Triunfo de AMLO: significado para México y América Latina
- Análisis
El histórico triunfo de Andrés Manuel López Obrador y su formación política MORENA el pasado 1 de julio en las elecciones presidenciales mexicanas, podría tener importantes implicaciones para México y en extensión para América Latina. Decimos que podría porque son muchas las condiciones que tendrían que darse, y muchas las transformaciones que López Obrador debería impulsar desde la presidencia para que, en efecto, este triunfo resulte en alteraciones de calado en la sociedad mexicana, así como en la región latinoamericana. Del mismo modo, decimos que los mayores cambios internos que podría significar el mandato del también conocido como AMLO estarían en lo siguiente: ponerle fin a la hegemonía de la actual clase dirigente en torno al llamado PRIAN-PRD; generar una nueva mayoría política vía la recomposición de fuerzas en los ámbitos local y nacional; hacerle justicia a la masa pobre históricamente olvidada por las élites económicas y políticas tradicionales; y una nueva relación con Estados Unidos. Analicemos.
El periodo de la Revolución Mexicana
La Revolución Mexicana surgió tras el Plan de San Luis impulsado por Francisco I. Madero desde su exilio en Texas, Estados Unidos en 1910. Aquel manifiesto exigía elecciones libres y la salida del dictador Porfirio Díaz. Derivó en revolución cuando se le unieron jefes territoriales del norte del país e inició así la lucha armada. Con la caída del dictador, en 1911, México pasó a estar dividido entre regiones controlados por caciques militares (guerrilleros) de distinto cuño que, asimismo, proclamaban diversas demandas. Emiliano Zapata (caudillo del sur-centro) y Pancho Villa (caudillo del norte), representantes máximos de las masas pobres campesinas, exigían repartición de tierras entre los labradores del campo y un gobierno popular. Las diferencias entre estos caudillos y jefes militares como Venustiano Carranza, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calle condujeron al periodo de la revolución conocido como la “guerra fratricida”. Al final de esta etapa resultó victorioso el bando de los jefes militares y terminó la revolución (oficialmente) con la proclamación de la Constitución de 1917.
De 1917 a 1928 se sucedieron en la presidencia Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Victoria de la Huerta y Plutarco Elías Calle. Todos fueron presidentes militares venidos de la segunda etapa de la lucha armada (la ya mencionada “guerra fratricida”) de la Revolución. El periodo de la guerra donde fueron derrotadas las fuerzas zapatistas y villistas. Bajo la presidencia de Carranza es que se promulga la Constitución de 1917. Este periodo se caracterizó por la búsqueda de la pacificación del país por parte de los jefes militares que ganaron la guerra. En pos de conseguir lo que entendían por pacificación en este periodo son asesinados los máximos caudillos populares de la Revolución: Emiliano Zapata en 1919 y Pancho Villa en 1923. También, fueron asesinados siendo presidentes Carranza y Obregón en medio de luchas por el poder. Elías Calle quedó, tras estas muertes, como el gran ganador y por ello recibió el título de “Jefe Máximo de la Revolución”. Y comenzó así la etapa conocida como el “Maximato” que se extendería hasta 1934 cuando inició la presidencia del General Lázaro Cárdenas.
El surgimiento del PRI
En 1928 el presidente Plutarco Elías Calle impulsó la creación del Partido Nacional Revolucionario (PRN). Nueve años después, en 1938, la formación pasó a llamarse Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Y en 1946 el PRM fue sustituido por el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI). De 1928 a 1989 el PRI (y sus antecesores) gobernó de forma ininterrumpida y hegemónica a México. Ese año, el 1989, perdió por primera vez una gubernatura en el Estado de Baja California. En 1997 perdió la mayoría absoluta en el Congreso. Y en el 2000, por vez primera en 72 años, no ganó la presidencia tras el triunfo de Vicente Fox candidato del conservador PAN (Partido Acción Nacional). El PAN, a su vez, había sido creado en 1939 como una respuesta conservadora al PRI, impulsado, fundamentalmente, desde la conservadora región centro-occidente mexicana. Esta región fue epicentro de la Guerra Cristera que enfrentó militarmente, de 1926 a 1929, grupos católicos y laicos apoyados por la iglesia contra el gobierno de Plutarco Elías Calle. El PRD (Partido de la Revolución Democrática), de su lado, fue creado, en su mayoría por ex priistas de izquierda, en 1989 liderado por Cuauhtémoc Cárdenas el hijo del histórico General Lázaro Cárdenas.
