Los diez peligros de la democracia en América Latina
30/09/2004
- Opinión
En el famoso libro The Clash of Civilization(1), su autor Samuel
Huntington entiende a la llamada cultura latinoamericana como
una variante de la cultura occidental, pero que no es plenamente
occidental. Esa extraña caracterización tiene que ver con la
deficitaria noción de cultura que utiliza Huntington. En efecto,
Huntington no hace ninguna diferencia entre los términos cultura
y civilización. Pero el error más grave de Huntington fue
entender a Occidente sólo como a una cultura, haciendo caso
omiso de que una de sus características principales –aparte de
aquella esencial que es la separación entre religión y Estado–
es la coexistencia entre diversas culturas, y por lo mismo, que
al ser Occidente una unidad multicultural, no puede ser definido
culturalmente.
Lo que seguramente intentó decir Huntington al declarar a
América Latina como un continente no totalmente occidental, fue
que a diferencias de otras naciones occidentales en las
latinoamericanas no han sido interiorizados usos y valores
democráticos que hacen que las naciones occidentales sean
compatibles entre sí. Pero si Huntington hubiera admitido esa
posibilidad, habría tenido que aceptar que Occidente se define
por medio de un orden político y no por una cultura específica.
Eso, a su vez, habría echado por tierra su tesis central: la de
la guerra entre culturas y civilizaciones. Esa es la razón que
explica su radical incapacidad para entender culturalmente no
sólo a América Latina, sino que a todo Occidente.
Ahora bien; esta breve crítica a quienes sustentan como
Huntington la tesis de la no occidentalidad latinoamericana está
deducida de la siguiente afirmación: El moderno Occidente no es
ni una unidad geográfica, ni religiosa ni cultural. Es en primer
lugar una unidad política que tuvo que ser política dada su
imposibilidad de ser religiosa o cultural. En segundo lugar, ha
llegado a ser una unidad democrática cuyo espacio no geográfico
incluye a todas aquellas naciones que aceptan la separación
entre religión y Estado, en donde son garantizadas la libertad
de creencias y las pertenencias culturales de acuerdo a un orden
que contempla entre sus características esenciales la separación
de los tres poderes básicos, la celebración de elecciones
periódicas libres y secretas, y la existencia de diversos
partidos, organizaciones y corrientes de opinión. A ese espacio
pertenece América Latina; y ya no puede pertenecer a ningún
otro. ¿Lleva ello a aunar la idea de Occidente con la idea de la
democracia política? Si; efectivamente: el moderno Occidente que
ya no es geográfico, sino que político, se caracteriza
esencialmente por su adhesión a la democracia política, tanto
como forma de gobierno, tanto como medio de convivencia
ciudadana.
Desde luego, hay muchos intentos para definir a América Latina
desde una perspectiva no política. Ya desde comienzos del siglo
veinte, partiendo de los legendarios Rodó, Vasconcelos y
Valcarcel, pasando por Mariátegui, hasta llegar a Octavio Paz,
hay cientos de libros y miles de artículos cuyo objetivo es
descubrir la esencia de una supuesta "identidad
latinoamericana". Pero aparte de algunos elementos comunes a
todas sus naciones, como el idioma, algunos usos y costumbres, y
ciertos aspectos históricos similares, esa identidad
latinoamericana no ha podido ser encontrada. La mayoría de los
autores han concluido que esa identidad está todavía por hacerse
y con ello reconocen objetivamente que la identidad
latinoamericana no se encuentra en la existencia subterránea de
alguna cultura milenaria, como es el caso de las culturas
asiáticas e islámicas, sino que deberá ser el producto siempre
inconcluso de múltiples experiencias históricas. Y el espacio en
donde tienen lugar esas experiencias históricas es –y no puede
ser otro– un espacio político. En breve: la política, sobre todo
la política democrática es y será en América Latina una fuente
de identidad. Quizás América Latina se constituya, para decirlo
en los términos de Rouquié en una suerte de "extremo
Occidente"(2). O como también se dice: en "en otro Occidente" o
incluso en "el tercer Occidente". Como sea, a lo único que las
naciones latinoamericanas no pueden renunciar es a su
occidentalidad. Ahora bien, esa occidentalidad está asegurada
hoy en día por la conformación política y democrática de sus
naciones.
Las naciones de América Latina, a diferencia de aquellas que se
encuentran organizadas de un modo religioso y/o cultural (como
por ejemplo las del mundo islámico) no tienen detrás de sí
ninguna cultura milenaria a la que regresar(3), a menos de
sustentar tesis etnicistas que hablan de un regreso al pasado
indígena. Pero si América Latina al igual que los EEUU y la
mayoría de las naciones europeas ya no tiene hacia donde
regresar; sí tiene en cambio hacia donde avanzar. ¿Hacia dónde?
La respuesta es simple: hacia su plena occidentalidad la que
sólo puede ser realizada por medio de la acción política.
No obstante, si América Latina carece de un pasado al que
pudiera regresar si el proyecto occidentalizador fracasara, eso
no significa que su tránsito hacia la democracia no está plagado
de peligros, que si bien no son pre-políticos, son radicalmente
antipolíticos. Y si tenemos en cuenta que una democracia sólo se
puede constituir de modo político, todo proyecto destinado a
suprimir o a suspender los usos políticos es definitivamente
antidemocrático.
Para que quede más claro: cuando hablo de usos políticos me
estoy refiriendo no sólo a las instituciones políticas sino que
fundamentalmente a dos condiciones básicas del hacer político.
La primera es el alineamiento de los conflictos de acuerdo a la
delimitación de intereses de actores concretos (y no supuestos)
y segundo, y esto es más importante: que el modo como estos
conflictos deben ser dirimidos ha de ser esencialmente
gramático, lo que excluye definitivamente la aplicación de
medios coercitivos, de violencia y de terror. Un grupo armado,
independientemente a que sus objetivos tengan una altísima
justificación moral, no puede ser jamás una organización
política. Tampoco un ejército. De esa constatación surge la
primera tesis que al ser tan obvia es casi un axioma, a saber:
que el principal peligro para la democracia moderna en las
naciones latinoamericanas reside en el regreso a un pasado
reciente no pre-político, pero sí antipolítico, cuya principal
característica era la presencia de los ejércitos en el poder.
1. El peligro de la (re) militarización del poder
Muchas naciones latinoamericanas están viviendo un proceso de
democratización que surge de la negación del reciente pasado
representado por dictaduras militares. Sobre el carácter y
sentido de esas recientes dictaduras hay una enorme cantidad de
aportes. Aquello que sin embargo no ha sido suficientemente
analizado, es el hecho de que la militarización del poder no es
un fenómeno reciente sino que se encuentra en las propias raíces
de las naciones latinoamericanas. Esa es la diferencia entre la
formación de la nación estadounidense y las latinoamericanas. Si
bien, tanto en los EEUU como en América Latina el acto
fundacional ocurrió como negación radical de un pasado colonial,
en los EEUU el Estado se constituyó –valga la redundancia– por
medio de una Constitución, mientras en América Latina la
Constitución surgió desde los ya constituidos Estados (4). En
América Latina, el Estado precede a la norma constitucional,
pues el Estado emergió de un acto de fuerza. Los ejércitos
libertadores y no una ciudadanía política organizada fue en
nuestro continente la fuente originaria del poder constitucional
.
Hay que considerar que la formación ideal- típica de una nación,
a saber: Constitución- Estado- República- Democracia, no se da
nunca en una forma pura. No obstante, la formación de las
naciones latinoamericanas no sólo contradice a la tipología
ideal, sino que la invierte. No el Ejército surgió del Estado,
sino que el Estado de los Ejércitos. No el Estado surgió de la
Nación, sino que la Nación del Estado. No de la Constitución
surge la aplicación de la fuerza, sino que de la fuerza surgió
la aplicación de la Constitución. Los primeros gobernantes de
las naciones latinoamericanas fueron generales victoriosos de
las guerras de emancipación. Desde esos momentos, salvo contadas
excepciones, la jefatura militar parecía ser la forma "natural"
de gobierno.
En los tiempos que siguieron a la Independencia, los generales
ilustrados fueron prontamente relevados de sus cargos asumiendo
el poder aquellos que garantizaban el orden de acuerdo a los
proyectos de nación de los grandes propietarios agrarios post-
coloniales. Los ejércitos continuaron por medios mucho más
cruentos la colonización interior "limpiando" territorios de
habitantes indígenas y delimitando fronteras, tanto externas
como internas. El Estado militar oligárquico fue un Estado de
guerra interna y por lo mismo excluía el manejo político en sus
relaciones con la ciudadanía. En ese sentido, la amenaza del
retorno de los militares al poder puede ser interpretada como la
atracción que ejerce la posibilidad de regreso a la condición
nacional originaria: a la de la fusión entre Estado y Ejército,
a aquel pasado en donde las leyes no eran promulgadas, sino que
simplemente "dictadas".
