Construcción inconclusa de la nación colombiana

21/08/2008
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La sociedad colombiana ha vivido un proceso continuo y sistemático de ejercicio de la violencia, como mecanismo de actuación política en los últimos sesenta años. Esta violencia ha marcado profundamente la agenda política del país, ha ocasionado estragos en lo más profundo del alma nacional. Sobre estas consecuencias no somos lo suficientemente concientes, lo cual por lo demás, ha dificultado la construcción de un proyecto compartido de nación.

La violencia es la expresión de inconformidades en el ordenamiento social, principalmente en las estructuras agrarias, aunque no exclusivamente en ellas, pero si con un predominio de actores provenientes del campo que han recurrido a la violencia, bien para defender el orden de propiedad rural o para cuestionarlo, por supuesto, con todo el andamiaje político, cultural e institucional que supone la defensa de una estructura de propiedad tradicional.

El uso sistemático de la violencia tanto por los insurrectos retadores, o por los defensores del orden establecido o de nuevos actores que han acumulado un poder tanto económico como militar, como los narcotraficantes, por ejemplo, que establecen alianzas con quienes tradicionalmente han detentado el poder, han obstaculizado la construcción de un pacto social y también la creación de unos mecanismos de regulación de los conflictos ampliamente compartidos. Estamos hablando por supuesto de un conflicto que ha mutado y ha transformado su dinámica. Es lo que pretendemos mostrar en este ensayo, en relación a las implicaciones que ha tenido el uso de la violencia en la construcción de la nación Colombiana, como una realidad simbólica, que abarque al conjunto, sin excluir ni atropellar a ningún grupo social, independientemente de sus posturas e intereses.

Las raíces de la violencia

Afortunadamente contamos con una amplia bibliografía y también con una amplia reflexión social sobre las causas, actores, desarrollos de los procesos de violencia; aunque esta amplia producción, no se corresponde con la forma como la sociedad colombiana, entiende y asume los procesos ligados con lo que genéricamente llamamos la violencia. Muchos atribuyen esta realidad a que la mayor parte de los enfrentamientos más desgarradores se han dado en lo profundo del mundo rural y los conglomerados urbanos se enteran de manera muy parcial, esporádica y con cierta abulia, de lo que genéricamente hemos denominado como la violencia en Colombia. Obviamente la percepción de dicha violencia es diversa aunque el denominador común hoy es que luego de sesenta años de permanente ejercicio de la fuerza, hay en la sociedad colombiana un sentido de hartazgo y un deseo profundo de pasar la página, no importa como ni de que manera, y es desde esta percepción que se ha formado una amplia opinión mayoritaria que apoya al presidente Uribe, pero que adolece, niega o evita, mirar las raíces del conflicto.

Este es un conflicto que tiene tres grandes componentes: una inequidad profunda en la tenencia de la tierra, una exclusión de la participación política y un atropello sistemático a quienes disientan o enarbolen otro proyecto de sociedad y los tres elementos se han mantenido a lo largo de sesenta años, por supuesto mutando, acomodándose a nuevas realidades y ajustándose a nuevos cánones de relaciones.

Cuando decimos que en la raíz del conflicto, se encuentra un uso sistemático de la violencia alrededor de la cuestión agraria, solo estamos constatando una realidad de profundas inequidades y atropellos sufridos por millones de campesinos y campesinas que han sido expoliados en sus propiedades, a los que se les ha negado lo básico para su existencia, la tierra, y que han sido empujados a ir a colonizar nuevos territorios, para luego volver aplicarles una dosis de violencia o de políticas estatales que desestimulan o hacen inviable su proyecto de vida.

Nos referimos a una política permanente y sistemática que empuja a millones de campesinos a las márgenes de las fronteras agrícolas, o que los expulsa a los cinturones de miseria de nuestras ciudades.

