Esos derechos son universales

10/06/2003
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La Declaración de 1948 de las Naciones Unidas donde fueron inscritos los Derechos Humanos surgió en un espacio occidental. De ese orígen ha sido derivada una infundada acusación que todavía sigue escuchandose monotonamente como una ordinaria crítica a los derechos humanos: el de ser universalistas e individualistas y por lo mismo no tomar en cuenta, en su debida magnitud, los derechos de pueblos, "sociedades" y culturas. Particularmente, esa acusación ha provenido de sectores políticos que subscriben ideologías a) comunistas b) culturalistas y b) religiosamente fundamentalistas. Tres acusaciones infundadas De acuerdo a la ideología comunista, el ser humano, al ser una entidad social, no puede ser separado de las relaciones sociales a las cuales pertenece. Es por esa razón que cada conciencia individual es, según esa ideología, expresión de una conciencia de clase. Por lo tanto, los Estados socialistas, al establecer el primado de la conciencia de clase "proletaria" por sobre la "burguesa", se encontraban autolegitimados para defender los derechos de la supuesta colectividad que representaban frente a las clases "enemigas". De ahí que violar derechos individuales era, para ellos, una posición justa si se trataba de proteger y defender los llamados derechos sociales. De este modo, las dictaduras comunistas se arrogaron el derecho de asesinar a muchos disidentes, amparados en la doctrina de los derechos humanos colectivos. Esta es por lo demás la esencia de la doctrina totalitaria, que aún en nuestros tiempos subscriben estados como el chino, el coreano y el cubano. De acuerdo a la ideología culturalista, esas entidades colectivas que son las culturas, deben ser consideradas como unidades orgánicas, dotadas de vida propia, dentro de las cuales el individuo no es más que una minúscula parte de un todo, cuya existencia no cuenta más que la de una hoja respecto a un árbol. Las ideologías culturalistas, suponen, por lo mismo, que las culturas, al haber producido sus propios valores, no necesitan ni requieren de derechos políticos, y mucho menos extraculturales, y en ningún caso, extraestatales. Dicha doctrina es defendida por representantes de sistemas culturales cerrados que, o excluyen la existencia de, y por lo mismo la convivencia con, otras culturas, o que establecen una relación de dominación y de represión sobre otras culturas. Curiosamente, más que en las unidades culturales, dicha posición ha tomado fuerza en círculos occidentales que buscan hacer de cada cultura una entidad sacral que no puede ni debe ser alterada, por el sólo hecho de ser una cultura. Dicha posición abarca un espectro relativamente amplio que va, desde un culturalismo que defiende reservados culturales de a veces supuestos aborígenes con la misma pasión con que los ecologistas radicales defienden la intocabilidad de los eco-sistemas, hasta llegar a sectores que en nombre de la defensa de las culturas, incluyendo la occidental, postulan la marginación de otras culturas. El fundamentalismo religioso a su vez, que en cierto modo puede ser considerado como un derivado de la posición culturalista, supone que los derechos humanos al haber surgido de un orden secular, no tienen nada que hacer en ordenes socioculturales que se rigen de acuerdo a un orden religioso. No sin cierta razón, plantean sus exponentes, en Occidente, los humanos hubieron de inventar derechos políticos, nacionales e internacionales, debido a que el fervor religioso no era en sí suficiente para ordenar la vida colectiva, esto es, que los derechos humanos deben ser considerados como el producto de una ausencia de espiritualidad colectiva. A partir de esa constatación, que, repito, no es totalmente errónea, algunos sectores islámicos plantean que hacer valer los derechos humanos por sobre aquellos derechos dictados por Dios en pueblos dotados de una profunda espiritualidad, significa una blasfemia que no pueden ni deben aceptar. Dicha posición no es abogada sólo por sectores fundamentalistas, sino incluso por representantes religiosos relativamente abiertos al "diálogo intercultural". Como dicha posición se encuentra puesta en el centro del debate político, le dedicaré atención al comienzo de estas páginas, y más adelante trataré el tema de los particularismos políticos (es decir, ni culturales ni religiosos) Mas allá de los dioses Precisamente hace algunos días escuché decir en un foro televisivo a un representante de la religión islámica que los