Guerra de corporaciones
17/10/2001
- Opinión
Es probable que todos aquellos que querramos analizar con
seriedad lo que está sucediendo en el mundo a partir de los
ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, nos
sintamos un poco parecidos al señor Weaver, el personaje
principal de la novela A conspirancy of paper, del
norteamericano David Liss.
Editado en español en junio de este año, el libro de Liss
cuenta las alternativas protagonizadas por un investigador
privado de la Londres de fines del siglo XVIII. El señor
Weaver se propone aclarar dos crímenes que parecen inconexos
entre sí pero que resultan ser ambos consecuencia de una de
las primeras especulaciones bursátiles que acontecieron en la
capital del imperio británico.
Es muy probable que la tarea esté por encima de nuestras
habilidades. Sin embargo, existen datos a partir de los
cuales es posible comenzar a trabajar.
I.
Los atentados del 11 de septiembre pasado obligan a dos
preguntas: ¿Quién? y ¿Por qué? Allí están las claves de tanta
hojarasca comunicacional, de tanto simplismo interpretativo,
de tantos intentos de respuestas fáciles, de tanta pirotecnia
política y de tantos aprestos bélicos de tanta o más
amoralidad que los que se dicen querer combatir. Porque las
dudas y reflexiones que se leerán a continuación hablan de
eso sobre lo que nadie quiere hablar: dicen que, aunque se
declame y jure lo contrario, las muertes del 11 de
septiembre, así como las otras tantas muertes que vienen
multiplicándose a lo largo de los años, no le quitan el sueño
a los dueños del poder mundial.
Las víctimas de los atentados del 11 de septiembre aún
desgarraban con sus gritos de espanto, cuando el stablishment
político y mediático ya tenía elaborado su juicio y condena:
fue un ataque islámico, decían; fue obra del terrorista Osama
ben-Laden, y no tenían ni tienen, al 20 de septiembre,
ninguna prueba fehaciente de que ello haya sido así. Por
supuesto que Israel no demoró en sumarse al coro, reanudó sus
ataques a los territorios palestinos y su jefe político no
escatimó en provocaciones. "Israel tiene a su propio Ben-
Laden y se llama Yasser Arafat", largó muy suelto de cuerpo.
Con el correr de las horas, el simplismo fundamentalista del
presidente George W. Bush fue resquebrajándose y Tel Aviv
tuvo que dar marcha atrás: aceptó el cese del fuego propuesto
por Arafat.
Sin incurrir en teorías conspirativas ni mucho menos en
engendros tales como que los atentados fueron obras de una
facción interna de los Estados Unidos -política, militar o
económica- que lucha por el poder, ¿por qué no ponderar la
posibilidad de que estos hechos se inscriban en un marco
mucho más complejo que el que se pretende presentar, signado
por disputas en torno del dominio de áreas estratégicas en
materia energética y, muy especialmente, por un nuevo tipo de
guerra entre las distintas facciones del corporativismo
financiero global, todos fenómenos de compleja comprensión?
El 26 de febrero de 1998, convocado para analizar la
situación de entonces en el Golfo Pérsico, cuando la ONU
salió a hacer gestiones para frenar un bombardeo
norteamericano sobre Irak, quien escribe publicó un artículo
en el diario La Nación, de Buenos Aires, en el que decía:
Patrick Howie, de la organización especializada en asuntos
energéticos The Dismal Scientist, de los Estados Unidos,
reveló que, para Washington, la mejor opción consiste en que
Irak siga fuera del mercado mundial de proveedores de
petróleo porque la cuota que le correspondía a ese país antes
de la Guerra del Golfo, en 1991, pasó a manos de Arabia
Saudita y de Kuwait, los dos principales aliados de la Casa
Blanca y de Gran Bretaña en la región. Según datos de la
OPEP, más del 82 por ciento del petróleo que importan los
Estados Unidos proviene de Arabia Saudita (...) Detrás del
escenario visible se mueven los hilos de la puja petrolera.