A la primera fase del Estado militar caracterizada por la
clásica dictadura oligárquica que en América Central se mantiene
casi durante todo el siglo veinte, sucedió una segunda donde la
función de los ejércitos era mantener las estructuras del poder
oligárquico durante el período de la llamada "sociedad
industrial moderna", por un lado, y evitar la intrusión
geopolítica de determinados gobiernos a poderes extra o anti-
occidentales, como por ejemplo, el comunismo soviético, por otro
lado. Es posible decir que fue esa dualidad de funciones la
razón que explica porque América Latina fue integrada tan tarde
al proceso político de occidentalización que recién al comenzar
el siglo XXl comienza realmente, y con muchas dificultades, a
ser puesto en forma.
El período de transición de la sociedad oligárquica a la
sociedad de masas –que de un modo sociologista han analizado
autores como Gino Germani y Torcuato di Tella , o de un modo
economicista, por el discurso desarrollista inaugurado por Raul
Prebisch y la CEPAL– fue en la mayoría de las naciones
latinoamericanas un período predominantemente dictatorial. Ya
sea como fuerza armada de contención oligárquica frente al
avance de masas irredentas (en la mayoría de los casos); ya sea
como poder autónomo en el Estado, ya sea en su forma militar
populista (Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), Juan José
Torres en Bolivia (1990-1991), Omar Torrijos en Panamá (1968-
1978), entre otros) lo cierto fue que en América Latina tuvo
lugar una entrada no sólo tardía, sino que además incompleta a
la modernidad. En efecto, como consecuencia del predominio de
los militares en el poder, la modernidad latinoamericana tomó la
forma de una "modernización sin democratización" que es lo que
diferencia el desarrollo histórico de las naciones
latinoamericanas con las europeas, particularmente después de la
segunda guerra mundial. En gran medida, dicha incompleta entrada
tuvo sus orígenes en una situación adicional, determinada por el
orden geopolítico mundial vivido durante el período de la Guerra
Fría
Pero la Guerra Fría fue solamente fría en Europa y USA, porque
en su forma caliente tuvo lugar en diferentes regiones del
llamado "Tercer Mundo"(5). América Latina fue uno de esos
escenarios de guerra y ella se dio a partir de la confluencia
mencionada entre reivindicaciones sociales y las ambiciones
soviéticas tendientes a ocupar posiciones en "la periferia"
luego de que Stalin fracasara en su proyecto de anexar toda
Europa. Porque una de las características esenciales del avance
del imperio soviético en el Tercer Mundo fue la de utilizar
legítimos movimientos anticoloniales de liberación, o
simplemente movimientos populares. Así ocurrió en el Medio
Oriente, en África, en el Sudeste asiático y también en América
Latina. Una revolución como la cubana, por ejemplo, nunca habría
sido posible en un escenario que no hubiese estado marcado por
los signos de la Guerra Fría. Así, muchas veces los EE UU se
vieron presionados a apoyar a las más siniestras dictaduras
militares, incluso a instalarlas en el poder, para contener a
movimientos sociales que, independientemente a la justicia de
sus demandas, estaban fatalmente envueltos en la retórica
comunista, o pro- comunista –como ocurrió con la Unidad Popular
en Chile– o en la castrista- soviética –como ocurrió con el
"sandinismo" en Nicaragua– o en ambas –como ocurrió en El
Salvador–. De este modo, a fin de detener el peligro a veces
imaginario, otras veces real, de que llegaran al poder
movimientos que facilitaran el avance soviético (después
castrista- soviético) los militares latinoamericanos apoyados
desde USA destruían en nombre de la defensa de la democracia,
las débiles estructuras democráticas que habían sido levantadas
en nuestros países. Estas fueron las llamadas dictaduras de
"seguridad nacional" cuyo luctuoso historial es suficientemente
conocido. La entrada a la modernidad democrática, o lo que es
igual, la occidentalización política de América Latina, fue
postergada hacia la agenda histórica del siglo XXl.
Hay que tener además en cuenta que el proceso de transición
entre la sociedad postcolonial y la moderna conlleva la
irrupción de las masas en la política y coincide con los
llamados proyectos de industrialización "hacia adentro", o
substitutiva, los que fueron relativamente exitosos en
Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay. En ciertos casos
fueron las propias oligarquías agrarias las que emprendieron el
proyecto industrialista, jugando los militares el rol de
mediadores entre diversas fracciones en el poder (caso
argentino). En otros casos, la modernidad industrial surgió cono
consecuencia de una ruptura radical entre los movimientos
insurgentes con el orden agrario tradicional (México). Rara vez
se produjo la combinación entre Estado, movimientos populares y
partidos políticos con exclusión de las fuerzas armadas (quizás
Chile hasta 1973). En Brasil, en cambio, después del derrumbe de
los populismos de Vargas (1930-1945; 1950-1954), Quadros (1961)
y Goulart (1961-1973), los propios militares intentaron liderar
el proceso de modernización industrial jugando el papel de, como
se decía en los años setenta, "burguesía nacional uniformada".
Hubo incluso países en donde se produjo la fractura con el orden
post-colonial sin que de ahí surgiera ningún proceso
modernizador, ni en la economía ni en la política. Este fue el
caso de Bolivia, país que en materia de golpes militares posee
el record mundial. Incluso, y de modo tardío, los generales
peruanos, con Velasco Alvarado (1968-1975) a la cabeza,
pretendieron realizar una curiosa síntesis entre nacionalismo,
movimientos de masas, populismo y dictadura militar. Todas las
combinaciones nombradas (y hay muchas otras) no permiten en
consecuencia dibujar un solo modelo de dominación política
militar en América Latina. Han habido, y probablemente seguirán
habiendo generales latifundistas, modernizadores, nacionalistas,
socializantes, desarrollistas, neoliberales, populistas etc. Lo
único que no vamos a encontrar, porque es un contrasentido, son
generales democráticos, por lo menos no cuando ocupen el Estado.
Los militares en el poder, independientemente a ideologías,
proyectos, modelos y locuras, han sido resultado de la
precariedad del desarrollo político latinoamericano, precariedad
que esos mismos militares han acentuado notablemente.
La Guerra Fría, es cierto, dio a los militares latinoamericanos
dos impulsos. El primero: una ideología negativa de poder: el
anticomunismo, basado en la amenaza hipotética o real del avance
comunista. El segundo: un considerable apoyo norteamericano en
el marco de "la guerra del tercer mundo" en contra de la
hegemonía pro-soviética. Después del fin de la Guerra Fría esos
impulsos ya no existen, lo que ha facilitado la tardía
democratización en el continente. Pero eso no significa que el
peligro del retorno de los militares ha desaparecido. Ese
peligro existirá mientras hayan dos condiciones históricas que
siguen prevaleciendo. Por una parte, el bajo grado de tradición
democrática de la mayoría de la población latinoamericana. Por
otro lado, que dentro de los estamentos no políticos, las
fuerzas armadas siguen siendo una de las instituciones con mayor
cohesión interna. Después de la Guerra Fría co-gobernaron con
Fujimori en el Perú. En la Venezuela de Chavez ya ocupan los
comandos claves del poder. E ideologías nunca faltan, más bien
sobran, cuando se trata de realizar la utopía militar de cada
ejército: la despolitización radical de las naciones.
De los enclaves autoritarios a los que se refiere M. A. Garretón
al analizar los procesos de transición democrática en Chile y
América Latina, el más "enclavado" está representado sin duda
por las Fuerzas Armadas. M. A.Garretón entiende a esos enclaves
como residuos del pasado dictatorial (6). Si embargo, esos
enclaves coexisten con poderes antipolíticos que no son sólo
resultado de dictaduras sino que más bien líneas constantes del
historial latinoamericano. De más está decir que una de las
tareas de la transición política implica convertir esos poderes
antipolíticos, no en políticos –la llamada politización de las
fuerzas armadas no es posible, porque esas fuerzas están
armadas, y la práctica política implica la exclusión de las
armas–sino que en a-políticos. Pues no todos los poderes que
constituyen un orden nacional son políticos, ni tampoco deben
serlo. La sociedad totalmente politizada es un sueño
totalitario, tanto como el de la sociedad no política que
imaginaron generales como Videla o Pinochet. Las estructuras
familiares, culturales, religiosas, empresariales, sindicales,
etc. representan núcleos no políticos de poder. Y a esos núcleos
han de ser integradas las fuerzas armadas. Es esa una tarea,
quizás una de las más importantes en la agenda de la
democratización intercontinental.