pueblos islámicos no requieren de dictado de los derechos humanos, pues todo lo que dicen esos derechos ya se encontraba en el Korán. ¿Para qué adscribir a unos derechos que no son sino la réplica del nuestro?, se preguntaba, con cierta lógica. Sin embargo, con el sólo hecho de hacerse esa pregunta, ese representante del Islam acusaba el carácter narcisista de su visión religiosa, pues estaba hablando en un país que no es musulmán. En esas condiciones, si ese representante del Islam hubiera entrado en conflicto con el orden político del país en que estaba haciendo esas declaraciones, no habría podido recurrir, para defenderse, a la doctrina del Islam por la sencilla razón de que no estaba en un país islámico. Para defenderlo, sus abogados habrían debido recurrir a la legislación de ese país; y si ésta no era suficiente para defender sus derechos, quisiera o no, habría tenido que recurrir, en algún momento, a la letra simbólica y secular de los derechos humanos. Por esa misma razón, cuando los derechos de ciudadanos islámicos son atropellados en determinados países europeos, éstos reclaman sus derechos inalienables que como ciudadanos les garantizan las constituciones estatales, y que como humanos, tienen su representación en la Declaración. Pero en ningún caso a la doctrina del Islam. Muchos trabajadores musulmanes que viven en países europeos no podían, objetivamente, estar de acuerdo con la tesis de ese religioso. Los derechos humanos no surgieron en primera línea para reglar las relaciones al interior de las culturas, pueblos y naciones, pues éstas ya están regladas por leyes, religiosas o jurídicas, pero sí, hay que convenir que uno de sus propósitos era reglar las relaciones entre culturas y pueblos, tanto al interior como al exterior de las diversas naciones. La aplicabilidad de los derechos humanos al interior de una entidad territorial, particularmente, de una nación, sólo entra en vigencia cuando no existen leyes o normas particulares, o cuando éstas han perdido su vigencia como consecuencia del derrumbe de un orden constitucional, o cuando se aplican mal, o cuando no se aplican. En ningún caso los derechos humanos pueden substituir a la Constitución de un país; ni siquiera a sus leyes religiosas, sobre todo cuando éstas se encuentran en conformidad con la letra de la Declaración, y son aceptadas por los miembros de una comunidad cultural o nacional. Pero a la inversa; ninguna Constitución o Código particular, mucho menos una doctrina religiosa, puede arrogarse la facultad de reemplazar la vigencia internacional de los derechos humanos, sobre todo cuando se trata de la regulación de intereses extra nacionales y extraculturales. Ese representante del Islam del citado ejemplo (podría haberlo sido de cualquiera otra religión) que decía no necesitar de la Declaración, bastándole sólo la letra del Korán, estaba revelando, sin darse cuenta, una de las razones por las cuales los derechos humanos son tan necesarios. Pues, las culturas, al ser culturas, son particularistas (o sino no serían culturas). Y cuando se declaran universales, entienden por ello una universalidad que se deriva sólo de su propia particularidad. Eso significa, además, que al ser particularistas, las culturas constituyen entidades autocentradas pues cada miembro de cada cultura supone que la cultura a la que el adscribe es mejor que las demás, pues si no fuera así, no adscribiría a esa cultura. De modo que cuando esas culturas se encuentran configuradas religiosamente, y casi todas las culturas lo están, suponen que el Dios que las representa en el mas allá es el verdadero. El problema se agrava cuando la configuración religiosa de cada cultura se expresa en religiones misionales y expansionistas, como son la cristiana y la islámica. Eso explica que cuando una cultura se establece como entidad hegemónica en un determinado espacio territorial, tienda a subordinar, e incluso a tiranizar a las culturas minoritarias. En ese sentido, habría sido interesante preguntarle al representante televisivo del Islam que negaba la vigencia universal de los derechos humanos en función de una particularidad religiosa- cultural, si esa, su opinión, podía ser compartida por las minorías no islámicas que habitan en países islámicos, y por supuesto, si podía ser compartida por las minorías islámicas que viven en países no islámicos. Tanto las unas como las otras –y así sucede con todos los pueblos y culturas y religiones que constituyen minorías en determinadas unidades nacionales– tienen que aceptar, quieran o no, la inevitable