El PRI, desde sus inicios, se concibió como “heredero legítimo” de la Revolución Mexicana (1910-1917) teniendo entre su dirigencia muchos mandos militares que habían combatido en aquella. En tanto “hijo” de la Revolución, se asumió como el instrumento político con el cual, por un lado, se debían corregir las problemáticas que dieron origen a la conflagración armada, y por otro, los males que se derivaban de años de guerra. Es decir, el PRI nació para evitar otra revolución al tiempo que impulsaba México hacia senderos de institucionalidad de forma tal que las diferencias nacionales se dirimieran en su seno y no por vías violentas ni al exterior suyo.
Así, el PRI de 1928 (en ese entonces PRN) comenzó a construir una institucionalidad que evitara el surgimiento de otra guerra, toda vez que se propuso unificar todo el territorio nacional para anular la posibilidad de nuevos lideratos caudillistas regionales. Los conceptos de “revolución” y “nación” siempre orientaban las definiciones de los nombres de los antecesores del PRI. La nueva élite gobernante surgida de las entrañas de la revolución (de los triunfadores de ésta en su última etapa), asumió la tarea histórica de construir una nación que, asimismo, fuera una suerte de síntesis de la revolución. Con lo cual, se clausurara el periodo revolucionario mediante la creación de esa nueva institucionalidad cuya legitimidad se sustentara en que era heredera de la revolución.
El PRI, por tanto, desde su inicio, fue un proyecto estatal. Un partido-Estado para administrar un nuevo país. Su vocación de hegemonía es, por consiguiente, intrínseca a su propia estructura. Y, para lograr esto, el PRI creó un México a su imagen y semejanza. En otras palabras, montó una nueva cultura mediante la incorporación de un relato instaurado desde el poder político, y naturalizado desde los sistemas educativos, medios de comunicación masivos y la historia oficial, que moldeó a los mexicanos según los intereses de su clase dirigente. De forma que el PRI no es solo un partido es, ante todo, una mentalidad: una forma de narrar, pensar e incluso sentir México. El PRI devino el México hijo de la revolución.
El PRI neoliberal
Ese PRI hegemónico, con el tiempo, permitió la aparición de nuevos actores políticos que, si bien por un lado pugnaban contra su hegemonía totalizante, por otro lo legitimaban al ayudarlo a trasladar la idea de que sus triunfos electorales se daban en el contexto de “procesos democráticos”. Sin embargo, ese PRI también manejaba un proyecto nacional que, en su momento, sobre todo en las décadas del 50 al 70 del siglo pasado, creó una clase media mexicana a través del fomento de la creación de sistemas de pensiones, el impulso del emprendimiento y la puesta en marcha de instituciones de educación superior que formaron ingentes cuadros profesionales y técnicos que fueron pilares de la economía mexicana. Igualmente, fue clave en el desarrollo de la potencia cultural mexicana que, en buena medida, dominó la cultura popular latinoamericana con la poderosa industria televisiva y del espectáculo mexicana del siglo XX.
El punto de fractura dentro del PRI, y de cara a la sociedad en general, se dio a partir del fraude electoral que lleva a la presidencia a Carlos Salinas de Gortari en 1988, y luego con el proyecto neoliberal instaurado por los llamados “técnicos” del PRI de Salinas y Ernesto Zedillo (1988-2000). Con aquel fraude la izquierda priista se distancia del proyecto salinista y la nueva élite dirigente que le acompañaba. El gobierno de Salinas impuso un programa neoliberal, a pedidos de Estados Unidos y los principales grupos financieros del mundo, que entregó las riquezas mexicanas a oligopolios nacionales e intereses trasnacionales. A su vez, vendió empresas públicas (que pasaron de estar al servicio del interés general para servir al enriquecimiento de particulares) a precios irrisorios a estos mismos actores convirtiendo, en muy poco tiempo, empresarios mexicanos como Carlos Slim, Germán Larrea y Alberto Bailleres en parte de los hombres más ricos del mundo.
