África: la última frontera
Cultivos genéticamente modificados
25/02/2004
- Opinión
De nada parecen haber servido las protestas de 2003
contra la introducción de cargamentos de maíz transgénico
en África Subsahariana como parte de la ayuda alimentaria
ofrecida a las víctimas de la peor hambruna de las
últimas décadas, ni la resistencia de países como Zambia
a aceptarlos.
La Agencia Estadounidense para el Desarrollo
Internacional (USAID) vuelve a la carga a través de una
campaña de marketing hábilmente concertada con entidades
públicas y privadas, vinculadas a la industria
biotecnológica, para promover el uso de alimentos
genéticamente modificados y extender el uso de estas
tecnologías en el continente, con la poco (y mal) oculta
intención de convertirlo en un campo de pruebas al aire
libre para sus productos de dudosa fiabilidad.
El "afán" de ayudar ahora tiene otras aristas, y tras el
empeño no aparecen las imágenes de personas reducidas a
carne y huesos, ni niños de aspecto cadavérico con sus
barrigas hinchadas y sus brazos y piernas delgadas. Esta
vez el hambre no es sólo de pan, sino también de
conocimientos y recursos, tanto materiales como humanos,
que forman parte de la larga lista de carencias del
continente negro, devenido "cuarto mundo" durante medio
siglo de historia supuestamente independiente, y un
complejo proceso de "desarrollo a la inversa", en medio
de múltiples presiones externas e internas.
En vista de la resistencia que despertó el año pasado el
intento de alimentar a los famélicos con maíz
transgénico, los cerebros de la industria reconocieron la
necesidad de trabajar el terreno con más tacto, optando
por crear primero las condiciones para favorecer la
aceptación de los productos genéticamente modificados
(GM).
Para ello, en el ámbito de un nuevo proyecto, USAID
dedicará en total unos 40 millones de dólares -que serán
invertidos a través de diversas entidades y consorcios
occidentales- para crear capacidades de investigación en
biotecnología, elaborar los marcos legales de la
bioseguridad y facilitar la diseminación de productos GM
en el continente.
Si pensamos en los términos en boga de la sociedad del
conocimiento, tal apoyo sólo nos puede parecer loable,
pero las leyes del mercado lamentablemente tienen la mala
costumbre de trastornarlo todo. La extrema pobreza de los
países en cuestión, su crónico subdesarrollo económico y
la dependencia cultural y científica del Norte hacen
sospechar hasta al menos avezado.
Parece más que evidente que las investigaciones a apoyar
con recursos se dirigirán, obviamente, al objetivo
confesado de extender los cultivos transgénicos en un
continente extremadamente vulnerable en todos los
sentidos, mientras la ayuda legal para formular políticas
nacionales de bioseguridad buscará, sin duda alguna,
condicionar la toma de decisiones, debilitando las
regulaciones propuestas para hacer frente a la invasión.
Los mismos que no se cansan de criticar a los Estados
africanos -debilitados in extremis por las políticas de
ajuste estructural aplicados desde los años 80 por el
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial-, por su
corrupción y su incapacidad administrativa (males que
efectivamente padece), buscan impedir de este modo que
éstos cumplan con su función regulatoria, como expresión
de soberanía nacional, en un asunto de tanta
trascendencia para el futuro.
Si en Europa los temores con respecto a los transgénicos,
se consideran más que justificados, las reticencias
africanas de abrir el continente a estos productos tiene
aún más razón de ser. Allí, la evaluación de los riesgos
de los GM no sólo resulta extremadamente compleja debido
a las carencias materiales y al atraso tecnológico: el
medio ambiente del Sur agrava los peligros. Mientras los
microorganismos eventualmente "escapados" de un
laboratorio del Norte mueren en breve por las bajas
temperaturas externas, en estos países el propio clima
tropical o subtropical favorece su supervivencia y
multiplicación. La extraordinaria biodiversidad de África
incrementa a la vez la posibilidad de que los genes de
los cultivos artificiales pasen a las especies locales,
dando inicio a un proceso de cruces incontrolable, ya no
sólo para los países afectados sino también para las
empresas multinacionales que tan dueños creen ser de
estas tecnologías hoy por hoy poco fiables.