En octubre del año último, las empresas francesas Total y Elf
tuvieron conversaciones adelantadas con las autoridades de
Bagdad, tendientes a concretar suculentas inversiones en dos
centros estratégicos.
(...) Cuando Washington amenazó a París con sanciones y
litigios por los acuerdos de inversión que las mismas Elf y
Total habían hecho en Irán -país vetado por Estados Unidos
por sus supuestas actividades terroristas- los diplomáticos
de Jacques Chirac respondieron con su oposición a la salida
militar que Clinton propone para Irak.
Respecto de Rusia, la cuestión corre por carriles parecidos.
La empresa estatal Gazprom está asociada a los
emprendimientos de Total y de Elf en Irán. Pero lo que más
molesta a los norteamericanos es cómo las autoridades de
Moscú intentan utilizar sus alianzas con Teherán y Bagdad
para cerrar sus pinzas petroleras sobre un territorio que
incluye las regiones productoras del Cáucaso y de Asia
Central.
En septiembre del 2001, aquellas mismas empresas integran el
conglomerado de intereses corporativos enfrentados en torno a
la apropiación y explotación de las principales reservas
gasíferas del planeta y a la construcción del gasoducto que
podrá proveer de energía barata al mercado de la Unión
Europea. El escenario de esos intereses es nada menos que el
territorio de Afganistán.
Arabia Saudita sigue siendo el principal aliado de Estados
Unidos en el mundo del Islam. Una de las familias más ricas
de ese país del Golfo participa en las propiedades
accionarias de seis empresas radicadas en los Estados Unidos
y que aparecen en los registros de proveedores del Pentágono;
una de esas empresas es Iridium, especializada en telefonía
satelital; Iridium es proveedora también de la red de
aeropuertos norteamericanos. Los principales accionistas de
Iridium son miembros de la familia Ben-Laden; su presidente
es hermano del terrorista más buscado por el gobierno de los
Estados Unidos, y su directorio contó con el apoyo de
Washington cuando intentó ganar, en Brasil, una licitación
para la compra de sistemas de radar y monitoreo informático
del Amazonas.
A principios de la década del ´90 las autoridades financieras
norteamericanas lanzaron una operación en profundidad para
que buena parte de los capitales de origen saudita que habían
ingresado en la titularidad compartida de bancos
norteamericanos tradicionales fuesen adquiridos por
accionistas norteamericanos. La operación llegó a "buen
puerto", pero en la Reserva Federal es vox populi que muchos
de esos compradores no árabes no son más que simples
testaferros. Se sabe, porque los norteamericanos lo han
reconocido, que la organización Talibán y el propio Osama
ben-Laden fueron creaciones de Washington durante los últimos
años de la Guerra Fría. Pero lo que no se sabe tanto, aunque
la inteligencia francesa se encarga de difundirlo cada vez
que puede -porque París terminó perdiendo influencia en
Africa- es que la mayor parte de las organizaciones armadas
del fundamentalismo islámico también fueron creaciones de los
Estados Unidos, con el soporte financiero de Arabia Saudita.
Así sucedió en Argelia, en Sudán, en Egipto e incluso entre
los palestinos, para socavar, en este último caso, el poder
de representación de la OLP y de Yasser Arafat.
II.
¿No aparecen acaso elementos suficientes para comenzar a
pensar que el conflicto de Medio Oriente y las relaciones
aparentemente conflictivas de Estados Unidos con el Islam
corren más por los sórdidos caminos secretos de las pujas
financieras y económicas internacionales que por las pistas
de los enfrentamientos nacionales y sociales conforme se
conocieron a lo largo de toda la modernidad?