Estas políticas, dado su correlato estructural (baja de carga impositiva a mega empresas y sus dueños, achicamiento del sector público, disminución de la rectoría del Estado sobre la economía con el debilitamiento consecuente del interés público) condujo al estancamiento de la economía mexicana y al consecuente empobrecimiento de los sectores mayoritarios. Sobre todo en el campo mexicano que no ha vuelto a crecer tras la firma del TLCAN (Trata de Libre Comercio de América del Norte) firmado por Salinas de Gortari con los mandatarios de Estados Unidos y Canadá el 10 de agosto de 1990. Estas medidas, entre otras, dispararon la migración de mexicanos al vecino del norte; particularmente mexicanos de sectores rurales debido a la caída de la producción agraria nacional frente a la entrada masiva de productos agrícolas estadunidenses subsidiados. Lo que, asimismo, incentivó la penetración del narcotráfico en un campo mexicano empobrecido y sin presencia del Estado.
El asesinato, en plena campaña de 1994, del candidato presidencial progresista del PRI Luis Donaldo Colosio significó un punto de no retorno en cuanto a la deriva neoliberal del PRI salinista. Ernesto Zedillo, quien asumió la candidatura presidencial por el PRI una vez Colosio muerto, desde la presidencia continuó con el programa neoliberal de Salinas. Bajo Zedillo es que se dio el fraude colosal del Fobaproa en 1998. En 2000 se da el triunfo también histórico de Vicente Fox, candidato del PAN, cuando por primera vez en 72 años llega a la presidencia mexicana un candidato no perteneciente al PRI. Fox llegó al poder con grandes expectativas de un pueblo mexicano que, una parte de él, gritaba a los cuatro vientos que había sacado por fin al PRI del poder. Pero una vez en la llamada “Silla del Águila”, las diferencias entre Fox y la dirigencia del PAN con el PRI neoliberal salinista nunca se vieron. Dio continuidad al mismo programa neoliberal que le antecedía, con lo cual los problemas estructurales surgidos desde el salinismo (empobrecimiento de sectores mayoritarios, penetración del narcotráfico en el campo -y la sociedad en general-, migración y enriquecimiento descomunal de grandes empresarios) no hicieron sino magnificarse. El PAN de Fox, y luego de Felipe Calderón (quien llega a la presidencia tras un evidente fraude electoral en 2006), resultó lo mismo que el PRI: un proyecto neoliberal anti-pueblo.
En 2012 se dieron nuevas elecciones presidenciales en las que resultó electo Enrique Peña Nieto como candidato del PRI. Peña Nieto fue una apuesta del viejo PRI ante un pueblo que, en aquella justa electoral, se vio en la tesitura de escoger entre: un PAN desdibujado con una candidata, Josefina Vásquez Mota, insulsa y sin apoyo del presidente Calderón, un López Obrador vilipendiado por los medios bajo la acusación de que era un “peligro para México” y que todavía arrastraba el desgaste de los plantones tras el fraude de 2006, y un Peña Nieto “guapo”, joven y casado con una estrella de telenovelas que se presentaba más como una estrella de televisión que como un político tradicional. Resultó ganadora la audaz apuesta del viejo PRI. Pero Peña Nieto siguió con el mismo programa que venía desde 1988 con Salinas. El Pacto por México sellado entre el PRI, PAN y PRD instauró las llamadas reformas estructurales con las que se habilitaron cambios constitucionales para abrir el petróleo mexicano a la inversión extranjera y se impuso la reforma educativa. Medidas que no resolvieron el problema de fondo de la economía mexicana que es que no crece, y, por lo tanto, no genera mejores oportunidades de vida a las mayorías del país. Con el corolario de violencia y pobreza que acarrea. La violencia atroz que azota México desde la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón, con Peña Nieto más bien aumentó dejando saldos de muertos y desparecidos comparables a los de países en situación de guerra civil como Siria. México, tras la aparición del PRI neoliberal, y su continuidad bajo el PAN y Peña Nieto, se convirtió en un matadero infernal de mayorías empobrecidas y sin esperanza.