blasfemia de que más allá, y a veces, por sobre el derecho divino o ideológico al que ellos adscriben, hay derechos humanos que son políticos, es decir, ni religiosos ni ideológicos, y que rigen para todas las naciones representadas en la ONU, y para todas las culturas que los requieran; y que si ellos no pueden o no quieren cometer esa blasfemia al interior de una cultura, si tienen que aceptarla, por lo menos al exterior de ella. No tienen, por lo demás, otra alternativa. Lo contrario significa caer en el infierno de los talibanes; o en algo que se le parezca. Esa necesaria blasfemia Es esa necesaria blasfemia la que permite a las culturas seguir adscribiendo a valores y a creencias de las cuales sus miembros no pueden separarse sin perder su identidad, como individuos y como pueblos. Es cierto, debe ser durísimo para quien cree en un derecho divino, defender a ese derecho mediante la recurrencia a un derecho secular de carácter universal, y por si fuera poco, que pone al individuo como ser, y no a una cultura en su centro. En cierto modo, la existencia de derechos humanos seculares, no religiosos, y universales erosiona la creencia en un orden social reglado por leyes divinas e ideológicas, y obliga a determinados pueblos a hacer uso de medios que no existen al interior de sus propias culturas, en especial a medios políticos, que implica no sólo el reconocimiento de sus propios derechos, sino también de sus propios deberes, sobre todo frente a los demás. Pero, por otra parte, las culturas y religiones, sobre todo cuando son minoritarias, no tienen en este mundo otro medio de defensa, y poco a poco, tanto musulmanes como tibetanos, tanto cristianos como hinduístas, tanto indios americanos como kurdos o armenios o albanos, y tantos más, han ido aprendiendo, poco a poco, que sus derechos particulares sólo pueden ser defendidos si adscriben a una universalidad de derechos que si bien no son en sí legales (sólo lo son cuando se inscriben en las instituciones nacionales, es decir, cuando los derechos humanos son convertidos en derechos ciudadanos) son cada vez más legítimos, porque, y ahí reside una de los principales significados de los derechos humanos, a saber: que su universalidad surgió no en contra, sino que en defensa de las particularidades, y que hoy, en un mundo que antes de que aparecieran las teorías de la globalización ya era global, las particularidades sólo pueden existir sobre la base de la existencia de una universalidad. En el caso de los Derechos Humanos, universalismo y particularismo no son dos términos antagónicos sino que complementarios. Lo mismo ocurre con la relación que se da entre derechos colectivos y derechos individuales. El humano es, en primer lugar, un individuo Los derechos humanos, para defender intereses colectivos, no podían haber sido planteados en un sentido colectivista, sino que en uno individual. Pues toda colectividad tiene límites, y el límite más preciso de cada colectividad, es otra colectividad. Suponer que los derechos humanos deberían haber establecido la primacía de lo colectivo por sobre lo individual, significaría ni más ni menos adscribir a la idea de que existe una suerte de principio colectivo que regula las relaciones de todas las colectividades, esto es, que existe una suerte de colectividad de colectividades. Ahora bien, lo único colectivo que tienen las colectividades entre sí, son los individuos, pues no hay colectividades sin individuos, de modo que si se quiere defender los derechos de las colectividades, hay que partir de lo que éstas tienen en común, los individuos, por mucho que hayan comunidades que nieguen la existencia del individuo como tal. No obstante, debe ser destacado que el individuo de los Derechos Humanos no es una abstracción filosófica. Es un individuo que tiene derechos a tener derechos, y al tener ese derecho es tendencialmente un individuo integrado, pues nadie puede tener derechos sólo en relación a sí mismo. Es decir, se trata de un individuo tendencialmente político. Dicha afirmación se prueba ya en el artículo 1 de la Declaración que dispone: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. La dignidad asegura la integridad del ser humano como unidad existencial, y los derechos aseguran el mantenimiento de esa integridad con los demás. La afirmación se prueba de modo más explícito en el artículo 2 de la Declaración que comienza así: Todas las personas tienen los derechos y libertades proclamados en esta Declaración ......"Y todavía más explícito es el artículo 6: Todo ser humano tiene el