Viaje a los movimientos sociales que cambiaron América Latina
Crónicas del estallido
30/07/2014
- Opinión
Indice
Prólogo, Raúl Zibechi
Introducción
Argentina
«Murió Néstor»
«Alegría»
«Está usted despedido, jefe»
Hacia la Patagonia
Los colores de Zanón
En el país de la soja
Ruta 40 hacia el norte
Bolivia
El gasolinazo
Mamá Coca
«La primera victoria contra el neoliberalismo»
«El temblor viene de abajo»
El Alto de pie
«El fin de los libros sagrados»
«Un Estado salpicado de pueblo»
«Un paraguas contra la lluvia ácida neoliberal»
Perú
Las diez vidas de Hugo Blanco
Entre el Ejército y Sendero
«Dueñas de su destino»
El ritmo del Chino… en la cárcel
Tarde, pero puntual
Ecuador
El primer barril de petróleo
Los guardianes de la selva
«Como la paja del páramo»
En Ecuador también: «Que se vayan todos»
La Revolución Ciudadana
«Extractivismo del siglo xxi»
Colombia
Cauca: «Tierra para la gente, gente para la tierra»
Chocó: palenques, cimarrones y comunidades negras
«Este corrido se les ha terminado»
La potencia del dolor
Nicaragua
Victorias y derrotas de la Nicaragua sandinista
La revolución de las mujeres
El Salvador
La campana que salvó a Guarjila
La mara neoliberal
Guatemala
¿Problemas de memoria?
«Las mujeres rompen el terror»
Después de la tormenta
Una nueva era para las comunidades mayas
México
De Chiapas al cielo
Los machetes de Atenco
La Comuna de Oaxaca
Presidente deslegitimado busca guerra
«La Parota ya cayó»
Prólogo
Raúl Zibechi
La historia de los que no tienen historia
Aunque existe una larga experiencia que avala la importancia de las pequeñas iniciativas locales en la gestación de los movimientos que han cambiado el mundo, así como de las innovaciones que nacen en los márgenes y luego se difuminan hacia el resto de la sociedad, el pensamiento hegemónico en las izquierdas y las academias sigue centrado en los grandes acontecimientos y en el papel de los dirigentes. Como si la historia y los relatos políticos y sociales fueran escritos en torno a los sucesos en las grandes alamedas y por las intervenciones providenciales de los líderes, opacando así la cotidianeidad de la gente común en la que unas y otros beben y se alimentan.
Esta historia de episodios heroicos y acontecimientos trascendentales tiene, desde hace medio siglo, una contrahistoria que aún no ha conseguido instalarse en el alma y en el cuerpo de nuestras izquierdas sociales y políticas. En la historia tradicional del movimiento obrero, como señala Castoriadis, «las fechas de las huelgas y las insurrecciones reemplazan en ella a las batallas, los nombres de los líderes o de los militantes heroicos a los de reyes y generales»1. Son relatos producidos por una cultura elitista que se resiste a dar paso a nuevos modos de sentir la vida; una vieja cultura que se asienta en la inercia de cierto sentido común que es funcional a las nuevas camadas de jerarcas, enancados en la protesta popular, pero que al reproducir viejos paradigmas anuncian que los cambios son tan superfluos como poco duraderos.
En los márgenes del relato hegemónico empiezan a aparecer otros relatos, que ponen en el centro a la gente común, a los más diversos abajos, a los ninguneados de siempre: mujeres indias y negras, niñas y niños, situados siempre en el escalón simbólico más bajo del imaginario político y social. Aunque duela decirlo, la izquierda y la academia encuentran razones para no considerarlos sujetos, sino apenas seguidoras, aplaudidoras, personas que solo entran en la historia a través del discurso del dirigente, en general varón, escolarizado, bienhablante y, por tanto, referente ideal para analistas que, en general, son reclutados en ese mismo estrato social y cultural.
Por el contrario, los relatos y análisis políticos, históricos o periodísticos deberían parecerse a un arcoíris en el cual quepan todas las formas de ver y sentir el mundo, sin que ninguna se coloque encima de la otra, para que contengan tantos colores como la vida misma, cada uno con sus matices, gradaciones y escalas. La historia de la gente común no puede reflejarse en un tapiz de un solo color o en un relato único, que siempre serán afines a las clases dominantes. Una historia monocolor sería como un monocultivo, homogéneo, igual a sí mismo, un desierto incapaz de reflejar la diversidad de la vida real de los hombres y mujeres que hacen la historia.
Ciertamente, hilvanar escritos inspirados en esta concepción del mundo requiere de las artes y talentos de los artesanos. Personas capaces de cincelar historias de vida, esculpir narraciones y repujar relatos con la delicadeza, la perspicacia y la ternura del artesano. Quiero decir que no se puede poner a la gente común en el centro del escenario sin amarla, sin dejarse estremecer por sus sufrimientos y regocijarse con sus contentos. Lo que supone, a la vez, respeto sin veneración, ternura sin caridad.
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