El Museo de la Memoria
24/03/2004
- Opinión
Las 17 hectáreas que constituyen el terreno de la Escuela
de Mecánica de la Armada (ESMA) están prontas a cambiar
de manos y de destino. Allí se produjo, a partir de 1976,
la reclusión forzosa de aproximadamente 5.000 personas,
la mayoría de las cuales permanecen hasta la fecha
desaparecidas. La decisión presidencial, acompañada por
los organismos de derechos humanos y buena parte de la
sociedad civil, ha dispuesto que se levante en ese predio
el llamado "Museo de la Memoria".
El proyecto, sin embargo, no es nuevo. En 1998 Carlos
Menem dispuso trasladar la ESMA a Puerto Belgrano,
dinamitar el edificio histórico y erigir en ese espacio
un monumento a la unidad nacional. Pero las víctimas de
la represión recurrieron a los tribunales y el juez
federal Ernesto Marinelli declaró inconstitucional el
decreto. Luego, en el año 2000, la Legislatura de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires votó una ley por la cual
resolvió crear allí un museo de la memoria.
La toma de decisiones sobre el predio en cuestión, en
todo caso, ofrece la oportunidad para reflexionar y
debatir acerca de cuáles son los hechos y las
circunstancias de nuestro pasado reciente que resultan
convenientes, o no, de mantener vivas en la conciencia
colectiva, a través de su recuerdo y conmemoración.
Toda sociedad busca las formas de preservar su memoria,
es decir, de mantener vivos los sentidos del pasado que
operan en el presente. Sucede a través de la memoria
hegemónica y también mediante las subterráneas, ambas
apelan a las conmemoraciones, los discursos y los medios
de comunicación. Pero también a lugares, marcas y
monumentos para vehiculizar sus significados hacia el
futuro.
Otro de los caminos para no olvidar consiste en
"territorializar" la memoria, lo cual se produce a través
de la construcción de memoriales, museos y monumentos. O
simplemente delimitando un espacio físico en el que
ocurrió algo clave de la historia de un colectivo. He
aquí el caso de la ESMA.
Las últimas dictaduras militares del Cono Sur se valieron
de centros clandestinos de detención y tortura, así como
de fosas comunes para esconder los resultados de sus
crímenes. En uno y otro caso, sus ideólogos y operadores
pretendieron mantener oculta la existencia de esos sitios
y de las prácticas de dolor y servidumbre que en ellos se
impartían. No solamente en función de su intrínseca
ilicitud, sino también debido a la ilusión de que una vez
silenciadas y borradas sus huellas físicas, esos actos
perderían algo de su horror.
La territorialización aludida tiene un particular sentido
cuando los crímenes contra la humanidad no son una obra
"acabada", sino que sus efectos perduran en el día a día
de las sociedades afectadas. Los latinoamericanos lo
sabemos bien: los familiares y deudos, pero también
ciertos segmentos de la comunidad, no tienen paz ni
sosiego frente al drama de las personas desaparecidas.
De allí la perversidad intrínseca al terrorismo de Estado
puesto en práctica por las últimas dictaduras militares
en la región: todavía hoy le impide a las personas
desaparecidas encontrar un lugar entre los vivos, así
como un lugar entre los muertos.
Este agujero negro en el cuerpo social hace de la memoria
un protagonista fundamental. Magriet Blaauw, psicóloga
del Consejo Internacional para la Rehabilitación de las
Víctimas de la Tortura, con sede en Dinamarca, destaca
que es necesario que se revele oficialmente lo que ha
acontecido a la persona desaparecida y que se reconozcan
las consecuencias que las desapariciones forzadas
implican para los familiares.
La memoria, de este modo, se convierte en la columna
vertebral de una reflexión crítica acerca de qué sucedió
en nuestra sociedad, de cómo se llegó hacía instancias
tan necrofílicas y reñidas con los más elementales
paradigmas de la dignidad humana.
Obsesionado por la indiferencia que rodea a la reflexión
filosófica en torno a la criminalidad y al exterminio
operados desde el corazón del Estado, el filósofo
francés, Christian Delacampagne, invita a pensar en un
"después de Auschwitz". Intuye que a cada grado
suplementario del mal le corresponde, desde hace cien
años, un grado suplementario de indiferencia. Y a cambio
de ello propone pensar y trazar líneas de demarcación
entre, por ejemplo, lo que se puede y no se debe olvidar,
entre la buena y la mala indiferencia.
Es probable que el gran debate sobre los destinos de la
ESMA recién comience. Que sea necesario darle la palabra
a los especialistas en museología, antropología, a las
víctimas y a sus deudos. E inclusive desear que la
decisión oficial se oriente hacia los principios que han
servido para regular a otros museos de la especie
alrededor del mundo. Lo que no cabe duda, sin embargo, es
que nos encontramos frente a una oportunidad histórica:
volver a analizar cómo, y bajo qué rostros y urgencias,
se hizo posible el terrorismo estatal en la Argentina
reciente.
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