No es de extrañar, por tanto, que el grupo africano haya
sido uno de los más combativos durante la aprobación en
el año 2000 del Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad
-el único instrumento del derecho internacional para
proteger la biodiversidad de los riesgos potenciales de
los GM y que permite a los países menos desarrollados a
rechazar la entrada de estos productos en su territorio-
que entró en vigor en septiembre pasado tras su
ratificación por más de 70 países.
Los esfuerzos cada vez más insistentes de la industria
biotecnológica de penetrar en el mercado africano han
generado también otras formas de resistencia: la Unión
Africana elaboró una "Legislación Modelo" para favorecer
el trabajo legislativo que los países del continente
deberán llevar a cabo en esa materia. Su aplicación, sin
embargo, se ve frenada por iniciativas como las
financiadas desde ahora por USAID y por la conjunción de
presiones externas con cuestionables políticas dentro del
mismo continente.
La República Sudafricana, uno de los principales
productores de transgénicos a nivel global, desempeña un
papel de "puerta grande" en este juego político: fue uno
de los primeros países del mundo que autorizó el cultivo
de maíz blanco GM para consumo humano y, hasta hoy,
constituye una vía de entrada de estos productos. Su alto
nivel de desarrollo tecnológico, relaciones privilegiadas
con Occidente y su abrumador peso económico frente al
resto de África Subsahariana hacen prever que sus
políticas serán imitadas -de buena gana o con
reticencias- produciéndose un efecto dominó primero en la
región meridional y luego en el resto del continente
negro, como apuntan autoridades reconocidas en la
materia, como el jurista Mariam Mayet, presidente del
Centro Africano de Bioseguridad, con sede en la propia
RSA.
Su habitual apertura a las nuevas iniciativas más
cuestionables da pie a intentos como el de la gigante
empresa de biotecnología Monsanto que, según denuncian
organizaciones ecologistas sudafricanas, hace apenas
algunas semanas solicitó allí la aprobación y el registro
de su trigo transgénico, un producto virtual que todavía
no se cultiva en ningún lugar del mundo a escala
comercial.
Un eventual "sí", que no es nada improbable, ayudaría a
la empresa a buscar la aprobación de las propias
autoridades de EE.UU. y Canadá, que llevan tiempo
estudiando la misma solicitud sin haberle dado luz verde
hasta el momento. Parece una curiosa coincidencia de
maleficios que para el trigo GM se utilizara como
herbicida otro producto de Monsanto, Roundup, basado en
el glifosato, tristemente célebre por su uso como
defoliante en la selva colombiana contra los cultivos de
coca, que causa enormes daños ecológicos.
Para dar una idea de las implicaciones económicas de esa
eventual aprobación basta con dos datos: que África
importa anualmente más de 30 millones de toneladas de
trigo, y que EE.UU. busca este año aumentar en ocho veces
sus exportaciones de ese alimento al continente negro.
Si a todo esto agregamos los esfuerzos de tres grandes
multinacionales como Monsanto, Syngenta y Dow
AgroSciences, apoyados por USAID, para reconvertir los
campos de algodón de África Occidental -en primer lugar
Malí, Burkina Faso- en zonas de cultivos transgénicos, el
empuje concertado parece más que evidente.
Y, frente a ello, las organizaciones ecologistas,
asociaciones campesinas y otras organizaciones civiles
empeñadas en divulgar los riesgos de la manipulación
genética tanto en los círculos de poder como entre la
población rural mayoritariamente analfabeta y muy ajena a
las complejidades de la ciencia moderna; merecen todo el
apoyo de la opinión pública mundial con sensibilidad
medioambiental.
* Edith Papp es periodista. Agencia de Información
Solidaria
https://www.alainet.org/es/articulo/109476?language=en
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