A propósito del informe de la CIDH sobre Ley de Justicia y Paz

19/10/2007
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
Cavilaciones a propósito del informe de la Comisión Interamericana sobre la implementación de la Ley de Justicia y Paz o una amarga reivindicación

El pasado 2 de octubre, se hizo público el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos relativo a la “implementación de la Ley de Justicia y Paz”. Este documento, seguramente dará mucho de qué hablar en el futuro y servirá de parámetro para evaluar este proceso y al Estado colombiano.

No es posible aquí analizar todos los puntos que se tratan en el Informe, pues analiza desde la desmovilización hasta la creación de nuevos grupos de paramilitares. Sin embargo, creo que uno de los puntos más importantes tiene que ver con el proceso de desmovilización.

Según informa la Comisión, se incurrió en varias irregularidades que le llevan a concluir que “la CIDH constató que no existían mecanismos para determinar cuáles eran las personas que verdaderamente pertenecían al bloque a desmovilizarse y que por lo tanto tenían derecho a recibir beneficios socioeconómicos, ni para establecer consecuencias, en caso de fraude1. A lo anterior se suma el que “los fiscales asignados [a las diligencias de versiones libres de desmovilizados] eran frecuentemente comisionados horas antes de su partida desde distintas zonas del país hacia la zona de ubicación. Conforme la información recibida, no pertenecían a una unidad especial ni recibía entrenamiento específico para la tarea sino que normalmente cumplían funciones en unidades de la Fiscalía dedicadas a la investigación de delitos tales como secuestro o terrorismo2, quienes aplicaron un cuestionario estándar3, por lo que “la toma de versiones constituyó un trámite meramente formal4.

De ahí que en sus observaciones finales indique que “los circuitos jurídicos previstos para el proceso de desmovilización de los miembros de las AUC reflejaron una falta de sistematización de los mecanismos destinados a identificar y determinar la responsabilidad penal por la comisión de crímenes. Los vacíos e inexactitudes generados en esa primera etapa tienen repercusión negativa en los procesos investigativos adelantados en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz y pueden llevar a la impunidad de los numerosos crímenes no confesos por los cuales no se adelantan investigaciones judiciales”.

Estas observaciones que hace la Comisión Interamericana de Derechos Humanos son inquietantes y deberían obligar a reflexionar sobre el proceso en sí mismo. Cuando se generó la disputa con la Corte Suprema de Justicia a raíz de la decisión de no equiparar la conducta de los paramilitares a sedición, el presidente Uribe expresó su preocupación por los más de 14.000 “muchachos”. Pues bien, luego de este Informe, deberíamos estar muy preocupados por esos 14.000 o más muchachos. No tanto por la definición de la manera de garantizar un indulto, sino, precisamente, por lo contrario: cómo investigar y sancionar a estos “muchachos” cuando han delinquido.

Detrás del manejo de estos asuntos, ha estado la idea de que los “muchachos” son “simples” soldados que cumplían órdenes. Es decir, en tanto que soldados, se ha entendido que ellos estaban sujetos a una férrea disciplina de tipo militar y, por lo mismo, amparados por ella. Así, no responderían por los actos ordenados por sus superiores.

Sin embargo, esta idea repudia al derecho. En el plano interno, la Corte Constitucional en varias oportunidades ha señalado que la obediencia debida no es absoluta. Así, en sentencia C-578 de 1995 precisó que “las órdenes militares violatorias de los derechos fundamentales intangibles e inescindibles de la dignidad humana, no deben ser ejecutadas y que, en caso de serlo, tales órdenes no podrán ser alegadas como eximentes de responsabilidad” y en sentencia C-431 de 2004 indicó que “ha sido sentado por esta Corporación5 que el principio de obediencia debida no equivale al de obediencia ciega o irreflexiva, por lo cual en ciertas circunstancias el militar subalterno puede sustraerse al cumplimiento de la orden superior. Como se dijo, la jurisprudencia ha limitado dicho principio en el ámbito de la disciplina militar a la observancia de las prohibiciones recogidas por el derecho internacional humanitario. Por ello, las órdenes militares violatorias de los derechos humanos intangibles no deben ser ejecutadas y, en caso de serlo, no pueden ser alegadas como eximentes de responsabilidad.

