¿Quo vadis, Alberto...?
- Opinión
¿Habrán pensado, siquiera por un instante, qué es lo que sucedería en América Latina si el proceso bolivariano fuera derrocado? ¿Creerán que ello beneficiaría al peronismo, a Alberto Fernández, a la democracia?
En Venezuela hubo chavistas degollados en las calles y quemados vivos; hubo odio en estado incandescente. Eso no fue invento de Maduro. Lo recogieron observadores imparciales del tipo Rodríguez Zapatero. Pero de ello no se hicieron eco ni el Post ni el Grupo Prisa en el mundo, ni la prensa de derecha de la Argentina ni, incluso, cierta prensa progresista también de la Argentina. Sin embargo, todos ellos, a una o en sucesiva sandunga coral, no perdieron ni pierden ocasión para denunciar las represiones autodefensivas -y excesivas las veces que lo hayan sido- que el gobierno venezolano tuvo que implementar por derecho y con legitimidad incuestionable.
No hay ninguna prueba que abone que el del presidente Maduro sea un gobierno que sistemáticamente viola los derechos humanos y que se niega a investigar las denuncias. Linda con lo obsceno acusar al gobierno venezolano de ejecuciones extrajudiciales y ausencia de investigación sobre esas muertes. Denuncias como esa imputan sistematicidad en la ejecución extrajudicial y represión constante como política del Estado venezolano, ya que es dable presumir que no se está refiriendo al impulso loco de algún policía que haya delinquido. Y esto es mentira.
Si dejamos de lado, por un instante, la quiebra moral que significaría especular con la conducta de un organismo de crédito, en el caso, el FMI, todavía podemos preguntarnos: ¿por qué Estados Unidos le diría la verdad, hoy, a Alberto Fernández, y no le mentiría, como mintió en Irak para derrocar a un gobierno? ¿Por qué no volvería a apuñalar por la espalda a alguien a quien primero palmea en el hombro, como hizo en Libia con Gadafi?
Pero ese, como decimos, no es el punto, al menos no es el punto central. El punto es que cuando decidimos cambiar decisiones del FMI por política exterior estamos despojándonos de lo único que puede fortalecer nuestra debilidad política: los principios. Y no hay que ser Fidel Castro para tener principios; alcanza con López Obrador, con quien Alberto Fernández parecía tener afinidades, ahora dinamitadas por una decisión tan insensata como reñida con la moral. No se acepta dinero (dinero en expectativa, por lo demás) a cambio de decepcionar a amigos y simpatizantes. Ahora sí que estamos solos. La derecha nos sigue odiando y el progresismo ya no nos cree. Es lo que quería y quiere la derecha.
A la Argentina le faltan estadistas de cuño obrero y popular. Cuando aparece alguno y la derecha alucina peligro inminente, lo destruye por anticipado. Y puede destruirlo porque viene corriendo al progresismo, desde hace décadas, con el cuento de la libertad de expresión, que en la práctica esa derecha desmiente y desnaturaliza trocándola en monopolio corporativo de la información y hasta del papel para fabricar diarios. Con esas armas -con el papel y la posverdad- hace contrainsurgencia preventiva la derecha.
Menem mediaba en una guerra entre hermanos, entre Perú y Ecuador y, por abajo de la mesa, le vendía armas a Ecuador. Un horror desde la política y un horror desde la ética. Anillaco no nos dio un presidente, nos dio "eso", ese horror, ese inenarrable horror. Porque traicionar a Perú era, también, traicionar a quien nos había apoyado en la guerra de Malvinas, cuando los apoyos no abundaban. Con este voto del 6 de octubre, en el 45° período de sesiones del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, estuvimos junto a Inglaterra y no con la noble Venezuela que nunca tuvo dudas acerca de qué color tiene soberanía política sobre las Islas del Atlántico sur. ¿Es igual aquello y esto? No. Pero es muy feo ... Y no suma. Si Guaidó puede ser presidente sin un solo voto, mañana, aquí, puede ser presidente Espert. Así, es la democracia la que está en riesgo con decisiones como la que da pábulo a esta nota.
En Venezuela, los que presentan candidatos pierden y los que no los presentan no lo hacen para no perder. Esto ocurre porque, de Chávez en adelante, el pueblo pobre irredento de ese país ha podido comenzar a mandar sus hijos a la escuela, algo que no ocurría ni con Jóvito Villalba, ni con Rafael Caldera, ni con Rómulo Betancourt, ni con Gustavo Machado, todos ellos, ya hoy, la vieja política, Caldera católico y los otros tres del progresismo blanco de la época. Más viejo que ellos, Marcos Pérez Jiménez fue un dictador cuartelero y sanguinario, pero como reportaba a Washington nadie lo ninguneaba de "dictador". Todo eso terminó con los bolivarianos y el pueblo pobre que los sostiene barrunta que en tres o cuatro generaciones más, eso de ser ingeniero, médico, artista plástico, astronauta o laureado deportista podría ser para todos, no sólo para los hijos del dinero, como lo fue siempre, sin bloqueo eso sería una realidad por eso Estados Unidos bloquea y los "defensores de los derechos humanos" no dicen nada, no es tan complicado el dramatis personae que desempeña cada uno, al fin y al cabo.