Andrés Manuel López Obrador, el histórico luchador social de izquierda, se mantuvo leyendo la coyuntura y capitalizando toda la molestia, indignación y descrédito del PRIAN-PRD que este contexto iba generando. Su triunfo histórico es la consecuencia de un México hastiado que vio en él lo único diferente frente la clase dirigente de los partidos tradicionales que lo traicionaron. Vayamos, entonces, a analizar lo que podría significar su presidencia.
Acabar con el dominio del PRIAN-PRD
López Obrador tiene una encomienda histórica. Por él votaron más de 30 millones de mexicanos. Es el presidente más votado en la historia. Ganó en 31 de las 32 entidades federativas de México. La coalición encabezada por su partido MORENA (Juntos Haremos Historia PES-PT) obtuvo mayoría en 24 de los 32 distritos senatoriales y en 219 de los 300 distritos electorales de la Cámara de Diputados. Nunca había llegado al poder un presidente con tanta con tanta legitimidad popular. López Obrador y su formación MORENA y aliados, podrán modificar la Constitución por sí solos y aprobar todas las medidas y leyes que propongan sin que ni siquiera toda la oposición junta pueda bloquearles. El poder que tiene en sus manos es asombrosamente inmenso.
Pero esto puede ser una navaja de doble filo en la medida de que no logre cumplir con las expectativas altísimas que se le tiene; y porque tiene todo el poder para emprender los cambios que prometió de manera que no se aceptarán excusas por incumplimientos. En nuestra perspectiva, López Obrador tendrá la encomienda de convertir esa hegemonía política en hegemonía cultural. El cambio político ya se ha dado en primer término, falta que se traduzca en cambio cultural. El PRI, en tanto partido-Estado hegemónico no solo es una maquinaria que administra (o administraba) las instituciones mexicanas sino que, como anteriormente explicamos, es una mentalidad. Es un reproductor de significantes que generan sentido común. Crea y gestiona el conjunto de ideas e imaginarios con los que las mayorías mexicanas, en gran medida, dan sentido a la realidad y asumen, sobre todo, lo político. Para lo cual se ha servido históricamente de un entramado de estructuras encabezadas por los medios de comunicación masivos que operan en función de sus intereses creando y gestionando esas mentalidades. Desde la televisión (léase Televisa y después también TV Azteca) el PRI hegemónico timoneaba las mentes de los mexicanos, esto es, operativizaba su hegemonía cultural. El México que se reproducía desde esos medios era el México “real”, lo único existente posible. Y consideremos que el PAN, tras llegar a la presidencia y continuar la agenda del PRI neoliberal, se convirtió en una extensión de este último (y el PRD por igual tras sumarse al Pacto por México de Peña Nieto).
Para que López Obrador y MORENA pasen de la actual hegemonía política a la cultural tendrán que, necesariamente, combatir lo que queda del PRIAN-PRD en el ámbito cultural. Deben disputar el sentido común imperante instalado y administrado por el PRI hegemónico y sus sucedáneos (PAN-PRD). López Obrador y MORENA, consolidadas las mayorías en el Congreso y ya asentados en la gestión gubernamental, tendrían que pasar a generar una nueva narrativa conducente a socavar la hegemonía cultural del PRI. El México plebeyo de esas mayorías que votaron masivamente por su proyecto, tendrá que situarse en el centro de la discusión, y desde ahí, construir un nuevo relato sobre el país que sea capaz, por consiguiente, de propiciar nuevo sentido común popular. El diálogo directo, no mediado por los medios de comunicación tradicionales, entre el líderes y pueblo (y viceversa), debe ser constante y afincado en otros posibles más allá de los actuales. Lo posible con la nueva hegemonía política-cultural debe ser otra cosa. En tanto se instalen nuevos posibles y horizontes, los mexicanos pensarán México de otras maneras y desde otros lados. Es decir, fuera del sentido común que gestionan (aparentemente todavía) las élites dirigentes salientes.
