Una política criminal sediciosa…

15/08/2007
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Luego de que la Corte Suprema de Justicia advirtiera sobre la imposibilidad de considerar las conductas punibles de los integrantes de los grupos paramilitares como constitutivas del delito de sedición y de que el Presidente de la República anunciara un proyecto de ley sobre la materia, el Procurador General de la Nación ha hecho lo propio.

La propuesta del Procurador es, a primera vista, bastante razonable. Se trata de regular, por vía de ley, la aplicación de la figura de Suspensión del Procedimiento a Prueba, previsto en el artículo 326 de la Ley 906 de 2004. Esta figura consiste, básicamente, en que el Estado -–por conducto de la Fiscalía-- se abstiene de seguir el proceso penal, una vez se haya imputado un delito, a condición de que la persona cumpla con ciertas cargas. Si tales cargas se cumplen, es posible extinguir la acción penal. Es decir, el Estado se abstiene de acusar a la persona.

La propuesta es razonable porque (i) no implica introducir elementos extraños dentro del código penal; (ii) se aplica una medida existente y (iii) se resuelve el problema de los 19.000 muchachos que preocupan al Presidente. Por otra parte, finalmente alguien toma en consideración a las víctimas, pues se impone la obligación de seguir “un plan de reparación del daño causado con los delitos imputados”.

Sin embargo es posible advertir algunos problemas. El primero de ellos, de índole política. ¿Qué espera Colombia que ocurra con estas personas? Esta pregunta es necesaria porque a la fecha el llamado proceso de paz con los paramilitares se ha hecho en un solo sentido, sin involucrar a la opinión pública. Ésta se ha mantenido como un convidado de piedra, quien debe limitarse a asumir las decisiones estatales. Si bien es cierto, el Presidente es el responsable del orden público, no es menos cierto que la reconciliación nacional no se logra por decreto, sino por consenso.

Pues bien, ¿Existe consenso en que los soldados del paramilitarismo deben quedar impunes? Podemos admitir que un proceso de desmovilización implica necesariamente no juzgar a los soldados de las agrupaciones desmovilizadas, pero estamos lejos de aceptar que ello opere de manera automática. Así, no podemos admitir impunidad frente a actos barbáricos -–como la motosierra--, infames –-como violaciones--, y demás graves violaciones a los derechos humanos. Tampoco podemos admitir impunidad para quienes teniendo mando, tuvieron oportunidad de impedir la realización de tales actos. Esto lleva a un segundo problema.

¿Tenemos conocimiento de la estructura de los distintos grupos desmovilizados? Esta pregunta es central, pues sólo a partir de tal conocimiento existe posibilidad de establecer quienes estaban en posición de tomar decisiones o de impedir los actos que definitivamente no se pueden “perdonar”. Dado que no estamos en presencia de un proceso de perdón y olvido, cosa inadmisible jurídicamente (sólo hay que echarle un vistazo a lo ocurrido con los procesos de la Argentina o de Chile), es obligatorio establecer los reales responsables (de eso se trata la justicia) y, por lo mismo, condenarlos. Si se asume que los paramilitares tenían una estructura de mando (cosa que tenemos que asumir a fin de que no los tratemos como simples delincuentes armados, aunque, debe recordarse, de esto no se deriva una condición de delincuentes políticos), no podemos aceptar –-entre otras, por haberlo prohibido la Corte Constitucional-- que la orden superior libera al inferior. Quien tiene mando, y no nos referimos a los mandos últimos -–Mancuso, Jorge 40, etc.--, tiene el deber de ajustar su conducta a parámetros mínimos de humanidad (esta es la obligación derivada, entre otras razones, del Estatuto de la Corte Penal Internacional y de los Convenios de Ginebra). Por lo mismo, debemos conocer tales estructuras organizadas de poder criminal, para sancionar a quienes se excedieron.

Para nuestro desconsuelo, todo indica que tal información no existe. Si por alguna gracia existiera, no la conocemos. Pero asumamos que no existe. ¿Cómo distinguiremos entre quienes merecen la prueba y aquellos que deben ser sancionados penalmente?

El tercer problema está ligado a lo anterior. Como ha ocurrido con los temas penales, el Estado no ha dotado a la Fiscalía y, mucho menos, a la rama judicial, con los recursos suficientes para enfrentar la tarea de investigar e imputar un delito a los 19000 muchachos. Salvo el concierto para delinquir, el porte de armas (suponiendo que existe un registro de quienes portaban armas y los entregaron) y el uso ilegal de uniformes e insignias (suponiendo, nuevamente, que un registro sobre ello existe), no es posible, más que merced a una investigación exhaustiva, imputar otros hechos punibles. Pero, ¿acaso algunos de ellos no participaron de actos contrarios al derecho internacional humanitario, tráfico de estupefacientes, tortura, desplazamiento forzado? ¿Cómo hará la Fiscalía General de la Nación para investigar estos hechos?