¿Aconsejó Maduro torturar opositores? ¿Se mofó de los torturados? ¿O eso lo hizo Bolsonaro en plena sesión del Parlamento brasileño? ¿Y su vena humanitaria, la del gobierno argentino, no se conmueve por eso? ¿Tiene legitimidad de origen Bolsonaro, con Lula preso para que no le ganara la elección? ¿No la tiene Maduro, a quien ni Bachelet le atribuye tal déficit? La abstención, si no se quería ir más allá, era un camino todavía honorable.
El voto del Consejo de DD.HH. de la ONU tiene como antecedente la "doctrina" Bachelet. Los informes de Bachelet están en línea con las políticas injerencistas del Departamento de Estado en América Latina y en particular en Venezuela. A tal punto esto es así que cuando se alude a esos informes no se resaltan en primer lugar las pruebas de lo que en ellos se dice, sino las sedicentes calidades morales de la presidenta de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, la señora Bachelet. Pero esto es una falacia ad-hominem al revés: no se nos propone dudar de la veracidad del emisor del mensaje porque éste es malo, sino creer en la verdad de lo que dice porque es bueno.
El sistema institucional venezolano contempla el poder popular y esto resulta ser el núcleo innegociable de los bolivarianos. Entonces, no hay que derrocarlos por sus errores sino por sus aciertos. Y tiene que ser ahora porque se va haciendo tarde y todas las "soluciones" vienen fracasando. Es una pena que especulaciones bastardas hayan colocado a la Argentina como actor regional al servicio de hipótesis de conflicto que, si son también las nuestras, lo son porque la soberanía nacional que defiende Venezuela debería ser, asimismo, para nosotros, principio compartido. Por el contrario, hemos jugado, aquí, como función de la geopolítica estadounidense en América Latina.
Una mujer argentina, Alicia Castro, en una actitud que la honra y que nos salva un poco la ropa, ha dicho, en el flamígero J'accuse con que renunció a la embajada en la Federación Rusa, que Venezuela no merecía esto. Y graficó: "Los países de la Unión Europea tienen tanto derecho a inmiscuirse en las elecciones en Venezuela, como a Venezuela le cabe dictaminar en las elecciones francesas". La Argentina necesita muchas mujeres (y varones) como Alicia Castro.
El poder real de la Argentina es ese al que se refirió Alfredo Zaiat: los grupos Techint y Clarín y satélites. Ese poder real nunca estará conforme con un gobierno que, aunque ceda a sus presiones, sigue estando ahí, en el gobierno. Hasta por una cuestión de economía de procedimientos ese poder real preferirá siempre a un gobierno propio pues a éste, al propio, no lo tiene que controlar. Alberto Fernández podrá hacer lo que ese poder real quiera en cada momento de importancia estratégica, pero siempre lo hará por obra de las presiones o del control. Con un gobierno propio, en cambio, ni siquiera hay que perder el tiempo en vigilancias. Esa es la brújula que parece haberse perdido. Con ciertas concesiones no se gana fuerza; por el contrario, aumentan la debilidad porque el respeto que deberíamos inspirar tiende a perderse.
Atardece y el crepúsculo envuelve en sombras a los violentos. Siempre es demasiado tarde para hablar del tiempo, dijo el ínclito Derrida. Pero hay que hacer aparecer el tiempo, y hay que hacer aparecer la historia. La globalización no nos ha vencido y Venezuela ya ha hecho aparecer el tiempo y está haciendo aparecer la historia. De eso se trata y no hay que tener miedo de decirlo. Mucho menos cabe cambiar dinero por ideas.
Sin embargo, el Frente de Todos es un frente, es decir, hay de todo en su interior. Hay que saber, entonces, que, de cara al futuro, no las tenemos todas con nosotros, ni mucho menos, pero sí algunas. Se viene una vacuna y una salida más o menos airosa de la pandemia. Y se viene un repunte de la economía por obra de una negociación brillante cuyo mérito es para Martín Guzmán y su jefe político, el presidente Alberto Fernández. Ambas gratificaciones implicarán una mejora en la ponderación popular de su gestión. Allí hay que mirar, sin permitir que la coyuntura nos tape el bosque. Hay que seguir en un Frente de Todos que, precisamente porque es de todos, no es ni va a ser de la derecha. El momento para sustituirlo por otra construcción política no es ahora.
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