derecho en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica. Con lo que de hecho la Declaración acepta el desdoblamiento del individuo biológico en individuo jurídico, pues la personalidad jurídica es la carta que acredita a cada individuo no sólo ante sí mismo, no sólo frente a los más íntimos, sino que frente a todos los miembros de una comunidad estatal y nacional. Personalidad viene de persona, y persona significa en griego máscara, que es a su vez, la forma que asume la representación individual ante los demás, es decir, se trata de una identidad certificada, no ya en máscaras, sino que en papeles que comprueban nuestra existencia jurídica (certificado de nacimiento, cédula de identidad, pasaporte, etc) A esa certificación tenemos derecho, y a partir de ese derecho, otros derechos, de modo que por medio de esa certificación identificatoria nos convertimos en ciudadanos y, con ello, en seres políticos. El individuo de la Declaración es entonces un individuo en disposición política, lo que quiere decir: un individuo en relación con los demás. Y aunque el individuo como tal no existiera –o sólo existiera como ficción jurídica, pues cada uno de nosotros es portador de múltiples experiencias y tradiciones colectivas, es decir, cada individuo es a la vez una entidad cultural (incluso multicultural)– las colectividades necesitan de sus individuos para comunicarse entre sí. Pero, por lo mismo, la defensa del individuo, aunque ese individuo sea sólo una ficción jurídica (que, después de todo no es tan ficticia porque este ensayo lo estoy escribiendo yo y no mi vecino) no es inseparable de la defensa de una colectividad; incluso es necesaria a ella. Derechos e ideologías Por otra parte, es mucho más procedual y lógico defender a las culturas o sistemas sociales a través de los individuos que las representan que a los individuos por las culturas o sistemas sociales por la que esos individuos son representados. Si ocurre lo último, los derechos humanos tendrían obligatoriamente que tomar partido por unas culturas en contra de otras, o por unos sistemas sociales en contra de otros, y con ello perderían aquella parte no pequeña de legitimidad que proviene de su neutralidad frente a culturas, pueblos, naciones y estados. No hay que olvidar que cada individuo es una entidad concreta. Las culturas y las ideologías, en cambio, son entidades abstractas. Si en un país islámico las mujeres son apedreadas por supuestos delitos, sería improcedente poner en el banquillo de los acusados al Islam, porque, como se sabe, en la gran mayoría de los países islámicos, las mujeres no son apedreadas. Ahora bien, si esto vale para los pueblos cultural (es decir, religiosamente) organizados, con muya mayor razón ha de valer para las colectividades, particularmente, para las naciones ideologicamente organizadas. Porque éstas, tienen en común con las culturas, la rigidez del pensamiento y la recurrencia a los dogmas. Solo con la diferencia de que las ideologías carecen de la a veces muy profunda espiritualidad de las culturas. Por cierto, si en un país que se autodenomina socialista, sus enemigos internos son fusilados, los derechos humanos, si optaran por la aplicación colectiva de su vigencia, no pueden condenar al socialismo como doctrina y sistema (independientemente a que en su nombre hayan sido cometidos crimenes horrorosos), pero sí al dictador (un individuo) que en nombre de una ideología se permite asesinar a sus enemigos. Pero, a la vez, una campaña de denuncia por los casos de apedreamiento a las mujeres en el caso de una nación religiosamente fanatizada, o por los fusilamientos de enemigos políticos, en el caso de una nación donde gobiernan tiranos ideologicamente fanatizados, al mismo tiempo que defiende la integridad, es decir, los derechos humanos más elementales de individuos cuestiona, aún sin nombrarlo, el orden cultural o social donde se cometen tamañas barbaridades. En estos casos se demuestra el carácter esencialmente político de los derechos humanos. Porque lo político opera en el espacio de lo simbólico (simbólico no quiere decir irreal; todo lo contrario: todo símbolo es símbolo de una realidad) que es también el de las representaciones. Cada delito, vejación, asesinato, cometido a un individuo en un determinado orden social, o cultural y/o religioso, significa un punto en contra de ese orden. Defender en nombre de los derechos humanos a una mujer apedrada, es defender al mismo tiempo, a todas las mujeres que han sido y serán apedreadas en nombre de supuestos dioses, en uno, o en