Si se recuerda, en la década del '30 del siglo XX, en su afán
por dominar lo que consideraban entonces como principal
reserva petrolera de América latina, las empresas
norteamericanas más representativas del sector, con la
familia Rockfeller a la cabeza, no dudaron en fogonear y
financiar la llamada Guerra del Chaco entre Paraguay y
Bolivia. ¿Por qué hoy los intereses de cualquier corporación
multinacional no podrían contemplar aquello que desde la
modernidad suena a imposible, es decir por qué no podrían
recurrir a un atentado como el del 11 de septiembre último,
sobre todo si lo que está en juego es el dominio de buena
parte de la economía del siglo XXI?
Debe de tenerse en cuenta, entre otras cosas, que entre los
principales asesores de las empresas norteamericanas que
pujan contra sus colegas rusas y de la Unión Europea por los
gasoductos de Afganistán figuran George Bush padre y Henry
Kissinger. Este último es uno de los principales teóricos de
la nueva doctrina militar de los Estados Unidos, para la cual
el enfrentamiento entre Occidente y el Islam es la principal
hipótesis de conflicto bélico para las primeras décadas de
este siglo.
A esta altura de los acontecimientos es lícito decir que los
atentados de Nueva York y Washington podrían formar parte de
una guerra que parece no ser otra cosa que un enfrentamiento
intercorporativo financiero y económico global. Como
ilustración del párrafo anterior baste la cita de un artículo
aparecido el 18 de septiembre último en el diario La Nación
de Buenos Aires: (...) Las autoridades financieras alemanas,
japonesas y norteamericanas confirmaron ayer que investigan
una serie de extrañas operaciones bursátiles concretadas días
antes de los ataques que conmocionaron al mundo.(...) La voz
de alarma fue dada en Frankfurt, donde los operadores
recordaron con sospecha la caída en hasta el 15 % del valor
de las acciones de Munich-Re, la compañía aseguradora más
grande del mundo, la semana anterior a la tragedia.
(...) Uno de los datos que más intrigan a las autoridades es
que la reaseguradora suiza Swiss Re y la francesa Axa también
hayan experimentado bruscas caídas en las jornadas previas a
los atentados. Esto es algo rarísimo, ya que su sector es lo
que se considera un "título defensivo", es decir que suele
mantenerse firme cuando los mercados entran en un período de
baja. (...) De acuerdo con el diario Corriere della Sera, el
multimillonario Osama ben-Laden está acostumbrado a especular
en los mercados bursátiles e incluso contrató hace unos años
a un agente de negocios de Milán para que concretara sus
transacciones. Gracias a él es que habría realizado
inversiones en Luxemburgo, Zurich, Montecarlo y en
Chipre.(...)
Informaciones procedentes de Nueva York dos días después de
los atentados sostenían que los montos totales de seguros a
pagar como consecuencia de los ataques a los Torres Gemelas
podrían llegar a los 30.000 millones de dólares, lo que
significaría un verdadero crash para el sector. Por
consiguiente, cualquier inversor en papeles del rubro seguros
hubiese querido retirarse antes de los ataques del 11 de
septiembre, y si las acciones de las aseguradoras y de las
reaseguradoras más grandes cayeron, como dice La Nación, en
un 15 por ciento como promedio, ello sólo pudo ser posible si
alguna fuente calificada avisó con tiempo suficiente, para
poner a los inversores en conocimiento de que algo
catastrófico estaba por suceder. Y esas filtraciones de
información solamente pueden tener lugar en los escritorios
más importantes del mercado bursátil internacional, es decir
entre las grandes agencias especializadas y entre los grandes
bancos de inversión, los mismos que manejan la suerte de las
economías de los países subdesarrollados, eufemísticamente
llamados mercados emergentes.
La humanidad esta siendo testigo de un nuevo tipo de guerra,
en la que los verdaderos protagonistas son los principales
agentes del capitalismo corporativo financiero del siglo XXI,
lo que equivale a decir que son los dueños del poder mundial
que trabajan en las penumbra de grandes discursos políticos e
ideológicos.
