad: ¿una revolución ética o una revolución política? ¿O la primera reflejada en la segunda? La cultura de la ilegalidad, es eso, una cultura ya inveterada. En ese marco de impudicia generalizada ¿cómo procurar las transformaciones que en los distintos campos reclama el país sin tener que caminar sobre el filo de la navaja, como lo hacen los demás? No hay condiciones de igualdad para sacar del pantanero a esta sociedad. ¿Se justifica el esfuerzo? Esa es mi encrucijada del alma.
- Jorge Mejía Martínez es Economista
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas Nº 179, Corporación Viva la Ciudadanía. www.vivalaciudadania.org
https://www.alainet.org/es/active/33954
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