Cuando la ausencia de politicidad es manifiesta, o cuando las
estructuras políticas han sido destruidas (a veces por los
propios políticos) suele ocurrir, y ha ocurrido, y no sólo en
América Latina, que poderes no políticos ocupen el lugar
reservado al poder político. Ya establecidos en ese lugar,
realizan, aunque sea una paradoja, una política de la
antipolítica que es la que sin excepción caracteriza a todas las
dictaduras en cualquier lugar del mundo. No obstante, como las
dictaduras militares no pueden gobernar sólo de acuerdo con la
lógica del poder militar, tienden a asociarse con otros poderes
no políticos, en contra del enemigo común: la política y los
políticos. En Europa, en especial en España y Portugal, las
dictaduras militares franquista y salazarista se unieron con
poderes religiosos a fin de afianzar su legitimidad. En algunos
países latinoamericanos han habido intentos similares, como el
de Ríos Montt (1982-1983) con las iglesias pentecostales en
Guatemala, entre otros, pero generalmente han tendido a unirse
con los llamados poderes económicos, ya sea nacionales o
internacionales. Las últimas dictaduras militares del Cono Sur
fueron no sólo militares, sino que además económicas, es decir,
directamente asociadas a corporaciones empresariales nacionales
y extranjeras. Ahora bien, puede darse el caso, y eso está a
punto de ocurrir en diversos países, que en una situación
histórica en que los ejércitos carecen de legitimidad social,
los poderes económicos tiendan a autonomizarse y ocupen, a veces
de modo subrepticio, el lugar que le corresponde al poder
político. Ese es, sin duda, otro de los peligros más notorios en
los actuales procesos de transición democrática en América
Latina.
2. El peligro de la economización de la política
No sólo los residuos de las dictaduras militares constituyen
enclaves autoritarios. Por lo general todo espacio que no es
reglado mediante el juego político es tendencial o realmente
autoritario. No es casualidad que del concepto polis se
desprendan tres derivados semánticos: política, polémica y
policía. La política se realiza de acuerdo a la participación de
los ciudadanos organizados quienes recurren a la polémica a fin
de dirimir sus antagonismos. La policía interviene cuando la
política ha sido destruida suprimiendo la polémica. Ahora bien,
si los intereses económicos no están políticamente
representados, pasan a ser representados por instancias no
políticas, o se representan a sí mismos, como está ocurriendo en
diversos países latinoamericanos. El problema no reside en
consecuencias que en la política se encuentren representados
determinados intereses económicos. El problema reside cuando el
lugar donde están representados no es el de la política.
Los grupos empresariales, agrarios, sindicales, etc. alinean sus
intereses alrededor de determinados partidos con los cuales
establecen relaciones de seguimiento, de militancia, o de
clientelismo y con el objetivo de alcanzar más poder que el que
poseen. Así, alrededor de la política, los intereses económicos
son pluralizados, ordenados y canalizados en el marco de una
lucha por el poder que no debe terminar jamás, pues si termina,
ya no hay democracia. La democracia vive de su ejercicio. La
representación no política de intereses económicos se ha dado,
en cambio, mediante el establecimiento y acción de dictaduras
militares.
El pasado reciente de América Latina mostró cuan estrecha fue la
colaboración entre los militares y determinados sectores
empresariales y latifundistas. Pues, así como todo poder no
político al no ser polémico es policial o autoritario, la
representación de intereses económicos es de por sí autoritaria,
y en muchas ocasiones, policial y militar a la vez. Por lo menos
así lo ha sido en América Latina.
La hegemonía de la economía sobre la política no sólo es
autoritaria porque la economía no es política, sino porque la
práctica económica contiene una serie de elementos autoritarios,
aún con prescindencia de los militares. En ese sentido, hay que
tener en cuenta que todo proyecto económico se ajusta a un
determinado plan, que puede ser de crecimiento, de ajuste, o de
desarrollo. De ahí que lo que interesa a los representantes de
la economía es la realización y cumplimiento de esos planes con
prescindencia de todo aquello que no es funcional o compatible
con ellos. El problema es que muchas veces ese "todo aquello"
está formado por seres humanos cuyos intereses deben ser
postergados en aras del cumplimiento del plan.
Al igual que las dictaduras comunistas de Europa del Este
orientadas siempre por un "plan de desarrollo", las dictaduras
militares latinoamericanas también fueron dictaduras económicas.
No son lejanos los tiempos en que representantes de distintas
escuelas económicas se apropiaban de los ministerios y dictaban
las pautas del desarrollo nacional, aplicando políticas de
"schock", esto es, eliminando social y muchas veces físicamente
a los sectores disfuncionales a los planes. No fue tanto, como
afirman algunos ideólogos, que hayan sido las llamadas políticas
neoliberales las que permitieron el establecimiento de
dictaduras militares, sino que exactamente a la inversa, fue la
existencia de dictaduras militares la razón que permitió que
fuesen aplicadas medidas neoliberales con absoluta prescindencia
de mediaciones políticas. Los economistas en el poder
respaldados por comandancias militares estuvieron a punto de
cumplir su utopía, que no era otra sino convertir al Estado en
una empresa financiera y comercial y a las naciones en
sociedades anónimas. Incluso, en algunos países, como es el caso
de Chile, pueden mostrar algunos éxitos, como por ejemplo, el
detenimiento de la inflación, o una mayor diversificación de las
exportaciones. No obstante: ¿qué dictadura no puede mostrar
determinados éxitos en el plano de la economía e incluso de las
reformas sociales?
En efecto, a diferencia de la política, la economía actúa de
acuerdo a dos relaciones inherentes a su propia lógica. La
primera es la relación costo-ganancias. La segunda es la
relación medios-fines. Si la ganancia es mayor, no importan los
costos. Si el objetivo puede ser alcanzado, no importan los
medios. Pero esa es la lógica que no puede ser la de la
política, porque la política es, entre otras cosas, un medio
reflexivo que se da un orden social para que sus diferentes
actores discutan y se conviertan en sujetos de acuerdo a los
conflictos y compromisos que entre sí contraen. Así se explica
que la política para realizarse requiere de un marco
democrático, del mismo modo como la democracia sólo puede ser
realizada por medios políticos. Esos medios políticos son
esencialmente éticos -discursivos. La economía, para realizarse,
no precisa en cambio de medios éticos -discursivos. Más todavía,
ellos son disfuncionales a los objetivos de los planes de
desarrollo y/o crecimiento. Es por eso que ajustar la política a
planes económicos lleva necesariamente a la destrucción de la
política. De lo que se trata, en cambio, es ajustar los planes
económicos a la discusión política; y eso es lo que no está
ocurriendo en casi ningún país latinoamericano.
La ya extensa y casi monótona literatura acerca del llamado
neoliberalismo económico no toma en cuenta que en la teoría
económica no hay teorías que sean correctas o incorrectas en sí.
Toda teoría económica es correcta si se poseen medios para
aplicarla. A la inversa: cualquiera teoría económica, y no sólo
la neo-liberal, puede causar estragos en una nación si ésta no
cuenta con medios políticos para orientar las instancias
económicas. Y en América Latina no sólo el neo-liberalismo ha
causado estragos; también el estatismo ha dejado detrás de sí
ruinas sociales y ecológicas. Cualquiera teoría económica que
prescinda de la política es esencialmente destructiva.
Uno de los problemas mayores reside en el hecho de que la
creciente economización de lo político se encuentra respaldada
en América latina por macroideologías que han llegado a ser
dominantes, tanto en círculos académicos como políticos. Una es
la liberal, que supone que la economía se regula por sí misma,
autorregulación desde donde surgirá un orden político
absolutamente racional. La otra es la marxista, todavía muy
influyente en algunas universidades. De acuerdo al postulado
macroideologico marxista-universitario, el desarrollo de las
fuerzas productivas determina el curso del acontecer político de
modo que la política, así como las instituciones democráticas,
no son sino una "superestructura" determinada por una base
económica. Los puntos de contacto entre marxismo y (neo)
liberalismo son mucho más estrechos de lo que a primera vista
parece. En ambas escuelas, la lógica de la razón económica
determina la realidad y por lo mismo ambas afirman que una buena
política sólo consiste en escoger una adecuada línea de
desarrollo que debe ser impuesta desde el poder. De ahí que las
dos teorías se caractericen no sólo por su apoliticismo sino que
por un desprecio no disimulado a la democracia (7).