Así, la recomposición política que ya surgió tras la debacle electoral del PRIAN-PRD, estaría acompañada, e impulsada, por una nueva discursiva y una nueva forma de narrar la realidad mexicana. Desde luego que dicho relato, para que no sea parte de aquello que Zygmunt Baugman inscribió en las lógicas de la “sociedad líquida”, debe sustentarse en trasformaciones que aterricen en la realidad material de la gente (en los medios de reproducción de vida de las personas). Un programa de cambios sociales que alteren la correlación de fuerzas entre sectores populares, clases medias y élites en el orden de nuevos esquemas de relaciones de poder internas, respaldado por la instauración de un nuevo sentido común popular, es lo que, realmente, socavaría la hegemonía cultural de lo existente en pos de algo nuevo. En otras palabras, lo que terminaría con la hegemonía del PRIAN-PRD. Y, por consiguiente, lo que haría que la nueva mayoría política pueda construir un nuevo pueblo, esto es, el cambio verdadero.
La relación con las élites mexicanas y con Estados Unidos
El cambio auténtico que pueda impulsar Andrés Manuel López Obrador en México, sin dudas, no podrá darse sin que vaya de la mano de una gestión técnica y estratégica de las bases materiales de reproducción de vida de la gente. Estamos hablando de la economía. En este ámbito, dada la configuración de la economía mexicana, la relación con las élites mexicanas y con Estados Unidos son dos caras de una misma moneda. En primer lugar, el mayor reto que tiene ya López Obrador es el financiero. Será indispensable que en al menos los primeros dos años de su gobierno haya estabilidad financiera en el país (sin salidas de capital abruptas ni desfinanciarización del sistema bancario nacional). Esto para mantener en un ritmo estable los tipos de cambio y las tasas de interés para que sean rentables las inversiones externas e internas con la consecuente mayor captación de las mismas.
En ese terreno López Obrador tendrá que hacer gala de un amplio pragmatismo. ¿Podrá lograrlo con su programa de desarrollo económico orientado por una idea de desarrollismo y nacionalismo económico (una suerte de “México First”)?, ¿qué tendrán que ceder las élites económicas tradicionales y qué tendrá que permitirles el gobierno? En un equilibrio muy mesurado podrían estar las respuestas a estas y otras preguntas centrales que sobre esta materia tendrían que ir respondiéndose.
Un programa desarrollista enfocado en crear riqueza nacional para redistribuir entre los diferentes grupos sociales mexicanos, como el que propone López Obrador, requerirá de un Estado fuerte capaz de ejercer rectoría sobre la economía y, sobre todo, los sectores claves de ésta. Un gobierno capaz de torcerle el brazo cuando sea necesario a los grandes grupos económicos, y cederles ciertos beneficios cuando también se requiera. La legitimidad y respaldo popular es lo que, en gran medida, hace a un Estado fuerte. El pueblo es el que va a respaldar el gobierno cuando haya que encarar algunos grupos económicos.
