La manía nominalista
- Opinión
“Hemos de reconocer …el espanto ante la fuerza
monstruosa de ese universo cultural, que, a la fuerza
de la nueva barbarie del siglo XX, es lo que nos ha asaltado”.
H.G. GADAMER: Poema y diálogo, p. 99
A falta de sustancia, buenos son nombres. Cada vez que los contenidos se desvanecen, vienen en su auxilio las adjetivaciones. Las palabras no son neutras, habrá que insistir hasta el cansancio. Más cuando se trata de caracterizar un país, un modo de producción o una coyuntura determinada, algunas palabras se tambalean. ¿Por qué?
Algunas palabras adquieren rango superior cuando se convierten en conceptos o categorías. Eso no ocurre con todos los términos del diccionario. Sólo algunas palabras llegan a este nivel luego de complicados procedimientos teóricos y metódicos (dediqué un libro a lidiar con este asunto: Dialéctica del conocimiento). Lo que ocurre es que esos conceptos y categorías son transitorios, volátiles, relativos a contextos culturales y epistemológicos específicos. Ocurre también que mucha gente se amarra a ciertos conceptos como quien abraza a su mamá (pasa con “revolución”, “socialismo”, “libertad”, “marxismo” y cientos de otras señales lingüísticas). De allí se nutren los dogmas y los fundamentalismos: fijaciones neurolingüísticas que se endurecen como mentalidad, como ideología, como creencias. Es eso justamente lo que ha acontecido con cierta izquierda rupestre en el mundo que pasa la vida repitiendo letanías sin ningún pudor crítico.
En el ámbito político el nominalismo funciona como una desviación que intenta remplazar los contenidos sustantivos con maromas ligüísticas. La operación es muy rentable psicológicamente porque transmite la momentánea sensación--a la muchedumbre--de vivir lo que la palabra nombra. Desde luego, este mecanismo no es infalible; requiere de un conjunto de condiciones para que funcione. Además no es una pura manipulación; hay en verdad una combinación de juego político y carencias objetivas del discurso. Si usted proclama, por ejemplo: “Todos somos ricos”, es muy probable que semejante construcción lingüística rebote en los oyentes como mera estupidez. Pero si usted vocifera: “Viva el socialismo”, un gentío saltará emocionada aplaudiendo a rabiar. Es bastante probable que usted no consiga a un solo aplaudidor que le diga algo interesante sobre el fulano “socialismo”. En otro ambiente es posible que la misma exclamación suscite un arrebato histérico y usted salga a tomatazos del recinto. No pierda el tiempo indagando qué entienden estas personas por “socialismo”, pues la mazamorra ideológica que está en juego impide toda mínima reflexión.
La manía nominalista está entre nosotros. Emblemas, consignas, pancartas, cuñas y coros hacen las veces de concepciones, teorías, elaboraciones y análisis. Ciertas palabras mágicas tienen ese efecto de sustitución de lo real, de las determinaciones sustantivas, (esa “síntesis de múltiples determinaciones que es lo concreto” como nos recordaba el viejo Marx), de los contenidos socio-históricos que al final no pueden ser permutados por retórica vacía. Pero mientras tanto, miles de conciudadanos andan de fiesta, cartilla en mano, coreando un chorizo de palabras que son pura parafernalia; carecen de sentido profundo pero tienen poder movilizador; no sirven para pensar pero sirven para agitar.
¿Llegará el momento en el que palabras huecas se llenen de contenido? Tarde o temprano. El pragmatismo no dura toda la vida. La agitación tiene un límite. Una cosa es entusiasmar al electorado y otra muy distinta es hacer una revolución. Cierto realismo nos recuerda que la revolución pasa por los votos. No estoy tan seguro. Lo que sí es palpable es que muchas revoluciones se quedaron en los votos. Los contenidos sustantivos de un verdadero proceso revolucionario no pueden remplazarse por cascarones lingüísticos exhaustos. Las transformaciones de fondo no se alcanzan con griteríos ni con retóricas rabiosas.
Desnudemos los discursos, borremos esos nombres, para ver qué queda en pié. Lo simpático es que de hecho los nombres están desnudos. No hay que dejarse encandilar por los relumbrones de ciertos latiguillos mediáticos.
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