Mientras las acciones de las aseguradoras bajaban
"inexplicablemente", las de las petroleras trepaban en la
misma proporción, y siguen trepando a una semana de los
atentados. En ese mismo sentido cabe recordar que a los
pocos minutos de ser golpeadas la Torres Gemelas, el precio
del barril de crudo llegaba a un precio impensable
veinticuatro horas antes: 30 dólares por unidad.
A la vez que recomendaban vender papeles del sector seguros,
los mismos agentes bursátiles y los bancos de inversión
sugerían comprar acciones del sector petrolero. Así, "todo
el mundo" contento, los inversores, porque ganaron millones
en cuestión de días y los asesores (es decir, los agentes
bursátiles y la banca de inversión) porque vieron aumentar
sus comisiones. Y todo porque en las mesas del gran poder
financiero global sabían lo que iba a suceder; y si sabían lo
que iba a suceder por qué no pensar que también pueden ser
capaces de hacer que ello suceda.
El paso de la complicidad necesaria a la autoría es muy
breve, muy estrecho.
Cuando los informantes desde Wall Street anunciaron el lunes
17 que la bolsa de Nueva York reabría con la peor caída de su
historia, no estaban haciendo otra cosa que mentir o por lo
menos tergiversando lo hechos, pues cayeron todas las
acciones no pertenecientes a los sectores que integran la
economía del complejo industrial-militar de los Estados
Unidos.
En el resto de las grandes bolsas del mundo sucedió algo
parecido; repuntaron los papeles de las empresas directa o
indirectamente vinculadas al negocio de la guerra.
Llegaríamos así a una conclusión aterradora: los salvajes
atentados del 11 de septiembre último pudieron haber sido
sólo simples aunque macabras operaciones de los mercados
financieros y bursátiles internacionales.
Los aviones de pasajeros como misiles estratégicos son las
nuevas armas creadas a la perfección para este nuevo tipo de
guerra terrorista. Las conflagraciones mundiales que se
registraron en el siglo XX eran visibles, se trataban de
ocupaciones y defensas de territorios y de recursos
tangibles; esta nueva guerra, que más que generales necesita
de expertos en finanzas, requiere asimismo del sigilo y del
disimulo del terrorismo como técnica militar, con tropas no
identificadas, escurridizas y mimetizables entre la población
civil. Por eso, en vez de misiles, en esta guerra se usan
aviones de pasajeros en pleno vuelo.
Si aceptamos lo dicho hasta aquí, aunque sea como hipótesis,
resulta comprensible la confusión que se produjo cuando el
Congreso de los Estados Unidos, la Casa Blanca y el Consejo
de Seguridad de la ONU aparecieron convalidando una guerra
que no tenía enemigo identificado.
Sucedió que el stablishment mundial reaccionó con las
herramientas del pasado inmediato -en el que los contenciosos
políticos y militares funcionaban a partir de naciones
estados- sin darse cuenta de que el "enemigo" estaba en casa,
que el enemigo es el mismo poder económico y financiero que
lo sustenta, que le paga y que, hasta ahora, lo necesitaba
para vivir. Todo indica que el corporativismo financiero
global decidió hacerse cargo de la situación, sin la
intermediación de instituciones políticas del pasado.
La consigna de estos tiempos de principios de siglo parece
ser todo el poder a los bancos, aunque al viejo stablishment
le resultó más fácil no pensar y, gracias a la CNN, crear
nuevas brujas y nuevas Inquisiciones. Resulta más fácil
echarle la culpa al mundo islámico, al nuevo Satán, que
pensar hacia dónde ha derivado este orden internacional
injusto; y todo porque si se animaran a pensar en ello no
verían otra alternativa que modificarlo, y eso no les
conviene. Los que braman contra el terrorismo son los que
viven de los verdaderos terroristas.
III.