Pero esto encierra un desafío que, a nuestro entender, es el mayor. Es un desafío histórico. Las élites económicas latinoamericanas no se conciben a sí mismas si no es teniendo el poder. Pueden permitir (y han permitido) experiencias como el Brasil de Lula y el Ecuador de Correa donde nuevas fuerzas políticas y lideratos tomaron el gobierno, pero nunca permitieron que tomaran el poder real. El poder es otra cosa diferente al gobierno. Es controlar sectores claves como los medios masivos de comunicación, la producción a gran escala y el sistema financiero. Y desde ahí es que las oligarquías regionales han ejercido el poder real controlando la información que consumen las masas (y el sentido común que de ahí se deriva), acumulando capital producto de la explotación de recursos y el trabajo de la gente y acumulando capital mediante la especulación y manejo de los términos financieros. Estas élites que tienen mentalidades feudales y profundamente coloniales, ven a nuestras mayorías como vasallos a su servicio. Se asumen como los más capaces y óptimos por lo que naturalizan su condición de dueños de todo. Solo hay dos experiencias donde élites nacionales perdieron el poder en América Latina: en Cuba a partir de 1959 y en Nicaragua tras la Revolución Sandinista. En ambas experiencias esto se logró con las armas y sangre. En Venezuela, en gran medida, también se le arrebató el poder a las élites tradicionales con el resultado que actualmente conocemos. En México, con una economía ampliamente abierta a factores externos, siendo ficha clave en la geoestrategia del imperio del Norte y con unas élites económicas dueñas de casi todos los sectores estratégicos nacionales, ¿podrá López Obrador y la nueva mayoría que encabeza alcanzar el poder sin que haya violencia ni sangre y sin que se destruyan los medios de reproducción de vida de la gente como pasó en Venezuela?
El imperio del Norte estará muy vigilante de López Obrador. Estados Unidos no es ni Trump ni es digamos que solo su ejército. Es un imperio que controló el sistema-mundo a partir de 1945 junto con otra gran potencia (la extinta Unión Soviética) y desde 1991 (tras la caída de la URSS) de manera unipolar. Y ese imperio no es internamente homogéneo sino que se constituye de varias élites que gestionan el poder. Estas élites tienen, en muchos casos, intereses contrapuestos entre sí en el plano interno y el externo. De éstas, es el poder militar, con su perspectiva a largo plazo, la que, generalmente, cohesiona todos esos intereses en pugna y marca la direccionalidad a seguir garantizando, con su accionar, la presencia y privilegios mundiales del imperio. Abre mercados a élites económicas y garantiza, en los cuatro puntos cardinales del planeta, la preeminencia de los intereses estadunidenses. De modo que hay que tener en consideración con qué interlocutores de ese imperio es que va a dialogar López Obrador. Sin dudas, debe hablar con los militares y con la élite política que, a su vez, está dividida más que entre demócratas y republicanos: entre globalistas y nacionalistas. Debe hablar con Trump más que viéndolo como presidente, como representante de dos sectores del imperio: la élite de nacionalistas y la élite cultural del nacionalismo blanco (estas dos élites no son lo mismo).
Trump, a su vez, tiene elecciones de medio término en noviembre en el Congreso. Si, como apuntan algunas encuestas, los Demócratas logran mayoría en ambas cámaras, la presidencia Trump entrará en una fase de debilidad muy marcada que podría, incluso, culminar en un proceso de destitución. La política interna y externa de Trump, en estos momentos, está pensada en la lógica electoral interna a fin de mantener cohesionado y movilizado el voto del nacionalismo blanco que lo llevó a la Casa Blanca. Con lo cual, el aparente diálogo actual entre López Obrador y Trump estará fuertemente condicionado por esa coyuntura. El presidente estadounidense precisa de utilizar a México como un balón político frente a sus votantes blancos racistas y nacionalistas. Y, a su vez, López Obrador necesita proyectar que, a diferencia de Peña Nieto, sí puede tener un diálogo constructivo con Trump que le genere estabilidad al país. Y esa estabilidad general y credibilidad de su gobierno ganadas en la relación con el imperio, serán fundamentales en su acercamiento con las élites económicas mexicanas; de esa forma mantendrá el equilibrio que necesitará imperiosamente para apuntalar su gobierno. Será, por tanto, un diálogo muy complejo atravesado por muchos factores internos y externos.