Uno de los requisitos básicos para poder realizar tales investigaciones es poder entrar en contacto con los investigados e indagar en las zonas donde operaron. ¿Tiene el Estado colombiano tal información? ¿”Sabe usted” donde están los ex paramilitares? ¿Tiene el Estado control territorial sobre tales zonas? Ciertamente, el proceso de desmovilización, aunque implicó recoger información sobre la identidad de los desmovilizados, no parece que haya ido más allá, precisamente por cuanto se entregaban indultos, cual reparto de indulgencias papales. Simplemente, el Estado se olvidó de su deber de establecer la verdad plena y se limitó al problema logístico inicial.

Así las cosas, difícilmente se logrará proteger los derechos de las víctimas. Si bien, dado que se está frente a estructuras organizadas de poder criminal, la cabeza es responsable, también es cierto que los penalistas discuten sobre el alcance de dicha responsabilidad. ¿Qué pasa con los excesos? ¿Habrán ordenado los jefes de los paramilitares que se realizaran actos de pura y simple carnicería como el uso de la motosierra? No lo sabemos, pero no es improbable que muchas de tales acciones fueran realizadas más allá de las órdenes del jefe de la organización criminal. De ahí que si tales actos no les son imputables a los jefes, deben serlo a sus soldados. Pero, ¿cómo saber cual es el responsable?

Estas cuestiones, cabe señalarlo, no sólo se presentan contra la iniciativa del Procurador, sino frente a la aplicación de la Ley 975, lo cual es sintomático de la enorme farsa que vivimos. El Presidente está más preocupado por sus 19000 muchachos que por la suerte de las, hasta ahora, 80000 víctimas. Así, más que un caso extremo de formalismo jurídico, estamos frente a un uso simbólico del derecho, donde normativamente las víctimas se protegen, aunque en realidad al Estado “le importen un bledo”.

Tristemente lo anterior no es más que una repetición de lo que permanentemente ocurre con los grupos vulnerables en la sociedad colombiana y muy probablemente no veamos en esta oportunidad un cambio de rumbo. Que se mantenga el status quo no sería novedoso.

Sin embargo (y con esto no queremos demeritar la infamia del trato real a las víctimas), preocupan otros elementos. En el famoso auto de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia sobre la sedición, ella indicó que “no obra el Legislador dentro de los parámetros constitucionales cuando de manera caprichosa decide favorecer a quienes por una mera cuestión de azar se hallaban en una circunstancia que él resuelve calificar de privilegiada, sin que corresponda a la instrumentación de una política criminal razonada y razonable” (Negrillas en el original). Este punto ha pasado desapercibido en el debate, muy probablemente porque las víctimas merecen una mayor atención y a que nos resistimos a aceptar que es delincuente político quien el Presidente quiera. Sin embargo, frente a la propuesta del Procurador, estas palabras son sencillamente premonitorias y encierran uno de los problemas más hondos frente a las víctimas.

¿A qué política criminal responde la propuesta del Procurador? Esta pregunta es definitiva, pues esta propuesta introduce elementos de excepción al régimen ordinario, no sólo contenido en el código de procedimiento penal, sino también en el código de la infancia y la adolescencia. Por ejemplo, el artículo 199 de este último establece que cuando menores de edad sean víctimas de homicidio o lesiones personales bajo modalidad dolosa, delitos contra la libertad, integridad y formación sexuales, o secuestro, no es posible aplicar rebajas de penas, algunas modalidades de subrogados penales, modalidades del principio de oportunidad que propone el Procurador, entre otras. Cabe preguntarse si la propuesta del Procurador hará caso omiso a este nuevo régimen y se creará la excepción (otra adicional a las que permanentemente se crean por razones de privilegios) para los soldados paramilitares que hubiesen cometido delitos contra menores.

En definitiva, el temor es que además de la excepción que significa la ley de justicia y paz, ahora se proponga otra excepción. A este paso, la política criminal será una exceptuada. ¡Acaso eso no es un acto que afecta seriamente el funcionamiento del orden constitucional! Bueno, ese orden, al parecer, es excepcional también.

Henrik López S.
Profesor de derecho de la Universidad de los Andes

Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas Nº 75
Corporación Viva la Ciudadanía.

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