En su libro El color del dinero (un ensayo periodístico sobre
el lavado de dinero y sus consecuencias), publicado por el
Grupo Editorial Norma, en Buenos Aires, en 1999, el autor de
este artículo demuestra que los paraísos fiscales y las
complejas operaciones que se esconden detrás de la
denominación lavado de dinero, no son otra cosa que
creaciones del modelo capitalista mundial, concebidas durante
los orígenes mismos del sistema y perfeccionadas a lo largo
del tiempo.
En ese libro queda demostrado también que sin la coexistencia
de los dos tipos de riquezas -la blanca o legal y la negra o
ilegal- el desarrollo capitalista no hubiera sido posible y
que las grandes lavadoras de dinero se encuentran en el
corazón mismo del sistema financiero legal.
Ahora bien, siguiendo el razonamiento y las pruebas de
carácter periodístico que ofrece ese libro, se puede afirmar
que este nuevo tipo de guerra terrorista -que poco tiene que
ver con la lucha armada de las organizaciones revolucionarias
de los años '60 y '70- servirá como la más perfecta lavadora
de dinero negro de toda la historia. Al menos eso es lo que
parecen demostrar los atentados del 11 de septiembre pasado.
Es altamente probable que la economía norteamericana, y por
consiguiente la economía global capitalista, vivan un breve
período signado por la recesión y tal vez por la falta de
liquidez inmediata en los circuitos financieros. En primer
lugar, la Reserva Federal y el conjunto de bancos centrales
del G-7 se verá obligado a liberar los 40.000 millones de
dólares que el Congreso norteamericano puso a disposición de
la Casa Blanca, y los 120.000 millones con que se comprometió
el G-7.
Hay que tener en cuenta también que a los costos y a las
pérdidas inmediatas ocasionadas por los atentados habrá que
sumar el valor global de la parálisis temporal y de la
desacelaración que sufrirán algunos sectores de la economía,
por no recordar otra vez el crash financiero del área
seguros. Las fábricas de aviones civiles norteamericanas ya
anunciaron despidos; las empresas aéreas reconocieron caídas
promedio del 50 % en sus ventas, lo que las llevó a pedirles
al gobierno federal una ayuda estimada en los 24.000 millones
de dólares, e importantes sectores de los servicios, como
hotelería y gastronomía, han anunciado disminuciones en los
puestos de trabajo.
Todas estas cuentas en rojo se recuperarán a corto plazo con
el auge de otros sectores, como el petrolero, el de las
telecomunicaciones y el del complejo bélico industrial de
Occidente.
Sin embargo, a corto plazo, la banca mundial no cuenta con
esas sumas en efectivo en sus circuitos legales; en ese
sentido hay que tener presente que, según los servicios de
inteligencia de la Secretaría del Tesoro de los Estados
Unidos, sólo el 8 por ciento de la masa dineraria que circula
por el mundo es contante y sonante; el resto son asientos
electrónicos y en microchips. Los bancos -y sus clientes,
por supuesto, entre ellos los tenedores de dineros
provenientes de todo tipo de ilícitos, como la evasión
fiscal, el contrabando y el narcotráfico- tiene la
oportunidad de su historia para movilizar los fondos que
necesitan desde sus sucursales off shore de los paraísos
fiscales hacia sus casas centrales, concretando así la
operación de lavado más gigantesca de todos los tiempos, pues
la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro de los
Estados Unidos están obligados a hacer la vista gorda.
Aunque la CNN y toda las usinas comunicacionales y de
inteligencia del stablishment digan otra cosa, el mundo se
encuentra ante un fenómeno de nuevo tipo: para asegurar y
multiplicar el funcionamiento del capitalismo global, las
corporaciones financieras no han tenido otro remedio que
recurrir a la guerra, por supuesto a una nueva forma de
guerra, que es la del terrorismo que convierte en posible lo
que parecía imposible.
Los principales responsables e instigadores de los ataques
terroristas del 11 de septiembre pasado serían entonces los
mismos que controlan las deudas externas de los países en
desarrollo, serían los mismos que día a día difunden los
índices de riesgo país (un argumento de manipulación política
de neto corte terrorista), serían los mismos que, en América
Latina por lo menos, han instalado a sus empleados de
categoría (casi todos economistas formados en los Estados
Unidos) en los ministerios de economía, desde donde pretenden
reemplazar el concepto de ciudadanía por el de mercado.
Hasta los episodios más trágicos siempre dejan una enseñanza.
Que las muertes del 11 de septiembre pasado sirvan entonces
para reflexionar sobre lo siguiente: los tan nombrados
mercados -es decir, el capitalismo corporativo del siglo XXI,
esa nueva forma de fascismo- son capaces de hacer cualquier
cosa, incluso volar las Torres Gemelas y parte del Pentágono,
pues lo único que les importa es la consolidación y el
incremento de la renta financiera global.
IV.
Más allá de lo dicho hasta ahora, los hechos del 11 de
septiembre pasado provocaron dos fenómenos de análisis
teórico absolutamente novedosos.
El primero tiene que ver con los Estados Unidos en sí mismo y
se refiere al quiebre definitivo del sentimiento de
invulnerabilidad que reinaba en la sociedad norteamericana; y
el segundo es de carácter global y de imprevisibles
consecuencias: estalló por los aires uno de los conceptos
políticos y militares más importantes de la modernidad, el
que clasificaba a algunos hechos como posibles y a otros como
imposibles.
Si la sociedad norteamericana se sabe ahora vulnerable quizá
se ponga a pensar más seriamente -y sería lo deseable- en
torno de su papel en el mundo durante todo el siglo XX y lo
poco que va del XXI. En ese sentido, los norteamericanos
están encerrados en una alternativa de hierro: oyen al
pensador Noam Chomsky cuando dice que es hora de que
Washington revea su política exterior y al ex presidente Bill
Clinton cuando afirma que Estados Unidos es un "acumulador de
odios", o se dejan llevar por el actual jefe de Estado,
George W. Bush cuando vocifera que se trata de una guerra
entre el bien y el mal y que él encarna, por supuesto, el
liderazgo del bien.
Si los norteamericanos optan por la primera posibilidad quizá
se dé un paso adelante en el camino que necesita recorrer el
mundo para construir un orden internacional más justo. En
cambio, si optan por la segunda, no estarán haciendo otra
cosa que darle una vuelta de tuerca al pensamiento talibán,
porque en realidad no se ve mucha diferencia metodológica
entre los dichos de Bush y las proclamas que surgen de una
lectura extremista y por cierto tergiversada de la guerra
santa del Islam.
Respecto de la desarticulación de los conceptos de lo posible
y lo imposible, quizá sea útil recordar que lo sucedido el 11
de septiembre último no estuvo presente ni en la mente más
calenturienta del antiyanquismo tradicional, pues, y
ateniéndonos a las primeras informaciones que dieron los
servicios de inteligencia y de seguridad norteamericanos, el
presidente de la primera potencia del orbe y comandante en
jefe de las fuerzas armadas más poderosas de la historia fue
puesto en fuga por un grupo de sujetos armados con cuchillos
y cortaplumas.
Desde el punto de vista militar, quedó demostrado que hubo
quienes fueron capaces de desarrollar la técnica kamikaze
hasta límites hasta ahora insospechados, pues la carencia de
misiles estratégicos fue suplida por la utilización de
aviones de pasajeros en vuelos de cabotaje dentro del
territorio elegido como objetivo del ataque. Impensable,
imposible, pero real.
Ese estallido conceptual debería alarmar no sólo al poder
norteamericano sino también a todos los poderes que se
construyen y sustentan a partir de la exclusión de países en
el concierto internacional y de grupos sociales mayoritarios
en los respectivos órdenes domésticos. Y ese sentido de
alarma debería ser racional y razonable, a favor de una
revisión del orden internacional y social injusto y no sólo
para ver cómo se refuerza la seguridad del orden establecido;
de lo contrario, la espiral de violencia terrorista irá en
aumento. Y es Estados Unidos el que primero debe apelar a la
razón y la razonabilidad, porque es Estados Unidos, según
palabras de su anterior presidente, la más grande máquina
acumuladora de odios.
Ese estallido conceptual debe ser considerado con seriedad en
los países en desarrollo. ¿Qué sucedería en el mundo, por
ejemplo, si esas naciones endeudadas y ancladas en el
imposibilismo fatalista que se cacarea desde los centros del
poder financiero mundial se diesen cuenta de que hay otras
formar posibles de desarrollo, independiente y que desconozca
una deuda externa global que sólo fue buen negocio para la
banca acreedora? ¿Por qué no? Si lo que parecía imposible
resulta que sí lo es.
Por supuesto que el mundo acaba de sufrir una escalada de
amoralidad -no hay causa que justifique ni siquiera una
muerte-, pero esa amoralidad hace mucho que marca a fuego al
quehacer de la política internacional, al ejercicio del poder
político, económico y militar. La ONU informó que el bloqueo
impuesto a Irak hace diez años provocó la muerte de medio
millón de niños de ese país, y, como todos saben, la cuenta
de inmoralidades cometidas por Estados Unidos contra los
pueblos de Africa, de Asia y de América Latina, siempre en
ejercicio de ideales democráticos y en defensa de la libertad
de mercados, sería sencillamente interminable.
Lo dicho hasta aquí no debe ser entendido como justificación
de los atentados del 11 de septiembre pasado, pero sí como
alerta ante las tantas declamaciones de indignación moral,
que, hechas en nombre de una ética parcial, han inundado los
medios de comunicación para evitar la reflexión. Los
atentados contra Nueva York y Washington deber ser
considerados como lo que fueron, como ataques a los símbolos
del poder financiero y militar del imperio.
V.
Pocas horas después del atentando y ante la sorpresa de
cualquier ser inteligente, el presidente Bush dijo que las
fuerzas armadas y de seguridad garantizaban la vida de los
norteamericanos. Acababan de atacar el Pentágono y la Torres
Gemelas en un acto terrorista que arrojó varios miles de
víctimas mortales. El complejo de inteligencia, seguridad y
defensa más caro y extenso del orbe no pudo prever ni evitar
lo ocurrido el 11 de septiembre, pero sí estuvo en
condiciones, en menos de 24 horas, de determinar un
sospechoso principal -el saudita Osama ben-Laden- y de decir,
como lo hizo el FBI, que contaba ya con incontables pistas
para la investigación.
Desde el principio se trató de afirmaciones poco creíbles y
si algo faltaba para concluir que Washington comenzaba a
tomarle el pelo al planeta a través de la CNN, ello apareció
cuando las policías de Alemania y de la Unión Europea
informaron que sus investigaciones en torno de la llamada
pista alemana estaban cada vez más lejos de Osama ben- Laden.
La CNN es una cadena privada que comparte satélites con el
Pentágono y que a mediados de la década del '90 coordinó
horarios con las fuerzas norteamericanas de invasión a
Somalia para que los marines tocasen tierra africana a la
hora del principal telediario de la jornada. La CNN tuvo la
casi exclusividad de la Guerra de Golfo porque compartió sus
canales de transmisión con el alto mando de las tropas
aliadas. Para desacreditar a los palestinos en el conflicto
de Medio Oriente, y, sometiéndose a una operación de la
Mosad, habría fraguado las imágenes televisivas que mostraban
a un grupo de palestinos festejando en las calles los
atentados contra Nueva York y Washington.
El gobierno norteamericano califica a Ben-Laden de "principal
sospechoso", no ofrece pruebas, pero moviliza a la ONU y a la
OTAN con la intención -lograda, por cierto- de obtener un
paraguas político para el lanzamiento de su maquinaria
militar contra individuos y estados que no identifica.
También logra que el Congreso le otorgue las mismas
facultades que la Casa Blanca obtuvo cuando se involucró
directamente en la Segunda Guerra Mundial, pero esta vez sin
enemigos determinados.
Para combatir a un grupo de fanáticos asesinos, el presidente
Bush dice que se trata de una lucha entre el bien y el mal;
que todo aquel que no esté con Estados Unidos está contra los
Estados Unidos y que, por consiguiente, será pasible de
persecución y castigo. Pocos días después afirma que la
respuesta será devastadora para que el mundo comprenda que
Estados Unidos sigue siendo la primera potencia del planeta.
Los diarios The New York Times y The Washington Post publican
columnas de análisis en las que no se descartan que los
Estados Unidos deban recurrir a métodos de terrorismo de
Estado, como los son conspiraciones en terceros países y
asesinatos de lideres políticos. A la vez que la CIA informa
que volverá a reclutar delincuentes para que se encarguen de
"tareas especiales", encuestas publicadas en los principales
diarios del país demuestran que la campaña propagandística de
Washington logró su cometido: cerca del 70 por ciento de los
norteamericanos estaría de acuerdo con el asesinato político
en defensa de su seguridad.
En ese sentido debería recordarse que Washington tiene mucha
experiencia en ese tipo de prácticas: el derrocamiento de
Salvador Allende en Chile, la creación de los Contras
nicaragüenses, las invasiones a Panamá, a Granada y a Santo
Domingo, el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala, la
frustrada invasión a Cuba en Playa Girón, las decenas de
atentados que planificó contra Fidel Castro y los incontables
sabotajes contra intereses cubanos, cometidos dentro y fuera
del territorio de ese país. Y acaban de ser citados sólo
algunos de los ejemplos que tuvieron escenarios
latinoamericanos.
Es muy probable, por no decir casi seguro, que Estados Unidos
termine lanzando sus armas contra Afganistán o contra algún
otro país calificado de enemigo o de sospechoso, pero a la
hora del cierre de este artículo -el jueves 20 de septiembre-
, a una semana de los atentados, Washington comienza a tener
síntomas de aislamiento: la solidaridad manifestada por la
casi totalidad de los países del mundo difícilmente pueda
traducirse en apoyo incondicional si la salida adoptada por
los norteamericanos es la anunciada hasta este momento. En
declaraciones reservadas -y no tan reservadas también, como
fue la del presidente francés, Jacques Chirac- sus
principales socios de la OTAN guardan al menos preocupación
por el tono que eligió darle la administración Bush al
conflicto.
Fue Chirac el encargado de decirle a Bush, en su cara y en
Washington, que Francia es un país soberano y como tal
analizará cuáles son los mejores métodos para enfrentar al
terrorismo. Y fue Tony Blair, primer ministro del principal
aliado estratégico de los Estados Unidos, quien le recomendó
al actual ocupante de la Casa Blanca que hace falta mesura y
prudencia.
Al momento de redactarse este artículo el presidente Bush ya
le había puesto nombre al ataque que se aprestaría a lanzar
contra Afganistán; lo bautizó con un nombre fundamentalista:
Justicia Infinita, aunque bien pudo haberse llamado Guerra
Santa. ¿Triunfará acaso la versión western del mundo, muy al
gusto de los Estados Unidos? Mientras tanto, la verdadera
guerra terrorista, la que libran las distintas facciones del
corporativismo financiero global, ya está en marcha y sus
primeras grandes batallas fueron libradas en Nueva York y en
Washington.
* Victor Ego Ducrot, Periodista y escritor argentino de larga
trayectoria profesional en agencias internacionales de
noticias y en medios escritos de distintos países. Autor de
varios libros, en 1999 publicó El color del dinero (Grupo
Editorial Norma, Buenos Aires).
http://www.elcorresponsal.com
https://www.alainet.org/es/articulo/105368
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