Lo que podría significar para América Latina
Tras el periodo que trascurrió aproximadamente del 2002 al 2012, donde hubo una mayoría de gobiernos de corte progresista-izquierdista en América Latina, comenzó hace unos años a reinstalarse una corriente de gobiernos neoliberales en toda la región. Es lo que, en otros trabajamos, hemos denominado “el retorno de los privilegiados”. La alineación de una serie de factores extraordinarios tanto internos como externos en nuestros países, permitió el surgimiento de una nueva camada de líderes de corte progresista que, amparados en discursos populistas (en el sentido más laclausiano del término), llegaron a los gobiernos con amplios respaldos populares. Y que, también, lograron mantenerse por muchos años en las presidencias nacionales con altos índices de popularidad y con capacidad de proyección internacional. El péndulo de la historia estuvo a favor de las izquierdas.
Fueron varios los factores que favorecieron aquella suerte de revolución regional a la izquierda. Aquellos años donde se daban los contextos (el momento populista de Laclau) en que surgían estos lideratos, se enmarcaban en el ocaso de las políticas neoliberales que adoptaron gobiernos de raigambre derechista-elitista bajo dictados de organismo como el FMI y el consenso de Washington. La acumulación de políticas de ajuste fiscal a la vez que se inducía a la concentración de riquezas en manos de las oligarquías, fueron generando grandes proporciones de descontento social. Las élites gobernantes no pudieron apaciguar dicho malestar generalizado puesto que, desde una visión técnico-economicista, y carentes de mecanismos de diálogo con las masas tras la ruptura con organizaciones de tipo sindical y movimientos de la sociedad civil, fueron incapaces de satisfacer las múltiples demandas populares que surgían.
En la medida que aumentaban las crisis con impactos muy duros en las clases medias y populares, las élites se vieron sin respuestas. De ese modo, se generaron vacíos en el terreno político ya que los partidos tradicionales de las élites cayeron en el descrédito y desgaste. Con el saldo de que los sistemas de partidos tradicionales (que al final eran instrumentos de los de arriba para gestionar nuestros países conteniendo y “solucionando” las demandas de las clases populares) se fueron al piso. Esos vacíos fueron capitalizados, en la mayoría de los casos, por figuras carismáticas surgidas de lo popular y apoyadas por heterogéneos movimientos sociales que les proveían estructura política.
En ese contexto es que, lideratos populares con nuevos lenguajes y estéticas y articulando diálogos líder-masas simbólicamente horizontales, derrotaron abrumadoramente la política tradicional llegando a los gobiernos. Y desde el gobierno, institucionalizaron las nuevas mayorías mediante la creación de nuevas constituciones e institucionalidades. En cuyo marco desafiaron las élites tradicionales todavía en el poder (si bien fuera de los gobiernos) con leyes que obligaban a grupos oligopólicos a pagar impuestos a las rentas y riquezas acumuladas e implementaron políticas redistributivas que colocaron el debate de clase (y raza) en la agenda nacional como casi nunca antes. Esto es, plantearon alterar los esquemas de relaciones de poder internas en nuestros países caracterizados por oligarquías cuasi feudales clasistas y racistas hasta la médula. Los altos precios de las materias primas, y una China en expansión que demandaba dichas materias, les dieron grandes recursos a estos gobiernos con los que apuntalar sus programas sociales y mantener estables, y en expansión, sus economías.
Pero una vez los factores materiales y, a su vez, sociales y culturales cambiaron esas oligarquías vieron una nueva posibilidad de regresar a los gobiernos. Con una embestida brutal que ha cambiado gran parte del tablero político regional actualmente. Amparadas en un discurso moralista que ha vaciado de contenido político la discusión pública, colocando debates sobre la corrupción en el plano de lo moral y manipulando conciencias con ideas de clase media aspiracional (que no es rica pero desprecia los pobres porque quiere ser como los ricos), las élites han vuelto a los gobiernos. La izquierda, en efecto, perdió la batalla cultural.
Sin embargo, tampoco es que haya ganado la derecha. Nuestro planteamiento es que estamos en una fase compleja en la que los significantes necesariamente han pasado a ser otros. Donde la discusión no está en el eje derecha/izquierda (a nivel de discurso que no en el material puesto que la contradicción entre acumulación de las élites y expectativas de las mayorías se mantiene intacta) sino que condicionada por otros imaginarios propios de sociedades líquidas (Bauman). Fenómenos como el de las redes sociales, donde todo pasa por las imágenes y lo pasajero, han colocado los horizontes de la gente en otros lados. Y toca interpretar esto para volver a construir hegemonía desde lo popular y emancipatorio. Derechas como las de Macri en Argentina han entendido esto, y es precisamente desde ahí que construyen sus narrativas.