varios países. Protestar en nombre de los derechos humanos por los fusilamientos que tienen lugar bajo una dictadura militar (socialista o facista; o ambas cosas a la vez, aquí eso no tiene importancia) es protestar por todos los fusilamientos que han ocurrido y ocurrirán bajo dictaduras militares. Es decir, los derechos humanos están ahí para que se hable en su nombre, y por lo mismo, para que sean establecidas marcas en ese camino sin fin que es el de la libertad humana. En breve: los derechos humanos perderían toda autoridad moral, y con ello, su legitimidad, si en nombre de intereses colectivos, callaran sobre la violación de los derechos elementales que en diversos lugares de la tierra les son negados a los individuos. Solo defendiendo a los individuos pueden alcanzar los derechos humanos la dimensión universal que hoy poseen. Por esa razón, no son tanto individuos aislados, sino que cada vez, y de modo más creciente, son los pueblos y las culturas oprimidas quienes recurren al amparo de esos derechos que son de todos, y que al mismo tiempo, no tienen ningún dueño. Un universalismo antiuniversal Quienes critican a los derechos humanos su carácter universal o universalista, olvidan que es precisamente ese universalismo el que limita las pretensiones universalistas que dimanan de diversas culturas u ordenes sociales. En especial las culturas, cuando son avaladas religiosamente (y casi todas las culturas lo son) poseen, como ya se ha dicho, una tendencia narcisista, es decir, se consideran a sí misma como la mejor y la más verdadera. Para volver al caso de las culturas, hay que repetir de que se trata de entidades autocentradas, basadas en un sistema de jerarquías donde la religión y sus instituciones, la tradición, y la autoridad, configuran su mundo interior. Por lo mismo, casi todas las culturas poseen una pretensión universalista frente a las demás culturas, y las tendencias de cada una de ellas están basadas en el principio de autoafirmación, lo que suele realizarse en contra de sus miembros disidentes y en contra de otras culturas. Por eso, en un mundo pluricultural como el que vivimos, las culturas necesitan de instancias externas a ellas que les pongan límites. Cuando por ejemplo, en el período totalitario de la revolución chiíta en Irán, Ayatolah Khoemeni mandó a todos los musulmanes asesinar al escritor disidente Salman Rudschdie, lo hizo con la mayor naturalidad del mundo pues, en su concepción universalista del Islam, suponía que le estaba permitido dictaminar sobre la vida o la muerte de personas que vivían muy alejados, en otros países, y que se encontraban bajo el amparo de otra Constitución muy diferente a la que regía en Irán. Fue, como consecuencia de la enorme movilización derechohumanista que provocó el dictámen del fanático gobernante, que los demás Ayatolah se vieron obligados a reconsiderar el caso, y ajustar su soberanía en los límites geográficos en donde ellos habían implantado el dictado de la Schari `a, o ley política del Islam.. El caso del dictámen de Khomeini es muy interesante pues lo hizo en su triple calidad de representante de una cultura, de una religión y de un Estado. Ese caso demostró, y de modo muy preciso, que el carácter universal de los derechos humanos tiene, entre sus tareas principales, la de limitar, y no la de propagar el universalismo que tiende a surgir de las entidades particulares colectivas. En cierto modo, y valga la paradoja, el universalismo de los derechos humanos es un universalismo antiuniversalista. En el mismo sentido, las tiranías seculares (ideológicas) que se establecen en diversos países, al mismo tiempo que carecen de los límites internos que impone la moral religiosa, carecen de límites externos, pues toda ideología, aún más que la cultura, es deslimitada, y tiende, por ser ideología, a la grandiosidad y a la omnipotencia. Así se explica, que cada tirano que manda asesinar a sus súbditos, cree actuar en nombre de toda la humanidad, y son los primeros en sorprenderse cuando desde fuera son criticados, incluso a veces por quienes alguna vez fueron sus amigos, quienes confrontados con el mundo en que viven donde mal que mal imperan esos incómodos derechos humanos, tarde o temprano se apartan guiados por el propio espíritu de los derechos humanos que les dicen, "hasta aquí no más; hasta aquí no más se llega" Suele ocurrir, por cierto, que algunas dictaduras han surgido de un pasado revolucionario, y por lo mismo, tienen una proveniencia legítima. Pero la legitimidad de orígen no puede ser causa de legitimidad