Acerca del "autoritarismo cool"
08/09/2004
- Opinión
En 1986, el sociólogo Ulrich Beck, profesor de la Universidad de
Munich, publicó un emblemático libro titulado "La sociedad del
riesgo". La obra fue escrita a la sombra de las catástrofes de
Chernobil y Bhopal, indicadores para Beck de un riesgo
omnipresente e intrínseco a la actividad humana en una etapa que
combina el desarrollo tecnológico de última generación con las
más variadas formas de indigencia y precariedad social.
Transcurrieron algunos años desde entonces y aquel riesgo se ha
transformado en un intenso miedo que inunda las emociones
colectivas. Esta sociedad del miedo quedó inaugurada el 11 de
septiembre del 2001 y brindó rápidamente legitimidad a la
pretensión de imponer un estado de excepción total. Un régimen
de facto planetario llamado a echar por tierra algunos de los
principios más consustanciales al liberalismo político y a la
legalidad que creció, desde la Ilustración en adelante, bajo su
sombra.
La tensión que desde entonces se advierte entre valores tales
como la seguridad del Estado y de las personas, por un lado, y
las libertades y sus derechos y garantías, por el otro, no ha
tardado en tener su correlato en la Argentina contemporánea. La
llamada lucha contra la delincuencia no escapa a ese planteo
dilemático, sino que, aún más, desde su lógica cuestiona la
vigencia y la utilidad de algunos de los derechos fundamentales
previstos en nuestro ordenamiento jurídico.
Días atrás, en el marco de un reportaje concedido a un diario
porteño, el ministro de la Corte Suprema de Justicia, Raúl
Zaffaroni, expresó la poca simpatía que le inspiraba aquello que
designó irónicamente como el "autoritarismo cool", utilizando
esta última palabra según el significado que le atribuyen los
jóvenes respecto de lo que está de moda y suele usarse
distraídamente.
La presencia de ese autoritarismo cool o irreflexivo nos
recuerda que uno de los puntos a tener en cuenta a la hora de
pensar las políticas en materia de seguridad pública tiene que
ver con la definición de los problemas. Entendiendo por éstos a
ciertas circunstancias y coyunturas irresueltas, de índole
conflictivo, cuyos efectos atañen a la mayoría de la comunidad.
Y que resulta indispensable que el problema no sea manipulado y
convertido en amenaza. No se trata tan sólo de un detalle
terminológico o un mero desplazamiento semántico. Ese paso, que
a veces se opera con sutilidad y pasa inadvertido para el gran
público, tiende a fortalecer la aplicación irreflexiva de
políticas autoritarias y represivas que poco favor le hacen a la
prevención efectiva del delito.
El paradigma de este equívoco enfoque en materia de seguridad
pública lo constituyen los escuadrones de la muerte del Brasil,
que alentados desde el Estado tuvieron como blanco a las
manifestaciones de la pobreza callejera. El desatino de
convertir al problema "pobreza-desocupación" en una amenaza, y a
los involucrados en "enemigos", no podía ser mayor en un
subcontinente, como el latinoamericano, que cuenta con un
elevadísimo índice de iniquidad social y concentración de la
riqueza en poquísimas manos.
En igual sentido, es posible afirmar que transformar al
delincuente común en enemigo en un contexto de miedo y sospecha
generalizada, es abrir la puerta a una represión sin límites y
fuera de todo cauce constitucional.
En este punto hay que advertir que toda proclama de guerra, de
toda cruzada o campaña, sea internacional o interna, contra el
terrorismo o contra la delincuencia común, es precedida por un
minucioso proceso de construcción de la identidad del otro.
Proceso que la sociología denomina "construcción de la otroidad
negativa" y que suele conducir a la demonización del otro-
delincuente, a punto tal de ser percibido como no merecedor de
derechos y obligaciones.
En este contexto argentino, el otro a combatir resulta ser el
delincuente común y sus bandas. Y si ese otro se nos presenta
como un mal absoluto, pues entonces, de acuerdo con ese mismo
planteo, no cabrá más alternativa que contar con medios extremos
para su neutralización. De allí el círculo vicioso de la
violencia y su propagación en espiral: el Estado se mimetiza con
la violencia real o simbólica de ese otro a combatir y termina,
muy frecuentemente, superándolo en crueldad.
El clima actual de desconfianza, miedo y exaltación en materia
de represión penal constituye un gran logro político de quienes
enmascaran la violencia como producto de tan sólo algunos
actores sociales: los delincuentes comunes.
Así es que solemos olvidar las violencias generadas por el mismo
funcionamiento del Estado. Ya no de la estructural que permite
que más del sesenta por ciento de los argentinos sobrevivan por
debajo de la línea de la pobreza. Sino, concretamente, de
aquellas manifestaciones que se experimentan en la cárceles, en
las comisarías y en otros establecimientos de detención.
¿O acaso no nos hemos enterado todavía de que la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos señala a la Argentina como a
uno de los campeones continentales en materia de crueldades y
abusos cometidos en el interior de esos nichos de dudosa
legalidad, cual resultan ser los establecimientos de detención
de personas?
La utopía en la sociedad del miedo ha sido reducida a cero. El
cambio social resulta en este contexto una quimera: tan sólo
cabe refugiarse en la individualidad salvadora. Y refugiarse
armado, para dar combate al enemigo interior. Ese mismo enemigo
interior, ahora bajo el rostro de la delincuencia común,
invocado en su momento por la Doctrina de Seguridad Nacional. La
misma que posibilitó la desaparición forzada de miles de
argentinos en los sórdidos años de 1976/1983.
Deberíamos mantenernos alertas ante los peligros del
"autoritarismo cool".
https://www.alainet.org/es/articulo/110521
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