Igualmente en el núcleo duro de este conflicto, que deriva en violencia, esta en un régimen político que se cerró con el pacto del Frente Nacional, a la competencia política. Solo era admisible y permitida la alternancia y la milimetría bipartidista entre liberales y conservadores que se repartieron la burocracia estatal y el presupuesto público. Frente a este panorama de exclusiones, muchos optaron por la rebeldía armada, en un contexto en el cual se desarrollaban grandes tensiones en el mundo, como lo fueron los años sesenta, en que se presentó un auge de movimientos y luchas sociales y políticas en todo el continente americano y en el mundo en general. Muchos de quienes tenían vocación por la política ingresaron a agrupamientos armados ante el cierre de los espacios democráticos; la militancia de estos grupos armados se alimentó de sectores del campesinado excluido también, de una generación de jóvenes con sueños de cambio y de sectores críticos de las instituciones tradicionalistas como la iglesia católica que vio florecer un gran debate y una rica disputa sobre distintos proyectos de sociedad, animados desde las más altas jerarquías y expresadas para el caso de nuestro continente americano en la conferencia episcopal latinoamericana desarrollada en la ciudad de Medellín en el año de 1968 que deriva en una novedosa formulación de interpretación y de actuación en lo que se conocía como la teología de la liberación.

Son este conjunto de factores nacionales e internacionales, de ejercicio y competencia por el poder, los que animan el ejercicio de la violencia: durante este período se gestan las organizaciones insurgentes que hasta el día de hoy se mantienen en la sociedad colombiana.

En el año de 1964, se constituyen las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, como respuesta a un ataque del ejército gubernamental que se llamó la operación Marquetalia, en contra de campesinos colonos que residían en dicho municipio, esta confrontación se inició el 27 de mayo de 1964 bajo el gobierno de Guillermo León Valencia. Un grupo de 48 campesinos bajo el mando de Manuel Marulanda Vélez, deciden resistir y crean el embrión de lo que se fue consolidando como las FARC. El Ejército de Liberación Nacional, ELN, nace del seno de las juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal, MRL, amalgama de campesinos radicalizados, jóvenes universitarios en rebeldía y escisiones de las juventudes del MRL y otros movimientos, opuestos al pacto frente-nacionalista. El 7 de enero de 1965 un grupo de combatientes se tomaba la población santandereana de Simacota y desde allí anunciaba la creación del Ejército de Liberación Nacional, ELN.

La hibernación de la violencia en los años setenta

La sociedad colombiana de inicios de los años setenta había sufrido importantes cambios se invirtió la distribución espacial entre el campo y la ciudad, si para mediados de los años cuarenta el setenta por ciento de la población vivía en las sociedades rurales y el treinta por ciento en pequeñas y medianas urbes, solo veinticinco años después, ya el sesenta por ciento se concentraba en las ciudades que habían crecido entre otras razones por la expulsión de millones de campesinos que tuvieron que migrar por el uso de la fuerza y el despojo de sus propiedades que quedaron en manos de terratenientes y los menos atraídos por las nuevas oportunidades económicas y los nuevos estilos de vida que se proyectaban desde las ciudades en contraste con la dura realidad de la vida agraria.

Son años de agitación social, las Universidades públicas y privadas cuestionan el poder, los contenidos curriculares, su sentido, todo se cuestiona, los campesinos, asumen las formas de organización promovidas desde el Estado y se dotan de una formidable organización gremial, la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC; los maestros y maestras descubren su gran potencial de movilización y su impacto sobre la vida comunitaria, en fin, hay un florecimiento de las organizaciones gremiales y aflora una gran riqueza de formas de expresión que en muchos casos obtienen como respuesta la dilación, la descalificación de la justeza de sus reivindicaciones y en no pocas ocasiones, el garrote y la bala. Nuevamente se empuja desde el poder a la ilegalidad y se alimentan los sueños insurreccionales. Cuando se escriba, en detalle, la historia de las guerrillas colombianas, se sabrá de la cantidad de maestros, campesinos, estudiantes, obreros y sindicalistas, que asumieron el camino de la rebelión armada, luego de haber transitado por las organizaciones gremiales y por la acción legal.
La persistencia de un régimen político y social, negado a las inclusiones, las reformas parciales, la aceptación del derecho de organización y protesta, donde todo lo interpretaba como ilegitimo y lo trataba como subversivo, alimento el conflicto, este no tuvo válvulas de escape, ni inclusiones de mayor eficacia.