permanente. Suponer lo contrario es un absurdo jurídico, político y moral, aunque ese absurdo sea defendido por algunos intelectuales de renombre.. Por cierto, un intelectual debe ser juzgado en primer lugar por su obra, es decir por la profesión que ejerce, del mismo modo como juzgamos a un médico o a un sastre. Pero, al igual que los médicos y los sastres, los intelectuales, sobre todo si se trata de artistas, tienden a emitir opiniones políticas que no tienen mucho que ver con su profesión, lo que después de todo es su buen derecho (humano) del que, como ciudadanos (aunque no como intelectuales) pueden y deben hacer uso. Es por eso que como en todas las profesiones, hay intelectuales y artistas que se dejan regir por una moral religiosa; otros, por una ideológica, y muy pocos, por una moral política. José Saramago, es sin duda, uno de esos artistas que cada cierto tiempo dan a conocer publicamente juicios políticos; pero al mismo tiempo hay que consignar que, en contra de convicciones arraigadas, incluyendo tal vez las propias, cuando llegó el momento de elegir entre una obsesión ideológica, y los derechos humanos, optó por estos últimos. Merece respeto. El problema es mucho más evidente si se considera que el mundo ideologico de cada dictador no sólo es narcisista, como es el caso del mundo cultural de las teocracias, sino que además es autista. Cada dictador, imagina que es el centro del mundo, y cree actuar en nombre de una verdad supuestamente universal. Los derechos humanos, que si bien pueden no derrocar a las dictaduras (no fueron hechos para eso) son al menos un límite frente al universalismo que cada una de ellas imagina representar. Son, si se quiere, la protesta estridente de la realidad exterior que hace llevar, a los dictadores, sean estos ideológicos o religiosos, sino a la cordura (eso es imposible) por lo menos a cierta limitación. Pero no sólo dictaduras y teocracias se ven obligadas a reajustar las normas que provienen de su legalidad interna a esa legitimidad externa configurada por los derechos humanos. Incluso las democracias deben ajustar, cada cierto tiempo, su legalidad a esa legitimidad exterior a ella representada por los derechos humanos. Porque en ninguna democracia está excluída la violación de los derechos humanos, incluso su violación por medio de la legalidad, como es el caso de la pena de muerte en USA o del trato vejatorio a que han sido sometido los trabajadores extranjeros en países europeos. Casi en ningún país de la tierra existe un acoplamiento exacto entre legalidad y aquella legitimidad inscrita en los derechos humanos, de modo que siempre hay un campo de tensión entre la una y la otra. Pero, es precisamente esa tensión, el hecho que permite a tantos humanos luchar por sus derechos. Y el verbo luchar, debe ser entendido en su pleno sentido político. Porque no se lucha por lo que se tiene sino por lo que no se tiene, o por aquello que se tiene pero está amenazado de no tenerse. La importancia política de los derechos humanos no reside tanto en que ellos se cumplen, sino en el hecho de que muchas veces no se cumplen.. No obstante, esos derechos nunca habrían surgido si es que previo a su escritura no hubieran sido configurados en códigos, máximas y mandamientos, las líneas que separan "lo bueno" de "lo malo", configuración que ha sido además transcripta en diversas Constituciones en diversos países de la tierra. De modo que para volver al caso del representante del Islam que argumentaba no necesitar los derechos humanos pues le bastaba la letra del Korán, habría que haberle contestado que esos derechos que el desconocía, no habrían sido nunca posibles sin la existencia previa del Korán, de la Biblia o de la Thora., o de tantos otros libros sacros. En breve, que en esos derechos se encontraba la realización política y universal de una moral, religiosa o no, acumulada en siglos de experiencias. Y esa es precisamente una razón para aceptar esos derechos, y no para desconocerlos. Los derechos humanos transcriben en un lenguaje universal, múltiples derechos particulares, del mismo modo que su lectura debe ser traducida –no sólo idiomática, sino que también culturalmente– a muchas realidades particulares. Pues al fin y al cabo, la palabra particularismo no existiría si no hubiese universalismo (y viciversa). Es que esos derechos que son humanos, no los necesitamos porque los tenemos; más bien ocurre lo contrario: los tenemos porque los necesitamos.
https://www.alainet.org/es/articulo/107655
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