También lo ha analizado la Corte frente a las normas internacionales. Así, en sentencia C-225 de 1995, al analizar la constitucionalidad del “Protocolo adicional a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional (Protocolo II)" hecho en Ginebra el 8 de junio de 1977”, la Corte señaló:

no se puede invocar la obediencia militar debida para justificar la comisión de conductas que sean manifiestamente lesivas de los derechos humanos, y en particular de la dignidad, la vida y la integridad de las personas, como los homicidios fuera de combate, la imposición de penas sin juicio imparcial previo, las torturas, las mutilaciones o los tratos crueles y degradantes. Esta conclusión no sólo deriva de la importancia de estos valores en la Constitución colombiana y en el derecho internacional humanitario sino que, además, coincide con lo prescrito por otros instrumentos internacionales en la materia que obligan al Estado colombiano. Así lo consagra, por ejemplo, la "Convención contra la tortura, y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes" de las Naciones Unidas, la cual fue suscrita por nuestro país el 10 de abril de 1985, aprobada por la Ley 70 de 1986, ratificada el 8 de diciembre de 1987 y, por ende, en vigor para Colombia desde el 7 de enero de 1988. El artículo 2º ordinal 3º de esta Convención, la cual prevalece en el orden interno, puesto que reconoce derechos que no pueden ser suspendidos en los estados de excepción (CP art. 93), establece inequívocamente que "no podrá invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de la tortura".”

Estas advertencias y limitaciones sobre la obediencia debida deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar el informe de la Comisión Interamericana, ya que en términos del derecho interno (el que se suelen pasar por la faja muchos) y el internacional (al que tanto le temen otros) no admite que el Estado se haga el de la “vista gorda” frente a posibles violaciones de derechos humanos.

No se trata aquí de echarle leña al fuego, como podrían alegar algunos, bajo el rayado argumento de que la solución del problema de los “muchachos” es necesaria para la paz. La paz no puede pasar por la impunidad, salvo que exista una decisión de las víctimas de perdonar. Aquí debemos tener presente que bajo condiciones de una transición (aunque en Colombia no sabemos qué clase de transición estamos enfrentando, o si es que existe), no puede pretenderse que el Estado sea titular exclusivo de la acción penal –-cosa que opera ordinariamente, salvo los casos de acusación privada (o querella)--, sino que las víctimas, si así lo estiman conveniente y suficiente para satisfacer sus derechos, pueden, bajo excepcionales circunstancias, renunciar a ella. Naturalmente, esto, por otra parte, implica apartarse de la hipótesis de la jurisdicción universal perpetua y la competencia de la Corte Penal Internacional frente a graves violaciones de derechos humanos (así como el monopolio represivo del Estado).

Si vamos a tomar a las víctimas en serio, cosa que es un deber Estatal (aunque al gobierno “pareciera” olvidarlo), también debemos reconocer que son ellas, primariamente, quienes deben tener potestad para decidir la suerte de los procesos. La paz no es exclusivamente un asunto estatal (cosa que, de nuevo, olvida este gobierno). Una pretensión tal, es confundir paz con orden público, que son conceptos distintos: el segundo, puede ser parte del primero. Puede, no necesariamente es, cuando el Estado es parte de la solución.

En este orden de ideas, debemos empoderar6 a las víctimas a fin de que sean ellas quienes decidan la suerte de este “proceso de paz” (démosle gusto al gobierno con el uso de la expresión) y seleccionen las opciones de justicia que las reivindique en sus derechos y apacigüe sus espíritus.