Esta década, la de los años setenta alimentó los sueños insurreccionales, de minorías que no interpretaban bien los anhelos de cambio y de participación y ejercicio de derechos de amplios grupos sociales. Las organizaciones insurgentes se alimentaron además de un sentimiento nacional de cambio, de progreso, de inclusión social y como ya indicamos también se alimentaron de la frustración y cierre de los espacios democráticos frente a un bipartidismo excluyente y compulsivo.

Los años ochenta y el boom del narcotráfico


Para inicios de la década de los ochenta ya el país había vivido el auge de la producción y exportación de la marihuana, alucinógeno apetecido fundamentalmente en los Estados Unidos. Este ciclo de producción y exportación tuvo su auge en la década anterior y fue el promotor de unas redes sociales, relativamente amplias de empresarios de las drogas. Sobre esta experiencia se monta posteriormente la del tráfico y luego la producción de la cocaína y con ella florecen los llamados carteles de Medellín y Cali. Sin embargo, estos no fueron los únicos a lo largo y ancho del país, hubo personas dispuestas a emprender una acción en el negocio de las drogas que por su ilegalidad llevaba aparejada un amplio repertorio de practicas de violencia y vínculos con un amplio espectro de instituciones estatales y privadas, su capacidad económica y la necesidad de mantenerse en la impunidad y de legalizar sus capitales, llevó a los narcotraficantes a incursionar en las mas disímiles actividades y por supuesto, la política no podría estar excluida.

El tema del narcotráfico, tan extendido en Colombia fue posible por una articulación de factores, un estado débil en el control del territorio, unas instituciones permisivas con las practicas ilegales, una cultura que estimulaba el ascenso social a cualquier costo fundamentalmente en la cultura paisa un campesinado empobrecido y sin alternativas económicas que vio en la coca una posibilidad real de subsistencia y unos actores armados que vieron en estas rentas una posibilidad de darle soporte y sostenibilidad material y financiera a sus estrategias de guerra.

El narcotráfico va a complejizar todos los temas no resueltos en la sociedad colombiana y va a dar origen a un sector capitalista mafioso que va a irrumpir con una estela de violencia y criminalidad inusitadas, tornando el panorama social y político colombiano, mucho menos apegado a la norma y al respeto por los derechos de ciudadanía que son el fundamento de una democracia moderna. Este sector capitalista mafioso va a hacer alianzas con los sectores más proclives a mantener el orden de inequidades en el campo, esto es lo que en los años noventa conoceríamos como el paramilitarismo, con una agenda muy apegada al latifundio, las economías de la agroindustria y un modelo de expulsión del campesinado pequeño y medio que ha dejado como resultado la escandalosa cifra de cuatro millones de desplazados en los últimos veinte años y la apropiación a sangre y fuego de cuatro millones de hectáreas, cuya legitima devolución a sus verdaderos propietarios, esta en veremos.

Los intentos de pactos e inclusiones

En la medida en que la violencia ha sido ejercida por organizaciones que han desarrollado verdaderas culturas institucionales que tienen un propósito de agenciar unas intencionalidades políticas, ligadas al acceso y ejercicio del poder, sus actuaciones y lógicas de comportamiento han incorporado la posibilidad de adelantar negociaciones y pactos con el Estado colombiano, esto no es nuevo, ni mucho menos novedoso, en la experiencia mundial, en conflictos armados, siempre existe la posibilidad de adelantar negociaciones y siempre existen posibilidades de llegar a acuerdos que limiten el uso de la violencia o que pongan fin definitivo a ella, transformando las organizaciones armadas en partidos políticos apegados a las nuevas circunstancias que se pacten en su transformación.

Para el caso colombiano, esta es una experiencia ya cursada, hay una rica experiencia en procesos de negociaciones y pactos que permitieron la inclusión de organizaciones guerrilleras a inicios de los años noventa, encabezadas por el M-19 que dieron como referente político, la formulación de una nueva constitución que para algunos analistas, debe ser entendida como un pacto parcial de paz y un conjunto de reformas y nuevos referentes para el ordenamiento institucional, contrapeso de poderes, arquitectura institucional y un amplio repertorio de derechos que están más en el horizonte de la enunciación y el debe ser en su plena garantía y satisfacción. No hay duda que hay avances importantes en el país, relacionados con la implementación de la Constitución del 91, con un derrotero hacia la construcción de un Estado Social y Democrático de derecho, muy alejado del país consagrado al sagrado corazón de Jesús que se vivía entre 1886 y 1991, bien sea como realidades o al menos como imaginarios.

El fin de la violencia como método para agenciar proyectos políticos o para defender un orden social y de ejercicio de poder, no ha sido posible hasta el día de hoy, por que existen dos lógicas muy diferenciadas y distanciadas entre los defensores de este estatus y las guerrillas que quieren su destrucción, o por lo menos la proclaman. El estatus que se encuentra representado prioritariamente en el Gobierno que expresa la composición de poderes tradicionales establecidos y representados en los modelos políticos predominantes y los sectores económicos hegemónicos que han expresado su poder a través de toda nuestra vida republicana, por su parte, las guerrillas que representan fuerzas sociales minoritarias, cada vez más minoritarias, proclaman la necesidad de un cambio político a favor de las mayorías excluidas a las que dicen representar.

Por su parte, las élites establecidas aspiran a la derrota militar, al armisticio de las guerrillas o la deposición de las armas a cambio de garantías de participación política, en tanto que las guerrillas de las FARC y el ELN, aspiran a agendas sustantivas, Gobierno compartido, un reordenamiento de todos los ordenes de la vida nacional, es decir, las guerrillas aspiran a muchos cambios y las élites no ofrecen nada o muy poco, y por supuesto que hay un país ampliamente mayoritario que no se siente representado en las guerrillas y que no avalará negociaciones que no surjan de procesos democráticos. Pero, tampoco esas mayorías se negarían a pactar una agenda de cambios que permita la inclusión civil de las guerrillas, y algunas reformas que han sido postergadas, saboteadas y negadas por más de cinco décadas.

La nación colombiana y las distorsiones de la violencia

Un ejercicio de violencias tan extendido en el tiempo y con tantas comunidades afectadas ha perturbado la construcción de la nación Colombiana, como un territorio de inclusiones y garantías para todos y todas quienes la habitamos. Nos deja un estado inexistente en muchos territorios, una amplia deuda de impunidad, una profunda desconfianza con las instituciones públicas que no en pocos casos han sido actores de la ilegalidad y el crimen.

En el caso colombiano se puede afirmar que hay más territorio que sociedad y mucha más sociedad que Estado, lo cual implica enormes retos para la construcción de un proyecto compartido de nación. En medio de una sociedad tan violentada, cuyos conflictos más de fondo no han sido resueltos y muy por el contrario han sido distorsionados y ocultados por tantos años de violencia, hay una gran tarea pendiente, de ordenamientos y transiciones que nos permitan afirmar que tenemos un proyecto compartido de nación que por supuesto incluya y tramite los conflictos inherentes a la vida en comunidad.

La nación colombiana es un proyecto inacabado, donde la principal prioridad es superar el ejercicio de la política por medio de la violencia, si logramos superarla, mediante la puesta en marcha de pactos y de políticas de inclusión, habremos dado un paso muy significativo en un proyecto civilizador.

Bibliografía consultada

• Pasado y Presente de la Violencia en Colombia. Compilador. Gonzalo Sánchez. Editorial CEREC, 1983.
• Crónica de dos décadas de política colombiana, 1968-1998. Daniel Pacaut. Siglo XXI, segunda edición, 1989.
• La paz, la violencia: Testigos de excepción. Arturo Alape. Planeta, quinta edición, 1999.
• La reconciliación sostenible: el mayor reto de la paz. Francesco Vincenti. Ministerio del Interior, 2001.
• Informe de desarrollo humano para Colombia: El conflicto: Callejón con salida. PNUD, octubre de 2003.
• Las cifras del conflicto Colombiano. Diego Otero Prada, segunda edición, Indepaz, febrero de 2007.
• El avance hacia la reconciliación “Historia de un proceso. Presidencia de la República", junio de 1990.

Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas

Corporación Viva la Ciudadanía.

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