Y, tengamos en cuenta que la agenda de las élites latinoamericanas actualmente se basa en tres elementos fundamentales: judicializar la política llevando líderes progresistas a los tribunales para desde ahí anularlos política y electoralmente; sentenciar mediáticamente estos líderes bajo rumores de corrupción y repitiendo goebelianamente en los medios masivos que fueron (y son) “corruptos” para que en el imaginario popular en efecto sean asumidos como culpables; y moralizando la discusión política con el eje de la corrupción como pivote, de forma que la gente naturalice que “todos los políticos son corruptos” con lo cual se desmovilizan las masas y se les quita la mayor arma que tienen las izquierdas que es justamente la movilización ciudadana. Todo esto, impulsa el surgimiento de nuevos lideratos de corte empresarial y globalistas que encierran la discusión pública en las lógicas empresariales de la eficiencia y el rendimiento. Macri y Duque en Colombia son dos productos muy acabados de esto último.
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador es un bálsamo ya que, precisamente, pone freno a esta embestida de las élites regionales ganando abrumadoramente con un discurso progresista que subvierte toda esta lógica neoliberal en el plano de la narrativa. López Obrador politizó a las masas mexicanas contra unas élites dirigentes y económicas que las preferían adocenadas y calladas. Puso en el centro discusiones centrales sobre la desigualdad, los privilegios de unos pocos, la soberanía nacional y el gobierno al servicio de la gente.
La hegemonía de las derechas que han vuelto a los gobiernos se basa, como vimos, sobre todo en un relato. Y, al ser así, se advierte una hegemonía endeble puesto que es un relato que la propia realidad puede desmontar (lo cual ya le está pasando a Macri en Argentina y por ello la actual vulnerabilidad de su gobierno). La hegemonía que construyeron los gobiernos progresistas en la década pasada estuvo cimentada, en buena medida, en transformaciones materiales tangibles que modificaron los medios de reproducción de vida de millones de latinoamericanos. Había, desde luego, un relato y una estética de lo popular, pero ello iba de la mano de una materialidad. La batalla cultural se perdió precisamente porque no se logró traducir esa materialidad en sentido común nuevo. Esto es, en nuevos horizontes desde los que la gente organizara y proyectara sus vidas.
La extraordinaria victoria de López Obrador es importante de cara al reposicionamiento de las fuerzas progresistas en la región por tres elementos claves: 1. da un giro nuevamente hacia lo popular-progresista en la región debido al peso específico y simbólico que tiene México; 2. vuelve a colocar en el centro la política de demandas populares y movilización, esto es, la politización como forma de gestionar lo político y generar adherencias ciudadanas; y 3. debilita sustancialmente el injerencismo neocolonial e hipócrita que, timoneado desde Washington, gestionan países de la región -sirviendo de peones- en contra de países gobernados por líderes y procesos políticos que no responden a los intereses imperiales y trasnacionales.
De momento triunfamos todos en la región en esos tres órdenes. Queda por ver, como dijimos al principio de este análisis qué, efectivamente, termina siendo López Obrador en la presidencia. Sobre todo, qué le permiten hacer las circunstancias y la pléyade de factores (económicos, geopolíticos, política interna, sociales, culturales, etc.) que condicionarán su mandato. Debemos estar atentos y, desde nuestras singularidades nacionales y posibilidades materiales, apoyar para que sea un proceso fuerte el encabezado por López Obrador. Porque de esa fortaleza vamos a beneficiarnos todos los que luchamos por una América Latina soberana, próspera, justa, pacífica y humana. Eso sí, dando la lucha desde horizontes y discursos progresistas atemperados a los tiempos que sean estratégicos y en diálogo con el mundo de hoy.
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