Con todo, dada nuestra condición de seres humanos (cosas que, naturalmente, este gobierno también olvida), también somos víctimas colectivas de las acciones de los grupos paramilitares. Así, frente a graves violaciones de derechos humanos debemos ser todos, en la acepción más sencilla y pura -–todos, aquellos que somos seres humanos--, ser parte de esta decisión. Si el Estado ha de reputarse legítimo detentador del monopolio del uso de la represión y de la sanción, lo cual ha perdido al omitir su obligación de protección básica a la vida y la seguridad personal y de respeto y protección de los derechos humanos, éste ha de reconocernos el espacio de decisión que aquí se reclama. No se trata, adviértase, de sustituir el Estado (cosa que es sedición) o suplantarlo (cosa que es paramilitarismo), sino ser parte activa del mismo, como lo establece el artículo 2 de la Constitución al disponer que “son fines esencial del Estado… facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan”, es decir, que nos afecten. En suma, en los términos más kantianos, reconocernos nuestra “mayoría de edad”.

Aquí vale la pena recordar las palabras de Kant al definir la ilustración: “La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.”7

Pues bien, permitidnos entender, hemos de gritar. Permítanos decidir. Pero, para decidir necesitamos saber. Es indispensable que conozcamos todo lo ocurrido. No la verdad de Mancuso o Jorge 40. No la verdad de los comandantes, que, muy probablemente se limitaron a dar órdenes dentro del ajedrez de la violencia. Necesitamos que los soldados y “oficiales” de segundo, tercer o cuarto rango nos expliquen qué sintieron, por qué actuaron, cómo actuaron, dónde actuaron y, por encima de todo, porqué nos despojaron de la condición de humanos.

Este derecho, el derecho a reivindicar nuestra condición de humanidad, no puede ser expropiado. El Estado colombiano, y el gobierno en particular, no pueden disponer de él. Sin embargo, así ocurrió. Ocurrió cuando se nos negó, en tanto que humanos, el derecho a conocer al victimario; a conocer al ser que se bestializó.

Triste es para quien reivindica la condición de humano observar cómo el Estado no dispuso lo necesario para ahondar en la conducta de los “muchachos”. Nunca dejaremos de preguntarnos cómo no advirtió la necesidad de que las víctimas fuesen, ante la violencia de los hechos, quienes decidieran que se ha logrado justicia. Ante esto, el Estado colombiano está en deuda. Deuda que difícilmente podrá saldar.

Pero más triste aún es que luego del despojo, sólo se nos ofrezca impunidad. La Comisión ya ha advertido al Estado colombiano de este riesgo y, por lo pronto, el Congreso de la República sólo atina a intentar, con malabares jurídicos, “resolver” el problema de los “muchachos”.

No obstante, frente a la “paz” impuesta brutalmente, aún podemos reivindicar nuestra humanidad y exigir, hasta lograrlo, que el Estado responda y que alcancemos una paz construida a partir del reconocimiento pleno de los derechos de las víctimas. Al lograr esto, difícil la tendrán quienes insisten en la violencia como medio de lucha o quienes pretendan burlarnos. Difícil, porque ante el intento de imponernos acuerdos de paz de los cuales no seamos partícipes, ante el intento de impedir que juzguemos a quien pretendió deshumanizarnos, podremos decir: ¡NUNCA MÁS!

Octubre 19 de 2007

Notas

1 Parágrafo 14.
2 Parágrafo 21.
3 Parágrafo 22.
4 Parágrafo 23.
5 Cf. Sentencia C- 409 de 1992, C-225 de 1995 y C-578 de 1995
6 Disculpen esta nota, pero no podía aguantarme la tentación. Creí que empoderar era una traducción de empower, tan de moda. Según el diccionario de la Academia de la Lengua, esta expresión está en desuso (lo que significa que hay registros luego de 1500 pero no posteriores a 1900) y que corresponde a apoderar. Pero parece ser que el sentido actual si el de la traducción de empower, en el sentido de fortalecer la influencia de alguien. No estoy seguro de que apoderar corresponda a ello, pero puede ser por una manía jurídica. Ver: http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=empoderar

7 http://groups.msn.com/LiberteEgaliteFraternite/queslailustracin.msnw Capturado el 17 de octubre de 2007.

- Henrik López S. es profesor de la facultad de derecho de la Universidad de los Andes
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas
Corporación Viva la Ciudadanía.
semanariovirtual@viva.org.co 
www.vivalaciudadania.org

https://www.alainet.org/es/active/20271
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS