Esos derechos son universales
10/06/2003
- Opinión
La Declaración de 1948 de las Naciones Unidas donde fueron
inscritos los Derechos Humanos surgió en un espacio
occidental. De ese orígen ha sido derivada una infundada
acusación que todavía sigue escuchandose monotonamente como
una ordinaria crítica a los derechos humanos: el de ser
universalistas e individualistas y por lo mismo no tomar en
cuenta, en su debida magnitud, los derechos de pueblos,
"sociedades" y culturas. Particularmente, esa acusación ha
provenido de sectores políticos que subscriben ideologías a)
comunistas b) culturalistas y b) religiosamente
fundamentalistas.
Tres acusaciones infundadas
De acuerdo a la ideología comunista, el ser humano, al ser
una entidad social, no puede ser separado de las relaciones
sociales a las cuales pertenece. Es por esa razón que cada
conciencia individual es, según esa ideología, expresión de
una conciencia de clase. Por lo tanto, los Estados
socialistas, al establecer el primado de la conciencia de
clase "proletaria" por sobre la "burguesa", se encontraban
autolegitimados para defender los derechos de la supuesta
colectividad que representaban frente a las clases
"enemigas". De ahí que violar derechos individuales era,
para ellos, una posición justa si se trataba de proteger y
defender los llamados derechos sociales. De este modo, las
dictaduras comunistas se arrogaron el derecho de asesinar a
muchos disidentes, amparados en la doctrina de los derechos
humanos colectivos. Esta es por lo demás la esencia de la
doctrina totalitaria, que aún en nuestros tiempos subscriben
estados como el chino, el coreano y el cubano.
De acuerdo a la ideología culturalista, esas entidades
colectivas que son las culturas, deben ser consideradas como
unidades orgánicas, dotadas de vida propia, dentro de las
cuales el individuo no es más que una minúscula parte de un
todo, cuya existencia no cuenta más que la de una hoja
respecto a un árbol. Las ideologías culturalistas, suponen,
por lo mismo, que las culturas, al haber producido sus
propios valores, no necesitan ni requieren de derechos
políticos, y mucho menos extraculturales, y en ningún caso,
extraestatales. Dicha doctrina es defendida por
representantes de sistemas culturales cerrados que, o
excluyen la existencia de, y por lo mismo la convivencia
con, otras culturas, o que establecen una relación de
dominación y de represión sobre otras culturas.
Curiosamente, más que en las unidades culturales, dicha
posición ha tomado fuerza en círculos occidentales que
buscan hacer de cada cultura una entidad sacral que no puede
ni debe ser alterada, por el sólo hecho de ser una cultura.
Dicha posición abarca un espectro relativamente amplio que
va, desde un culturalismo que defiende reservados culturales
de a veces supuestos aborígenes con la misma pasión con que
los ecologistas radicales defienden la intocabilidad de los
eco-sistemas, hasta llegar a sectores que en nombre de la
defensa de las culturas, incluyendo la occidental, postulan
la marginación de otras culturas.
El fundamentalismo religioso a su vez, que en cierto modo
puede ser considerado como un derivado de la posición
culturalista, supone que los derechos humanos al haber
surgido de un orden secular, no tienen nada que hacer en
ordenes socioculturales que se rigen de acuerdo a un orden
religioso. No sin cierta razón, plantean sus exponentes, en
Occidente, los humanos hubieron de inventar derechos
políticos, nacionales e internacionales, debido a que el
fervor religioso no era en sí suficiente para ordenar la
vida colectiva, esto es, que los derechos humanos deben ser
considerados como el producto de una ausencia de
espiritualidad colectiva. A partir de esa constatación, que,
repito, no es totalmente errónea, algunos sectores islámicos
plantean que hacer valer los derechos humanos por sobre
aquellos derechos dictados por Dios en pueblos dotados de
una profunda espiritualidad, significa una blasfemia que no
pueden ni deben aceptar. Dicha posición no es abogada sólo
por sectores fundamentalistas, sino incluso por
representantes religiosos relativamente abiertos al "diálogo
intercultural". Como dicha posición se encuentra puesta en
el centro del debate político, le dedicaré atención al
comienzo de estas páginas, y más adelante trataré el tema de
los particularismos políticos (es decir, ni culturales ni
religiosos)
Mas allá de los dioses
Precisamente hace algunos días escuché decir en un foro
televisivo a un representante de la religión islámica que
los pueblos islámicos no requieren de dictado de los
derechos humanos, pues todo lo que dicen esos derechos ya se
encontraba en el Korán. ¿Para qué adscribir a unos derechos
que no son sino la réplica del nuestro?, se preguntaba, con
cierta lógica. Sin embargo, con el sólo hecho de hacerse esa
pregunta, ese representante del Islam acusaba el carácter
narcisista de su visión religiosa, pues estaba hablando en
un país que no es musulmán. En esas condiciones, si ese
representante del Islam hubiera entrado en conflicto con el
orden político del país en que estaba haciendo esas
declaraciones, no habría podido recurrir, para defenderse, a
la doctrina del Islam por la sencilla razón de que no estaba
en un país islámico. Para defenderlo, sus abogados habrían
debido recurrir a la legislación de ese país; y si ésta no
era suficiente para defender sus derechos, quisiera o no,
habría tenido que recurrir, en algún momento, a la letra
simbólica y secular de los derechos humanos. Por esa misma
razón, cuando los derechos de ciudadanos islámicos son
atropellados en determinados países europeos, éstos reclaman
sus derechos inalienables que como ciudadanos les garantizan
las constituciones estatales, y que como humanos, tienen su
representación en la Declaración. Pero en ningún caso a la
doctrina del Islam. Muchos trabajadores musulmanes que viven
en países europeos no podían, objetivamente, estar de
acuerdo con la tesis de ese religioso.
Los derechos humanos no surgieron en primera línea para
reglar las relaciones al interior de las culturas, pueblos y
naciones, pues éstas ya están regladas por leyes, religiosas
o jurídicas, pero sí, hay que convenir que uno de sus
propósitos era reglar las relaciones entre culturas y
pueblos, tanto al interior como al exterior de las diversas
naciones. La aplicabilidad de los derechos humanos al
interior de una entidad territorial, particularmente, de una
nación, sólo entra en vigencia cuando no existen leyes o
normas particulares, o cuando éstas han perdido su vigencia
como consecuencia del derrumbe de un orden constitucional, o
cuando se aplican mal, o cuando no se aplican. En ningún
caso los derechos humanos pueden substituir a la
Constitución de un país; ni siquiera a sus leyes religiosas,
sobre todo cuando éstas se encuentran en conformidad con la
letra de la Declaración, y son aceptadas por los miembros de
una comunidad cultural o nacional. Pero a la inversa;
ninguna Constitución o Código particular, mucho menos una
doctrina religiosa, puede arrogarse la facultad de
reemplazar la vigencia internacional de los derechos
humanos, sobre todo cuando se trata de la regulación de
intereses extra nacionales y extraculturales.
Ese representante del Islam del citado ejemplo (podría
haberlo sido de cualquiera otra religión) que decía no
necesitar de la Declaración, bastándole sólo la letra del
Korán, estaba revelando, sin darse cuenta, una de las
razones por las cuales los derechos humanos son tan
necesarios. Pues, las culturas, al ser culturas, son
particularistas (o sino no serían culturas). Y cuando se
declaran universales, entienden por ello una universalidad
que se deriva sólo de su propia particularidad. Eso
significa, además, que al ser particularistas, las culturas
constituyen entidades autocentradas pues cada miembro de
cada cultura supone que la cultura a la que el adscribe es
mejor que las demás, pues si no fuera así, no adscribiría a
esa cultura. De modo que cuando esas culturas se encuentran
configuradas religiosamente, y casi todas las culturas lo
están, suponen que el Dios que las representa en el mas allá
es el verdadero. El problema se agrava cuando la
configuración religiosa de cada cultura se expresa en
religiones misionales y expansionistas, como son la
cristiana y la islámica. Eso explica que cuando una cultura
se establece como entidad hegemónica en un determinado
espacio territorial, tienda a subordinar, e incluso a
tiranizar a las culturas minoritarias. En ese sentido,
habría sido interesante preguntarle al representante
televisivo del Islam que negaba la vigencia universal de los
derechos humanos en función de una particularidad religiosa-
cultural, si esa, su opinión, podía ser compartida por las
minorías no islámicas que habitan en países islámicos, y por
supuesto, si podía ser compartida por las minorías islámicas
que viven en países no islámicos. Tanto las unas como las
otras –y así sucede con todos los pueblos y culturas y
religiones que constituyen minorías en determinadas unidades
nacionales– tienen que aceptar, quieran o no, la inevitable
blasfemia de que más allá, y a veces, por sobre el derecho
divino o ideológico al que ellos adscriben, hay derechos
humanos que son políticos, es decir, ni religiosos ni
ideológicos, y que rigen para todas las naciones
representadas en la ONU, y para todas las culturas que los
requieran; y que si ellos no pueden o no quieren cometer esa
blasfemia al interior de una cultura, si tienen que
aceptarla, por lo menos al exterior de ella. No tienen, por
lo demás, otra alternativa. Lo contrario significa caer en
el infierno de los talibanes; o en algo que se le parezca.
Esa necesaria blasfemia
Es esa necesaria blasfemia la que permite a las culturas
seguir adscribiendo a valores y a creencias de las cuales
sus miembros no pueden separarse sin perder su identidad,
como individuos y como pueblos. Es cierto, debe ser durísimo
para quien cree en un derecho divino, defender a ese derecho
mediante la recurrencia a un derecho secular de carácter
universal, y por si fuera poco, que pone al individuo como
ser, y no a una cultura en su centro.
En cierto modo, la existencia de derechos humanos seculares,
no religiosos, y universales erosiona la creencia en un
orden social reglado por leyes divinas e ideológicas, y
obliga a determinados pueblos a hacer uso de medios que no
existen al interior de sus propias culturas, en especial a
medios políticos, que implica no sólo el reconocimiento de
sus propios derechos, sino también de sus propios deberes,
sobre todo frente a los demás. Pero, por otra parte, las
culturas y religiones, sobre todo cuando son minoritarias,
no tienen en este mundo otro medio de defensa, y poco a
poco, tanto musulmanes como tibetanos, tanto cristianos como
hinduístas, tanto indios americanos como kurdos o armenios o
albanos, y tantos más, han ido aprendiendo, poco a poco, que
sus derechos particulares sólo pueden ser defendidos si
adscriben a una universalidad de derechos que si bien no son
en sí legales (sólo lo son cuando se inscriben en las
instituciones nacionales, es decir, cuando los derechos
humanos son convertidos en derechos ciudadanos) son cada vez
más legítimos, porque, y ahí reside una de los principales
significados de los derechos humanos, a saber: que su
universalidad surgió no en contra, sino que en defensa de
las particularidades, y que hoy, en un mundo que antes de
que aparecieran las teorías de la globalización ya era
global, las particularidades sólo pueden existir sobre la
base de la existencia de una universalidad.
En el caso de los Derechos Humanos, universalismo y
particularismo no son dos términos antagónicos sino que
complementarios.
Lo mismo ocurre con la relación que se da entre derechos
colectivos y derechos individuales.
El humano es, en primer lugar, un individuo
Los derechos humanos, para defender intereses colectivos, no
podían haber sido planteados en un sentido colectivista,
sino que en uno individual. Pues toda colectividad tiene
límites, y el límite más preciso de cada colectividad, es
otra colectividad. Suponer que los derechos humanos deberían
haber establecido la primacía de lo colectivo por sobre lo
individual, significaría ni más ni menos adscribir a la idea
de que existe una suerte de principio colectivo que regula
las relaciones de todas las colectividades, esto es, que
existe una suerte de colectividad de colectividades. Ahora
bien, lo único colectivo que tienen las colectividades entre
sí, son los individuos, pues no hay colectividades sin
individuos, de modo que si se quiere defender los derechos
de las colectividades, hay que partir de lo que éstas tienen
en común, los individuos, por mucho que hayan comunidades
que nieguen la existencia del individuo como tal.
No obstante, debe ser destacado que el individuo de los
Derechos Humanos no es una abstracción filosófica. Es un
individuo que tiene derechos a tener derechos, y al tener
ese derecho es tendencialmente un individuo integrado, pues
nadie puede tener derechos sólo en relación a sí mismo. Es
decir, se trata de un individuo tendencialmente político.
Dicha afirmación se prueba ya en el artículo 1 de la
Declaración que dispone: Todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están
de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los
unos con los otros. La dignidad asegura la integridad del
ser humano como unidad existencial, y los derechos aseguran
el mantenimiento de esa integridad con los demás. La
afirmación se prueba de modo más explícito en el artículo 2
de la Declaración que comienza así: Todas las personas
tienen los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración ......"Y todavía más explícito es el artículo 6:
Todo ser humano tiene el derecho en todas partes, al
reconocimiento de su personalidad jurídica. Con lo que de
hecho la Declaración acepta el desdoblamiento del individuo
biológico en individuo jurídico, pues la personalidad
jurídica es la carta que acredita a cada individuo no sólo
ante sí mismo, no sólo frente a los más íntimos, sino que
frente a todos los miembros de una comunidad estatal y
nacional.
Personalidad viene de persona, y persona significa en griego
máscara, que es a su vez, la forma que asume la
representación individual ante los demás, es decir, se trata
de una identidad certificada, no ya en máscaras, sino que en
papeles que comprueban nuestra existencia jurídica
(certificado de nacimiento, cédula de identidad, pasaporte,
etc) A esa certificación tenemos derecho, y a partir de ese
derecho, otros derechos, de modo que por medio de esa
certificación identificatoria nos convertimos en ciudadanos
y, con ello, en seres políticos. El individuo de la
Declaración es entonces un individuo en disposición
política, lo que quiere decir: un individuo en relación con
los demás.
Y aunque el individuo como tal no existiera –o sólo
existiera como ficción jurídica, pues cada uno de nosotros
es portador de múltiples experiencias y tradiciones
colectivas, es decir, cada individuo es a la vez una entidad
cultural (incluso multicultural)– las colectividades
necesitan de sus individuos para comunicarse entre sí. Pero,
por lo mismo, la defensa del individuo, aunque ese individuo
sea sólo una ficción jurídica (que, después de todo no es
tan ficticia porque este ensayo lo estoy escribiendo yo y no
mi vecino) no es inseparable de la defensa de una
colectividad; incluso es necesaria a ella.
Derechos e ideologías
Por otra parte, es mucho más procedual y lógico defender a
las culturas o sistemas sociales a través de los individuos
que las representan que a los individuos por las culturas o
sistemas sociales por la que esos individuos son
representados. Si ocurre lo último, los derechos humanos
tendrían obligatoriamente que tomar partido por unas
culturas en contra de otras, o por unos sistemas sociales en
contra de otros, y con ello perderían aquella parte no
pequeña de legitimidad que proviene de su neutralidad frente
a culturas, pueblos, naciones y estados.
No hay que olvidar que cada individuo es una entidad
concreta. Las culturas y las ideologías, en cambio, son
entidades abstractas. Si en un país islámico las mujeres son
apedreadas por supuestos delitos, sería improcedente poner
en el banquillo de los acusados al Islam, porque, como se
sabe, en la gran mayoría de los países islámicos, las
mujeres no son apedreadas.
Ahora bien, si esto vale para los pueblos cultural (es
decir, religiosamente) organizados, con muya mayor razón ha
de valer para las colectividades, particularmente, para las
naciones ideologicamente organizadas. Porque éstas, tienen
en común con las culturas, la rigidez del pensamiento y la
recurrencia a los dogmas. Solo con la diferencia de que las
ideologías carecen de la a veces muy profunda espiritualidad
de las culturas. Por cierto, si en un país que se
autodenomina socialista, sus enemigos internos son
fusilados, los derechos humanos, si optaran por la
aplicación colectiva de su vigencia, no pueden condenar al
socialismo como doctrina y sistema (independientemente a que
en su nombre hayan sido cometidos crimenes horrorosos), pero
sí al dictador (un individuo) que en nombre de una ideología
se permite asesinar a sus enemigos. Pero, a la vez, una
campaña de denuncia por los casos de apedreamiento a las
mujeres en el caso de una nación religiosamente fanatizada,
o por los fusilamientos de enemigos políticos, en el caso de
una nación donde gobiernan tiranos ideologicamente
fanatizados, al mismo tiempo que defiende la integridad, es
decir, los derechos humanos más elementales de individuos
cuestiona, aún sin nombrarlo, el orden cultural o social
donde se cometen tamañas barbaridades. En estos casos se
demuestra el carácter esencialmente político de los derechos
humanos. Porque lo político opera en el espacio de lo
simbólico (simbólico no quiere decir irreal; todo lo
contrario: todo símbolo es símbolo de una realidad) que es
también el de las representaciones. Cada delito, vejación,
asesinato, cometido a un individuo en un determinado orden
social, o cultural y/o religioso, significa un punto en
contra de ese orden.
Defender en nombre de los derechos humanos a una mujer
apedrada, es defender al mismo tiempo, a todas las mujeres
que han sido y serán apedreadas en nombre de supuestos
dioses, en uno, o en varios países. Protestar en nombre de
los derechos humanos por los fusilamientos que tienen lugar
bajo una dictadura militar (socialista o facista; o ambas
cosas a la vez, aquí eso no tiene importancia) es protestar
por todos los fusilamientos que han ocurrido y ocurrirán
bajo dictaduras militares. Es decir, los derechos humanos
están ahí para que se hable en su nombre, y por lo mismo,
para que sean establecidas marcas en ese camino sin fin que
es el de la libertad humana.
En breve: los derechos humanos perderían toda autoridad
moral, y con ello, su legitimidad, si en nombre de intereses
colectivos, callaran sobre la violación de los derechos
elementales que en diversos lugares de la tierra les son
negados a los individuos. Solo defendiendo a los individuos
pueden alcanzar los derechos humanos la dimensión universal
que hoy poseen. Por esa razón, no son tanto individuos aislados, sino que cada vez, y de
modo más creciente, son los pueblos y las culturas oprimidas quienes
recurren al amparo de esos derechos que son de todos, y que al mismo
tiempo, no tienen ningún dueño.
Un universalismo antiuniversal
Quienes critican a los derechos humanos su carácter
universal o universalista, olvidan que es precisamente ese
universalismo el que limita las pretensiones universalistas
que dimanan de diversas culturas u ordenes sociales. En
especial las culturas, cuando son avaladas religiosamente (y
casi todas las culturas lo son) poseen, como ya se ha dicho,
una tendencia narcisista, es decir, se consideran a sí misma
como la mejor y la más verdadera.
Para volver al caso de las culturas, hay que repetir de que
se trata de entidades autocentradas, basadas en un sistema
de jerarquías donde la religión y sus instituciones, la
tradición, y la autoridad, configuran su mundo interior. Por
lo mismo, casi todas las culturas poseen una pretensión
universalista frente a las demás culturas, y las tendencias
de cada una de ellas están basadas en el principio de
autoafirmación, lo que suele realizarse en contra de sus
miembros disidentes y en contra de otras culturas. Por eso,
en un mundo pluricultural como el que vivimos, las culturas
necesitan de instancias externas a ellas que les pongan
límites. Cuando por ejemplo, en el período totalitario de la
revolución chiíta en Irán, Ayatolah Khoemeni mandó a todos
los musulmanes asesinar al escritor disidente Salman
Rudschdie, lo hizo con la mayor naturalidad del mundo pues,
en su concepción universalista del Islam, suponía que le
estaba permitido dictaminar sobre la vida o la muerte de
personas que vivían muy alejados, en otros países, y que se
encontraban bajo el amparo de otra Constitución muy
diferente a la que regía en Irán. Fue, como consecuencia de
la enorme movilización derechohumanista que provocó el
dictámen del fanático gobernante, que los demás Ayatolah se
vieron obligados a reconsiderar el caso, y ajustar su
soberanía en los límites geográficos en donde ellos habían
implantado el dictado de la Schari `a, o ley política del
Islam..
El caso del dictámen de Khomeini es muy interesante pues lo
hizo en su triple calidad de representante de una cultura,
de una religión y de un Estado. Ese caso demostró, y de modo
muy preciso, que el carácter universal de los derechos
humanos tiene, entre sus tareas principales, la de limitar,
y no la de propagar el universalismo que tiende a surgir de
las entidades particulares colectivas. En cierto modo, y
valga la paradoja, el universalismo de los derechos humanos
es un universalismo antiuniversalista.
En el mismo sentido, las tiranías seculares (ideológicas)
que se establecen en diversos países, al mismo tiempo que
carecen de los límites internos que impone la moral
religiosa, carecen de límites externos, pues toda ideología,
aún más que la cultura, es deslimitada, y tiende, por ser
ideología, a la grandiosidad y a la omnipotencia. Así se
explica, que cada tirano que manda asesinar a sus súbditos,
cree actuar en nombre de toda la humanidad, y son los
primeros en sorprenderse cuando desde fuera son criticados,
incluso a veces por quienes alguna vez fueron sus amigos,
quienes confrontados con el mundo en que viven donde mal que
mal imperan esos incómodos derechos humanos, tarde o
temprano se apartan guiados por el propio espíritu de los
derechos humanos que les dicen, "hasta aquí no más; hasta
aquí no más se llega"
Suele ocurrir, por cierto, que algunas dictaduras han
surgido de un pasado revolucionario, y por lo mismo, tienen
una proveniencia legítima. Pero la legitimidad de orígen no
puede ser causa de legitimidad permanente. Suponer lo
contrario es un absurdo jurídico, político y moral, aunque
ese absurdo sea defendido por algunos intelectuales de
renombre..
Por cierto, un intelectual debe ser juzgado en primer lugar
por su obra, es decir por la profesión que ejerce, del mismo
modo como juzgamos a un médico o a un sastre. Pero, al igual
que los médicos y los sastres, los intelectuales, sobre todo
si se trata de artistas, tienden a emitir opiniones
políticas que no tienen mucho que ver con su profesión, lo
que después de todo es su buen derecho (humano) del que,
como ciudadanos (aunque no como intelectuales) pueden y
deben hacer uso. Es por eso que como en todas las
profesiones, hay intelectuales y artistas que se dejan regir
por una moral religiosa; otros, por una ideológica, y muy
pocos, por una moral política. José Saramago, es sin duda,
uno de esos artistas que cada cierto tiempo dan a conocer
publicamente juicios políticos; pero al mismo tiempo hay que
consignar que, en contra de convicciones arraigadas,
incluyendo tal vez las propias, cuando llegó el momento de
elegir entre una obsesión ideológica, y los derechos
humanos, optó por estos últimos. Merece respeto.
El problema es mucho más evidente si se considera que el
mundo ideologico de cada dictador no sólo es narcisista,
como es el caso del mundo cultural de las teocracias, sino
que además es autista. Cada dictador, imagina que es el
centro del mundo, y cree actuar en nombre de una verdad
supuestamente universal. Los derechos humanos, que si bien
pueden no derrocar a las dictaduras (no fueron hechos para
eso) son al menos un límite frente al universalismo que cada
una de ellas imagina representar. Son, si se quiere, la
protesta estridente de la realidad exterior que hace llevar,
a los dictadores, sean estos ideológicos o religiosos, sino
a la cordura (eso es imposible) por lo menos a cierta
limitación.
Pero no sólo dictaduras y teocracias se ven obligadas a
reajustar las normas que provienen de su legalidad interna a
esa legitimidad externa configurada por los derechos
humanos. Incluso las democracias deben ajustar, cada cierto
tiempo, su legalidad a esa legitimidad exterior a ella
representada por los derechos humanos. Porque en ninguna
democracia está excluída la violación de los derechos
humanos, incluso su violación por medio de la legalidad,
como es el caso de la pena de muerte en USA o del trato
vejatorio a que han sido sometido los trabajadores
extranjeros en países europeos. Casi en ningún país de la
tierra existe un acoplamiento exacto entre legalidad y
aquella legitimidad inscrita en los derechos humanos, de
modo que siempre hay un campo de tensión entre la una y la
otra. Pero, es precisamente esa tensión, el hecho que
permite a tantos humanos luchar por sus derechos. Y el verbo
luchar, debe ser entendido en su pleno sentido político.
Porque no se lucha por lo que se tiene sino por lo que no se
tiene, o por aquello que se tiene pero está amenazado de no
tenerse. La importancia política de los derechos humanos no
reside tanto en que ellos se cumplen, sino en el hecho de
que muchas veces no se cumplen..
No obstante, esos derechos nunca habrían surgido si es que
previo a su escritura no hubieran sido configurados en
códigos, máximas y mandamientos, las líneas que separan "lo
bueno" de "lo malo", configuración que ha sido además
transcripta en diversas Constituciones en diversos países de
la tierra. De modo que para volver al caso del representante
del Islam que argumentaba no necesitar los derechos humanos
pues le bastaba la letra del Korán, habría que haberle
contestado que esos derechos que el desconocía, no habrían
sido nunca posibles sin la existencia previa del Korán, de
la Biblia o de la Thora., o de tantos otros libros sacros.
En breve, que en esos derechos se encontraba la realización
política y universal de una moral, religiosa o no, acumulada
en siglos de experiencias. Y esa es precisamente una razón
para aceptar esos derechos, y no para desconocerlos.
Los derechos humanos transcriben en un lenguaje universal,
múltiples derechos particulares, del mismo modo que su
lectura debe ser traducida –no sólo idiomática, sino que
también culturalmente– a muchas realidades particulares.
Pues al fin y al cabo, la palabra particularismo no
existiría si no hubiese universalismo (y viciversa).
Es que esos derechos que son humanos, no los necesitamos
porque los tenemos; más bien ocurre lo contrario: los
tenemos porque los necesitamos.
https://www.alainet.org/es/articulo/107655
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