La hegemonía de la razón económica sobre la política ha traído
consigo incluso una notable economización de los discursos
políticos. Léase cualquiera revista de ciencias sociales de
cualquier país latinoamericano y se verá que el noventa por
ciento de los escritos son de carácter económico. Pero no sólo
ese sobrepeso de lo económico se da en un nivel literario. El
discurso económico dominante ha sido asumido por los propios
políticos quienes se ven en la obligación de presentarse como
expertos en materias económicas, aunque muchas veces sólo
dominan las operaciones aritméticas básicas. Más aún: cuando se
encuentran en períodos electorales, la mayoría de sus promesas
son económicas. De este modo intentan comprar indirectamente los
votos de la población. Casi todos ofrecen crecimiento,
bienestar, fuentes de trabajo, aumentos de salarios, pero sin
tener idea acerca de como van a realizar lo que prometen. Temas
políticos propiamente tales como las libertades públicas, el
aumento de los espacios de discusión, la aplicación consecuente
de los derechos humanos, etc. son casi siempre dejados de mano.
De este modo, para los electores comunes y corrientes, la boleta
electoral tienen un significado similar a una tarjeta de
crédito. Votando por tal o cual imaginan adquirir un futuro
económicamente promisorio que por supuesto nunca llega, pues los
ritmos del desarrollo económico son muy diferentes a los de la
política.
Pero no sólo los políticos quieren ser expertos económicos. El
problema mayor es que los economistas, y lo que es peor, los
gerentes de empresas, quieren ser expertos políticos. En Europa,
el caso de un empresario como Berlusconi que accede al poder
político, es comentado con sorna en círculos políticos. En
América Latina en cambio, el "berlusconismo" es una tendencia
creciente. Cada vez son más los candidatos que ostentan en su
hoja de servicio ser gerentes, o empresarios, o por lo menos,
provenir del mundo de los negocios. No quisiera nombrar a nadie,
pero muchas elecciones están siendo ganadas en diferentes países
por representantes de empresas. Ha surgido incluso un nuevo
personaje: el político- ejecutivo.
En un ambiente absolutamente economizado, los políticos-
ejecutivos intentan hacer creer al público que la administración
de un país no es muy diferente a la de una empresa comercial o
financiera. Hay quienes imaginan que si el ejecutivo ha tenido
éxito en su empresa pueden tenerla también con la nación-
empresa. Convertida la nación en una empresa, suele suceder que
el empresario- político confunde a sus propias empresas con el
bienestar de la nación. No es casualidad entonces que la secuela
más inmediata de la economización de la política sea la
corrupción de la democracia. Cuando el dinero y el poder se
encuentran muy cerca, el dinero se convierte en un medio para
adquirir poder; y el poder se convierte en un medio para
adquirir dinero.
3. El peligro de la corrupción
Muy lejanos están aquellos tiempos de la polis griega en donde
la condición para hacer política residía en la separación
radical entre política y economía. La más mínima relación entre
ambas significaba para los griegos corromper la democracia. Pero
no sólo por la economía podía ser corrompida la democracia.
Corrupción en la significación aristotélica significaba el
abandono de virtudes ciudadanas, que son aquellas que llevan a
los "hombres libres" a ponerse al servicio de la polis (8). La
corrupción económica era sólo una entre otras. Hoy en cambio,
bajo el concepto de corrupción se entiende sólo el de la
corrupción económica, hasta el punto que corrupción y venalidad
han llegado a ser términos casi sinónimos.
Hoy, por cierto, no vivimos en tiempos griegos, y a nadie se le
ocurriría postular la separación entre actividades económicas y
políticas. En tiempos de la llamada globalización es esa una
imposibilidad total. Pero ello no lleva a deducir que la
política ha de ser puesta al servicio de la economía, y mucho
menos que los políticos deben ser instrumentos de poderes
económicos; aunque en muchas naciones hayan llegado a serlo.
La opinión que prevalece en el público internacional poco
informado es que los gobiernos latinoamericanos nadan en la más
absoluta corrupción, y por lo mismo, que nuestras naciones no
están preparadas para el juego democrático. Sin embargo, un
análisis detallado del fenómeno de la corrupción permitiría
deducir que el fenómeno de la corrupción es universal. El ser
humano, incluyendo a los políticos, es trasgresor, de eso no
cabe duda. Aquello que varía de lugar a lugar no es tanto la
intensidad de la corrupción como sus métodos. Y hay métodos que
son muchos más visibles que otros, sobre todo cuando la
institucionalidad es insuficiente, precaria o informal. Incluso
aventuraría la hipótesis de que en América Latina los políticos
son tan corruptos como en Europa, pero en América Latina
prevalecen ciertas condiciones objetivas que facilitan el
ejercicio de la corrupción. Una ya ha sido señalada y es la
extrema cercanía entre los poderes económicos y los políticos.
Hay además otra razón que conviene tomar en cuenta.
En América Latina la moral institucional no reposa sobre pilares
religiosos-culturales. Esto significa que no hay una moral
espiritual sustitutiva de la legal, de tal modo que si los
ciudadanos no se ajustan a leyes tienen que inventar su propia
normatividad, lo que hacen, en muchas ocasiones, según su
conveniencia. Lo afirmado contrasta por cierto con la creencia
relativa a la intensa religiosidad de los latinoamericanos. No
obstante, la adhesión a las iglesias, que en América Latina es
muy alta, no tiene que ver demasiado con el concepto de
religiosidad. Es sabido que el cristianismo de las clases altas
y medias latinoamericanas es predominantemente formal y por lo
mismo con una muy escasa cuota de espiritualidad. En muchas
ocasiones se es católico o protestante del mismo modo como se es
miembro de un club deportivo. En los sectores populares el
fervor religioso es más intenso, pero en la mayoría de los casos
la religiosidad popular, sobre todo la agraria, está impregnada
de signos mágicos, de modo que de la práctica religiosa no puede
deducirse casi ningún comportamiento moral.
La moral ciudadana que prevalece en América Latina es más bien
una ética constitucional, y si las constituciones y leyes no
rigen, la moral se reduce sólo a un asunto privado y no de la
polis. Los políticos, en ese sentido, son un reflejo del
sustrato moral de cada nación. No obstante, esa constatación no
implica necesariamente una desventaja . Todo lo contrario. La
precariedad de una moral religiosa-cultural obligará en el
futuro a reforzar las relaciones de civilidad que es de ahí, y
no de las voces divinas donde hay que extraer la moral
ciudadana. La ética político discursiva y no la prescripción
cultural o eclesiástica deberán ser en América Latina las
fuentes principales del comportamiento social.
Afirmar que la política, tanto la institucional democrática,
como discursiva, son y deberán ser fuentes de moral ciudadana,
significa invertir uno de los discursos predilectos de las
dictaduras que afirman que mediante la supresión de la política
–actividad, según ellos, corrupta– ha de producirse una re-
moralización de la vida ciudadana. Este es también un discurso
arraigado en amplios sectores de la opinión pública. Por eso
todos los dictadores han llegado al poder como redentores
morales, acusando a los políticos y a la política de corruptos.
La verdad, es que si no hubiera corrupción política los
dictadores la inventarían.
En ningún caso empero, la corrupción en una democracia supera a
la de las dictaduras. Las dictaduras, de por sí, y por
definición, son corruptas pues usurpan o roban un poder que no
les corresponde. Además las dictaduras tienden a corromper tanto
el carácter como las facultades racionales de los ciudadanos.
Por de pronto, al no permitir la libertad de opinión, inhiben la
capacidad de pensar. Al no permitir las libertades de reunión y
de asociación, inhiben las posibilidades comunicativas. Pero
aún, en el sentido de la corrupción tradicional, que es la
venalidad, las dictaduras militares son corruptas. La diferencia
es que en una democracia los casos de corrupción son más
visibles. Los de una dictadura se conocen mucho después que los
dictadores han abandonado el poder. Al escribir este artículo,
muchos años después de la dictadura de Pinochet, se está
sabiendo recién como el dictador robaba del tesoro público, y a
manos llenas, para él y su familia. Por mientras, predicaba su
odio desmedido a la política y a los políticos.
La corrupción, actividad que nunca podrá ser definitivamente
erradicada, a menos que encomendemos el gobierno a los ángeles,
puede sí ser, en cambio, limitada. Los gobernantes, como todo
los empleados públicos deben ser vigilados, tanto por los demás
poderes del Estado, tanto por la prensa libre, como por las
organizaciones civiles. Eso debe ocurrir sobre todo en naciones
donde el Estado administra fondos proveniente de ventas de
materias primas. Un Estado con mucho dinero puede ser tan
peligroso para una democracia como un Estado famélico. Pues no
sólo para su enriquecimiento personal usan determinados
gobernantes el dinero del Estado, sino que también, y sobre
todo, para aumentar su poder político. Existen, en efecto,
muchas formas de corrupción velada, como son por ejemplo la
repartición de puestos públicos generalmente inútiles entre
seguidores del partido gobernante; el aumento de sueldos y
salarios a funcionarios fieles al régimen e incluso, la
repartición de títulos y puestos académicos en universidades en
las cuales determinados partidos tienen más acceso que otros. Un
gobierno puede ser limpio y puro, pero si las instituciones
intermedias han sido corrompidas, apenas podrá gobernar. Y
cuando la corrupción no sólo es política sino que social, es
decir, generalizada, la democracia política no puede prosperar
en ninguna parte. Cuando la nación comienza a corromperse, no
sólo vertical sino que también horizontalmente, ha llegado la
hora de los golpistas, o de los demagogos, o de los populistas,
o de todo eso a la vez. El tan conocido fenómeno del populismo
latinoamericano es en gran medida un resultado de la corrupción
de las instituciones públicas, y por cierto, uno de los peligros
más grandes para cualquier proceso democrático.
4. El peligro populista
Mientras en Europa la noción de populismo posee una
significación negativa, en América Latina es más bien
descriptiva. La razón es simple: el populismo está asociado en
Europa a los fascismos que la asolaron. Y aunque el fascismo es
una forma de populismo, el populismo es multiforme. En América
Latina, en cambio, la idea de populismo se encuentra más bien
asociada con la presencia de multitudes en la escena política en
el marco de proyectos retoricamente nacionalistas. En ese
sentido, la noción latinoamericana de populismo se encuentra más
cerca del sentido real del término "pueblo"que la europea.
Evidentemente, populismo tiene que ver con pueblo. "Pueblo" es
una noción que si bien es pre-política es sin embargo más
política que la de "multitud" o "masa". La apelación al pueblo
presupone por un lado, cierta superación de intereses parciales,
y por otro, la elevación de ellos a un nivel de encuentro entre
diversos sectores grupos, incluso clases, en donde todos se
reconocen como miembros de una misma unidad. En consecuencias,
si el poder político es alcanzable mediante la conquista de
"mayorías", toda práctica política es y debe ser populista.
Pues una de las características esenciales de la práctica
política es que en ella los intereses particulares nunca pueden
presentarse en su forma específica, sino que articulados unos
con otros, y por lo mismo, a través de representaciones
simbólicas que son precisamente las que políticamente las
unifican. "Política es representación" (9). Y la representación
no puede ser sino simbólica.
Hacer política implica "sumar fuerzas"; pero las cifras son
expresadas no una detrás de la otra, sino que a través de un
"mínimo común denominador". Ese común denominador está
constituido gracias a las representaciones simbólicas de cada
una de las fuerzas que se suman. Es decir, la política populista
presupone tres momentos formativos: el de la suma, el de la
síntesis y el de la representación, que puede ser un partido, un
líder o un signo. En el recorrido de esas tres fases, el
movimiento populista adquiere una identidad que ya no es igual a
las de cada una de las partes del movimiento, lo que significa
que cada una de las partes ha debido ceder una cuota de auto-
identidad en aras de una identidad simbólica común. Luego, no es
tan cierta aquella creencia historicista que afirma que el
fenómeno populista es sólo propio a un período histórico como
formulara una vez, entre otros, J. C. Portantiero (10). El
populismo, como en el Perú de Fujimori y en la Venezuela de
Chavez, puede emerger en cualquier momento de la historia de
cada nación, sobre todo cuando las muchedumbres hacen su entrada
en la política y a través de signos representativos se
constituyen, o son constituidas, imaginariamente, como pueblo.
Ahora bien: si la práctica política es siempre populista ¿por
qué aparece contabilizada aquí como un peligro para la
democracia? Para responder a esa pregunta, tenemos que tomar en
cuenta dos razones: Una es que el populismo como tal no existe
más allá de sus formas de articulación, y éstas pueden ser
múltiples, porque hasta el fascismo, como se dijo, es populista.
De ahí que el peligro del populismo reside no en el populismo
como tal, sino en determinadas formas de representación. Es por
ese motivo que, si bien una práctica populista no es exclusiva a
una fase del desarrollo histórico, que es la tesis de los
historicistas, debe ser analizado a partir de sus formas
articulativas, las que son en cada lugar y tiempos diferentes, y
por cierto, siempre novedosas. La segunda razón, es que si bien
toda política populista es fuente de identidades que trascienden
a las identidades particulares, es decir, que supone cierta
desfiguración de las particulares, puede llegar el momento en
que las identidades particulares se encuentren tan desdibujadas
en la síntesis populista, que ya no puedan reconocerse en ella
sus trazados originales. Es decir, puede llegar a ser posible, y
lo ha sido en diferentes experiencias, que las representaciones
simbólicas adquieran vida propia hasta el punto que no
encuentren ninguna conexión con el objeto que una vez
representaron. Se trata en este caso de una fetichización de las
representaciones. Es por eso que así como una nación totalmente
politizada lleva a la destrucción de la práctica política, pues
ésta sólo es reconocible a partir de sus diferencias con la que
no es política, la realización total del populismo que es la
conversión de toda la nación en UN pueblo, destruye el espacio
de la práctica política, que requiere no sólo UN pueblo, sino
que –o sino no es política– de diferentes líneas divisorias al
interior de un pueblo.
Un lema de las izquierdas como es por ejemplo "el pueblo unido
jamás será vencido", puede ser muy emotivo, pero carece de
lógica. Porque ninguna izquierda puede representar al pueblo
unido; sólo a la parte de izquierda de un pueblo, es decir, la
izquierda sólo puede representar, al igual que la derecha, a un
pueblo no unido. O para ser más precisos: un pueblo sólo puede
unirse en un espacio que no es político, pues lo político
presupone la división de un pueblo. Espacios no políticos de
constitución popular son por ejemplo la revolución y la guerra.
En el de la revolución, el pueblo se constituye a sí mismo
frente a un poder que ya no lo representa, y reclama la
devolución de una soberanía que le ha sido arrebatada. En el de
la guerra, el pueblo se une, a través de su Estado, en contra de
otro pueblo que también está unido a través de su Estado. Pero
el pueblo jamás se une en contra de sí mismo. El peligro del
populismo reside entonces en la pretensión de sus representantes
de cerrar las líneas divisorias que hace de la política, y por
lo mismo, de la democracia, un campo de representación de
diversas posiciones. Y como esas posiciones son diversas, la
síntesis populista que suprime el antagonismo tiene que ser
radicalmente simbólica.
En el simbolismo radical del populismo las líneas divisorias que
separan al pueblo entre sí son transportadas en contra de
enemigos que pueden ser reales, pero también imaginados. Ese
agente externo de negación constitutiva de la afirmación popular
puede ser muy diverso: puede ser la nación enemiga, pueden ser
los extranjeros que habitan el país, pueden ser los ricos, los
corruptos, la oligarquía, el imperialismo, la globalización, es
decir, puede ser cualquier cosa que opere como representación
simbólica del mal absoluto, contra el bien total representado
por la voluntad popular –y esta es una de las características
esenciales del populismo– corporizada por un líder carismático
cuya función es trasladar las diferencias hacia el exterior del
pueblo, para que el pueblo siga imaginando que es un solo
pueblo. Todo populismo se expresa necesariamente en la
personificación extrema del poder. O dicho al revés, la
personificación extrema del poder, si bien es un resultado de
una política que ha sido desbordada por sus componentes
populistas, es también una de las razones que llevan a la
radicalización antipolítica de los populismos. De más está
quizás decir, porque es un hecho muy conocido, que las
personificaciones extremas del poder constituyen un signo
particular de la política (no sólo de la populista)
latinoamericana y, por de pronto, uno de los peligros más
grandes para la transición democrática de la región. Eso explica
que todos los populismos sean autoritarios, aunque no todas las
representaciones autoritarias son populistas.
5.- El peligro de la personificación extrema del poder
Del mismo modo como la política tiende a ser populista, la
política ha de representarse en determinadas personas que
simbolizan la unidad de diferentes actores. La política ha sido,
es y será siempre antropomórfica. La excesiva personificación es
en el fondo un problema de gradación. Así como en el populismo
puede suceder que las siempre necesarias representaciones
adquieran una significación que escapa a sus significados
originarios, la personificación del poder puede alcanzar un
extremo que la desligue de sus representaciones y pase a
constituir en sí, el principal agente político de
diferenciación, hasta el punto que los alineamientos políticos
comienzan a ordenarse a favor o en contra de una determinada
persona en el poder, y no en función a los intereses, ideales,
posiciones que esa persona representa. Si así sucede, quiere
decir que la política ha sido degradada desde la fase de la
representación personal a la de la representación carismática.
En analogía a las formas legítimas de dominación tipologizadas
por Weber (legal, tradicional y carismática) es posible también
establecer diferentes formas de representación (11). La
representación carismática surge de la creencia relativa a que
el agente que ejerce poder actúa no sólo en representación de sí
mismo, sino que de una voluntad superior de la que ese agente
sólo es intermediario. La teoría del derecho divino europea se
basaba en el postulado de que el rey gobernaba de acuerdo a una
voluntad superior que era cedida al pueblo y que el pueblo cedía
al soberano. La teoría del poder entre los islamistas se basa en
la tesis de que los califatos representan la autoridad de Dios
sobre la tierra. No obstante, en tiempos y zonas seculares, las
formas de representación han debido ceder el terreno a otras
instancias carismáticas no religiosas; entre ellas, las
ideológicas y las personalistas.
En el período comunista, la dictadura del Partido se basaba en
la creencia carismática relativa a que el Partido era el
depositario de la Historia. Todos los dictadores comunistas
creen por eso que "la historia los absolverá". El dictador
populista, en cambio, imagina que actúa de acuerdo a una
voluntad general que él solo representa, porque él es la
síntesis personificada de esa voluntad. El problema es que a
veces llega a serlo. Por ejemplo, en un momento culminante de su
historia, Perón llegó a ser la representación del pueblo
argentino. El amor sin límites que todavía algunos argentinos
profesan a Perón es un amor narcisista. A través de Perón se
aman a sí mismos.
Pero no sólo en nombre de un pueblo imaginario o real actúa el
dictador, populista o no, sino que también de "un pueblo
histórico", es decir, su carisma se basa en la fantasía de que
ese poder proviene desde un inconsciente colectivo cuyas voces
el dictador escucha. Mussolini, por ejemplo, suponía que el
encarnaba a la Roma de los Césares transportada por voluntad
superior al siglo veinte. Franco suponía que él era el portador
de la antigua España medieval y cristiana. Detrás del caudillo
carismático hay siempre una "voluntad superior" que puede ser
divina o secular. Pinochet por ejemplo, se hizo nombrar Director
Supremo, homologando a O"Higgins, el fundador de la nación. En
América Latina en general, casi siempre detrás del "gran hombre"
se encuentra la sombra de un "gran nombre". Los caudillos
latinoamericanos han recurrido por lo común al telón de fondo
representado por la imagen de un Gran Libertador (San Martín,
Martí, Bolívar, Sucre, etc). Pero esa misma recurrencia es la
que delata el notable ímpetu antidemocrático que los
caracteriza. Porque es evidente que esos grandes libertadores
representan símbolos positivos, como por ejemplo, energía,
valor, honor, etc. Pero esos símbolos, al corresponder
justamente con la pre-historia de sus naciones, son no-políticos
y pre-democráticos, es decir símbolos de guerra, y no pueden ser
trasladados al espacio democrático a menos de que se quiera
convertirlo en uno de guerra interna. Los grandes libertadores
fueron grandes dictadores, y no podían sino serlo. Hoy día las
naciones latinoamericanas no precisan de símbolos dictatoriales
por muy grandes que hayan sido los portadores de esos símbolos
en el momento histórico que les correspondió vivir. Por esa
misma razón, las permanentes recurrencias a personificaciones
autoritarias son inocultables intentos de regreso a estadios no-
políticos que, como ha sido dicho, constituyen el momento
originario de nuestras naciones. Muchas veces tales recurrencias
se presentan como revoluciones. En realidad, se trata de simples
involuciones.
Por cierto, es ilusorio creer que la política debe ser una
práctica puramente institucional y por lo mismo extremadamente
racional. Hacia el espacio de la política son transferidos no
sólo intereses sino que emociones, odios, y amores y los
representantes políticos deben contar con esa emocionalidad
transferida. No obstante, cuando el representante político
concita demasiado amor, y por lo mismo, demasiado odio, hay que
hacerse preguntas acerca de la estabilidad emocional de una
nación. Pues, una de las tareas de la política es no sólo servir
de espacio de transferencia, sino que también de conversión, es
decir, ha de ser un lugar en donde las emociones deben ser
convertidas en argumentos, y por lo mismo, no deben ser
concentradas en un solo personaje. Una de las obligaciones del
político profesional es dar formato político a las emociones, y
no enardecerlas.
Lamentablemente, cuando el personalismo político alcanza un
grado extremo, el representante político se convierte en el
principal objeto de discusión. En esas circunstancias es muy
fácil que si él no es contenido a tiempo, caiga en excesos
representativos o en fantasías omnipotentes. Ello se puede
observar en el curso de su retórica. Casi siempre tiende a
abusar del tiempo ciudadano y a hablar mucho más allá de lo que
es políticamente necesario. Sus discursos serán cada vez más
emocionales; y suele suceder que abandone el lenguaje de la
discusión y caiga fácilmente en la invectiva y en la
descalificación. La violencia de las palabras no tarda en esos
casos en traducirse en la violencia de los hechos. Poco a poco
la lógica argumentativa será reemplazada por gritos y signos
mágicos, y las multitudes en las calles se dejarán llevar más
por la uniformidad de los colores de las banderas, camisas o
boinas, o por la rima de consignas gritadas a coro, que por sus
intereses e ideales. En síntesis, la política, y sin que sus
actores se den cuenta, entra en un abierto proceso de
facistización. Las estructuras populares se convierten en un
pueblo; el pueblo se disuelve en masa, y la masa en chusma. La
facistización de la política, que siempre es una de las secuelas
del desmedido populismo y de la irresponsabilidad de los líderes
populistas, no corresponde a un período histórico
cronológicamente determinado. Es más bien un peligro constante
en todos los procesos de consolidación democrática. Y la región
latinoamericana está viviendo uno de ellos.
6. El peligro de la desigualdad social
Una de las legitimaciones de los desbordes populistas y/o
autoritaristas de las (re)nacientes democracias latinoamericanas
ha sido localizado por la mayoría de los expertos en las enormes
desigualdades sociales que caracterizan a los países del
continente (12). Naciones con desigualdad social extrema no
están en condiciones de generar estructuras democráticas; ese es
un argumento que los enemigos de la democracia esgrimen con
frecuencia. Una variante desarrollista y/o evolucionista, supone
que la democracia es un bien necesario, pero que sólo podrán
adquirir las naciones cuando hayan superado el lastre de la
pobreza social. Antes de hablar de democracia, dicen los
desarrollistas de derecha, es necesario educar al pueblo, y
mediante esa vía integrarlo a la comunidad nacional. Antes que
nada es necesario –responden los desarrollistas de izquierda–
realizar transformaciones sociales radicales y después podemos
comenzar a hablar de democracia. Sobre la base de la desigualdad
social, dicen en afinado coro las dos tendencias, es imposible
construir una democracia. Recuerdo en ese sentido una antigua
polémica que enfrentó a dos grandes escritores de nuestro
tiempo. El alemán Günter Grass y el peruano Mario Vargas Llosa.
Günter Grass manifestó una vez su plena comprensión relativa a
que en países como Cuba hubiera una dictadura, pues esa era,
según él, la única alternativa para superar la pobreza extrema
de nuestras naciones. Vargas Llosa, indignado, calificó a las
opiniones de Grass de "eurocentristas", pues sugerían que los
latinoamericanos no estaban preparados como los europeos para el
ejercicio democrático. Democracia para los europeos, dictaduras
para los latinoamericanos, esa era según Vargas Llosa la
intención del argumento de Grass. Los latinoamericanos también
deseamos la democracia, y no mañana, sino ahora mismo, replicó
Vargas Llosa. Interesante es constatar que la argumentación de
Grass se dio en los años ochenta, cuando en muchos países
latinoamericanos tenían lugar luchas en contra de dictaduras
militares, y esas luchas estaban guiadas por la intención de
(re)establecer la democracia .
Ya lejos del calor de esa polémica, hay que conceder un punto a
Grass, y en ese punto quizás Vargas Llosa estaría de acuerdo;
ese punto es que pobreza extrema y desigualdad social no
constituyen el mejor terreno para construir democracias. Las
desigualdades sociales, sólo por existir, generan tensiones
internas difíciles de ser superadas políticamente. La pobreza es
además un buen alimento para demagogos y populistas de todas las
especies, y ningún gobierno puede aspirar a una segura
estabilidad en esas condiciones.
Pero, que las desigualdades sociales y la pobreza extrema no
sean un terreno adecuado para una democracia, no significa que
la democracia es una imposibilidad. Por el contrario –y ésta es
mi contra- tesis– esas condiciones hacen más necesario el
establecimiento de un orden democrático. En este sentido, las
dificultades para erigir un orden democrático, más que de las
desigualdades sociales provienen de un mal entendido que
conviene dejar en claro. Ese no es otro que aquel que afirma que
la tarea inmediata de toda democracia debe ser la de superar las
condiciones que determinan la pobreza social. Ese malentendido
es generalmente propagado por los propios políticos, pues como
ya se dijo anteriormente, la mayoría de ellos tiene la opinión
de que son excelentes expertos en materia de economía; es decir,
se trata de una creencia derivada del peligro de la
"economización de la política".
Por cierto, por su cercanía al poder, el político está en
condiciones de incentivar muchas medidas económicas, pero eso no
significa que siempre se encuentra en condiciones de alterar
estructuras sociales, pues ello depende de procesos que duran
mucho más que un período gubernamental. Los tiempos de la
economía son muy diferentes a los de la política. Es igualmente
cierto que todo gobierno es a la vez que político,
administrativo y económico. Pero la democracia, y esto es lo que
aquí se está discutiendo, no es sólo administrativa o económica;
es esencialmente política; y si un gobierno efectivamente está
en condiciones de implementar decisivas medidas económicas, esa
es tarea de un gobierno; pero no de la democracia. La democracia
no puede ser juzgada por los buenos o malos gobiernos económicos
que de ahí surgen. Sólo nos puede garantizar que a un mal
gobierno es posible cambiarlo por otro mejor; o también, por
otro peor; pues el juego político implica apuestas y riesgos. En
otras palabras: La democracia no soluciona, por su sola
existencia, los problemas sociales, pero sí, y esto es otra
cosa, crea condiciones políticas y jurídicas para que las luchas
sociales tendientes a superar problemas económicos puedan tener
efectivamente lugar. Recuerdo en ese propósito que hace algunos
años el Presidente argentino Alfonsín dijo en uno de sus
discursos: "Yo fui elegido Presidente porque prometí restaurar
las libertades públicas, lo que he cumplido. Pero algunos me
quieren derrocar porque no he eliminado la desigualdad social;
y eso nunca lo prometí". La sinceridad de Alfonsín no podía ser
aceptada por una población que había creído a pies juntillas en
la omnipotencia total de la política. Después de Alfonsín fue
elegido Menem, que sí prometió eliminar, y en pocos días, la
desigualdad social. Por cierto, no cumplió; no podía hacerlo.
Más todavía: el Estado, gracias entre otras cosas a las geniales
políticas de Menem, cayó en la bancarrota más grande que conoce
la historia argentina.
La democracia, en tanto forma política de vida, pertenece al
reino de las libertades; y la economía, al de las necesidades.
De acuerdo al pensamiento economicista latinoamericano –que ha
sido el de todas las dictaduras– el reino de la libertad debe
ser sometido al de la necesidad. Sin embargo, entre libertad y
necesidad no puede haber ningún antagonismo que no sea
voluntario; tampoco una subordinación de una respecto a la otra;
se trata, si se quiere, de dos espacios que pueden ser
complementarios pero que siempre son diferentes. Permítaseme
poner un ejemplo: la lucha de un sector obrero por obtener
mejores salarios, no es una lucha política, sino que social y
económica. ¿Cuándo es una lucha política? Pues, cuando esos
obreros exigen mayor libertad de opinión, de reunión y de
opinión, para poder librar una lucha social y económica que les
permita elevar sus salarios. A través de este ejemplo se
demuestra como las luchas políticas pueden llegar a ser
complementarias. La posibilidad de esa complementariedad es la
que hace y ha hecho posible que en condiciones de desigualdad
social los sectores pobres hayan unido reivindicaciones
materiales con reivindicaciones políticas, exigiendo democracia
cuando no la hay, y una ampliación de la democracia cuando ésta
es muy restringida. El ejemplo dado (pueden haber otros
parecidos) demuestra además porque en condiciones de desigualdad
las relaciones democráticas son más necesarias que en
condiciones de relativa igualdad pues ellas son las que permiten
seguir luchando por una mayor justicia social.
Los mejoramientos sociales pueden ser alcanzados por dos vías:
1) mediante la dádiva o concesión de un tirano que lleva a cabo
determinadas medidas sociales asistencialistas con el objetivo
de mantenerse en el poder, es decir, de hacer imposible la lucha
democrática. Todos los dictadores han llevado a cabo dichas
medidas; unos más, otros menos. 2) Mediante la lucha social.
Pero esta última, para llevarse a cabo, requiere de una
organización de los que luchan, lo que implica el derecho a
asociarse. Requiere además la publicitación de demandas, lo que
implica luchar por el derecho a la libertad de opinión que sólo
puede existir allí donde hay libertad de prensa, radio y
televisión. Requiere además de libertad de reunión, de palabra,
y no por último de pensamiento. Así se explica que las grandes
conquistas sociales hayan ido acompañadas de un aumento notable
de los espacios democráticos; y viceversa también. La dicotomía
entre el reino de la necesidad y el de la libertad no sólo es
tendenciosa; es además falsa.
El otro argumento en contra de la apertura democrática en un
orden social radicalmente desigual es que, bajo esas
condiciones, la democracia adquiere sólo un carácter formal y no
real. Esa opinión ha sido tan repetida que ya es un lugar común.
No obstante, cabe hacer la siguiente pregunta: ¿qué tiene de
negativo que una democracia sea formal? Seamos lógicos: Lo
contrario de democracia formal es democracia informal, y eso si
que es un absurdo muy grande. La democracia es y debe ser formal
por dos razones. La primera, porque en sus momentos
fundacionales debe ser puesta en forma a través de instituciones
que suelen preceder al ejercicio democrático. Lo segundo, porque
ya en ejercicio, las formas de la democracia deben ser
mantenidas, pues de ellas depende que los conflictos puedan ser
solucionados políticamente. La democracia existe siempre en
forma.
Por cierto, hay que tener en cuenta que cuando algunos dicen
formal, quieren decir que la democracia no es lo suficientemente
participativa, sino que más bien exclusiva. Aquí hay que hacer
de nuevo una pregunta ¿es posible poner en forma una democracia
que sea inmediatamente válida para todos y para siempre? Aún en
las naciones más democráticas del mundo la fundación democrática
tuvo un carácter exclusivo, y en muchos casos, elitista. Pero,
precisamente, porque en su momento fundacional la democracia no
es para todos, o sólo lo es formalmente, puede permitir a
aquellos que no están, o no se sienten integrados en ella,
luchar para participar plenamente en su ejercicio. Una buena
democracia se mide no porque sea para todos, en todos los
lugares y tiempos, sino porque contiene dispositivos que permite
renovarla y ampliarla. Todo lo que es grande hoy día ha sido
pequeño alguna vez. Digámoslo más claramente: la democracia no
es un regalo de los políticos a un pueblo; la democracia se
conquista, día a día, y sin fin, porque cuando haya sido
alcanzada la democracia perfecta, o estaremos en el reino de los
cielos o en el infierno totalitario. Son las imperfecciones, las
asimetrías, las desigualdades, los motivos que hacen posible y
necesaria a la razón democrática. Si hubiera sólo igualdad, no
necesitaríamos de ninguna democracia. Por eso no es lógico
pensar que la instauración de una democracia debe ser el
resultado de la supresión de las desigualdades sociales. Pero sí
es lógico pensar que la existencia de una democracia hace
posible que la lucha entre las desigualdades pueda ser
políticamente regulada. Con eso se quiere afirmar que la
democracia, antes que nada, es un campo de luchas cuyo resultado
será siempre incierto.
7. El peligro de la desintegración política
Si la democracia es un campo de luchas políticamente regulado,
es también el lugar en donde se ordenan las correlaciones entre
diferentes posiciones antagónicas. A través de esa lucha los
distintos actores adquieren una identidad que jamás alcanzarían
si es que no entraran en conflicto entre sí y con los poderes
centrales. De ahí que la democracia permite la adquisición de
determinadas identidades políticamente configuradas, pero a la
vez, para que estas identidades sean adquiridas, se requiere de
la acción de sujetos portadores de una mínima capacidad de
articulación. Ahora bien, si los diferentes actores no se
articulan entre sí, difícilmente los conflictos pueden alcanzar
una categoría política, pues política supone, en primera línea,
la articulación de las instancias que la constituyen. Así se
explica porque las dictaduras no siempre reprimen a los
movimientos sociales sino que además los organizan verticalmente
con el objetivo preciso de que no puedan articularse
políticamente. Prácticamente no hay ninguna dictadura que no
haya intentado incentivar la formación de "organizaciones
populares". Hasta una dictadura tan anti-popular como la de
Pinochet en Chile, logró estructurar amplias bases de apoyo
popular en las "poblaciones" de Santiago..
Las dictaduras institucionalizan la articulación social sobre la
base de la desarticulación política. Por lo común las dictaduras
surgen gracias a la desarticulación política, o lo que es
parecido, de una situación en donde las diferentes posiciones,
al no poder articularse entre o en contra de sí, tampoco logran
generar un espacio democrático de contienda. Muchas veces, y no
sólo en América Latina, los espacios democráticos de
articulación han sido cerrados por las propias fuerzas
democráticas cuando se apartan de las reglas que han contraído
para poder luchar entre sí de un modo no destructivo. Los
ejemplos en ese sentido son innumerables.
Es posible distinguir entre diferentes formas de desarticulación
de la política. Una, quizás la más conocida, es la
desintegración regionalista y/o territorial. El fraccionalismo
regional ocurre por lo general cuando el propio Estado vive un
proceso de desintegración, hecho que en América Latina suele ser
frecuente. El regionalismo es en ese sentido una suerte de
retroceso a la situación pre-nacional que en muchos países ha
continuado existiendo, cobijada bajo las sombras de un Estado
más bien ficticio que real. Los caudillos regionales adquieren
en esas condiciones un poder mucho más efectivo que el estatal,
y en zonas agrarias han logrado generar poderes que cuentan con
medios represivos, e incluso con ejércitos propios, los que
actúan de modo independiente al poder central.
El caudillismo territorial antecede al de masas. El primero
corresponde a un orden patrimonial que en algunas zonas del
continente sigue prevaleciendo. El segundo a la llamada
"sociedad moderna", y entre esos dos tipos de caudillismo hay no
sólo rupturas, sino que también una innegable continuidad. El
caudillo populista, por ejemplo, es muchas veces la
representación imaginaria de un "patriarca nacional" quien, para
representar el poder público, ha debido pactar con el
caudillismo regional, que en países como México, Brasil,
Colombia, y en alguna medida, Argentina, es una realidad muy
actual.
Más allá de los poderes regionales, están los llamados poderes
fácticos, los que atraviesan a los poderes territoriales. Entre
ellos encontramos a agrupaciones familiares, a sectas
religiosas, a logias, a asociaciones empresariales, comerciales
y sindicales, a los llamados carteles, a determinados grupos
armados, e incluso a algunas mafias.
Suele suceder que en períodos de crisis política los poderes
fácticos emergen a la luz pública a manejar directamente los
mecanismos de la política. A la inversa, muchos políticos son
representantes de poderes fácticos. Suele suceder también que
desde el poder político son contraídas complejas relaciones de
alianza con esos poderes. Muchas veces detrás de un mandatario,
o de una simple gobernación, se mueven los hilos de poderes no
políticos. Ahora, como la práctica política no puede existir en
estado de pureza, lo más normal es que los poderes fácticos usen
su poder en la política, lo que implica para ellos aceptar
cierta politización. El problema reside en el grado de
representación de dichos poderes que, si es muy excesivo, lleva
a una subordinación de la actividad política a la factual. Si
los poderes fácticos actúan en un campo legal, el problema no es
demasiado grande. El problema reside cuando actúan al margen de
la Constitución, y este es el caso de las mafias, de los
consorcios de drogas, de guerrillas de autosubistencia como las
FARC en Colombia, y no por último, de organizaciones criminales
adheridas al Estado, como las policías secretas, y sobre todo,
los grupos para-militares, encargados de hacer el trabajo sucio
que ni la policía oficial ni el ejército constitucional pueden
realizar bajo la luz pública.
La existencia de poderes fácticos no es siempre un obstáculo par
el orden democrático, pues gracias a la diferencia con ellos, el
poder político adquiere su especificidad. Hay ocasiones,
incluso, que los gobernantes políticos deben dialogar con
organizaciones ilegales (grupos armados, mafias regionales) con
el objetivo preciso de integrarlas de algún modo al orden común.
Pues, el pasado antipolítico es en muchos países
latinoamericanos parte del presente. No hay que olvidar que la
democracia política nace donde, por lógica, no hay política, ni
mucho menos democracia.
Por lo demás, tanto en la economía, como en las estructuras
sociales, los diversos poderes quieren ser reconocidos. Y la
política es sobre todo lucha por el reconocimiento. Pero para
ser reconocidos, los poderes fácticos tienen que anunciarse de
algún modo en la escena pública. Ya ese anunciamiento implica
cierta politización. Pues como deben presentarse políticamente,
tienen que asumir ciertas reglas del juego y ceder parte de su
identidad no política a instancias de representación política.
Quizás el caso más interesante de reintegración política es el
que está teniendo lugar actualmente en Colombia. A partir de
"una contradictoria recomposición nacional"(13) tienen lugar
difíciles conversaciones entre representantes gubernamentales
con grupos armados, ya sea guerrilleros o para-militares. La
desligitimación universal de la violencia como medio de lucha
por el poder está llegando incluso a Colombia, como demuestra un
inteligente análisis de Eduardo Pizarro Leongómez (14).
Uno de los objetivos del juego democrático reside precisamente
en la integración social por medio del uso político. Es por ello
que en aquellas zonas donde predominan tendencias
desintegrativas es difícil acceder a un orden democrático. En
ese sentido, la desintegración territorial comparada con la
desintegración social es un obstáculo menor.
La expresión más radical de la desintegración social es la
delincuencia, la que implica un altísimo grado de solidaridad
intergrupal y uno aún más altísimo de ausencia de solidaridad
social. El aumento de la delincuencia en los diferentes países
latinoamericanos ha obligado a los cientistas sociales a hacer
de la "seguridad" un tema preferencial (15). Por cierto, no
existe consenso relativo a como enfrentar la delincuencia. Pero
ya hay por lo menos algunas concordancias. Por una parte,
prevalece cierto acuerdo en que si bien la pobreza material
incide en la delincuencia, no es su causa determinante. Allí
donde los sectores populares poseen algún grado de organización,
ya sea comunal o regional, las tasas de delincuencia no son muy
altas. Una comunidad de campesinos o de indígenas pobres no cae
en la delincuencia porque la pertenencia a una comunidad implica
adscribir a un conjunto de valores comunes. En cambio, en
aquellos lugares caracterizados por un grado de organización
social más bien baja, la delincuencia es alta, aunque los
ingresos sean superiores a los de otras partes.
La desintegración social tiende a acentuarse en períodos de
transición, ya sea económicos, o políticos. Mucho se ha escrito
en este sentido acerca de la transición económica acelerada por
los llamados fenómenos globalizadores, y que lleva a la
substitución de modos de producir basados en la ocupación
intensiva de fuerza de trabajo por otros que se caracterizan por
la implementación de tecnología altamente sofisticada,
particularmente la electrónica, y que son esencialmente
ahorrativos de fuerza de trabajo. En el marco de esas
condiciones, una enorme masa de trabajadores es lanzada al
mercado, la que intenta, de una u otra manera, subsistir por
cualquier medio. No es casualidad que la delincuencia sea más
alta en ciudades que hasta hace poco fueron centros
industriales. La criminalidad organizada es, desde esa
perspectiva, una forma de subsistencia generada por la
desintegración social. Y en períodos de transición es inevitable
que se produzcan determinados quiebres sociales.
Pero además de la transición económica, tiene lugar en
diferentes países de América Latina una larga y compleja
transición política entre regímenes autoritarios que ya no
pueden gobernar, y gobiernos democráticos que todavía no están,
ni social ni políticamente consolidados. Y cuando la
gobernabilidad es precaria, ella se traduce en un desgobierno de
las conductas sociales e incluso de la ética individual. La
desintegración parece por lo tanto ser consustancial a esa
transición, y en algunos casos es tan avanzada, que las
expresiones delictivas escapan a cualquiera posibilidad de
control social y deben ser enfrentadas policialmente. Pues como
ya se dijo, ahí donde no hay polí- tica, hay poli- cía. Pero, si
la policía es parte de esa desintegración total, y en algunos
países lo es, las alternativas de democratización de la vida
social son muy pocas. Por lo menos en un corto plazo. Como se
deduce, un Estado organizado supone una mínima organización de
sus aparatos de seguridad. Sin el monopolio estatal de las armas
puede tener lugar una suerte de privatización de los medios
represivos.
La privatización de la policía es una tendencia cada vez más
reconocida en América Latina, sobre todo en los sistemas de
vigilancia establecidos en los barrios habitados por gente
pudiente. De la misma manera, grupos poblacionales, sobre todo
en los barrios populares, se han visto en la obligación de
organizar su propia defensa frente a la criminalidad organizada.
En ese sentido hay que diferenciar entre dos formas de
privatización policial. Una es producto de la descomposición de
las instituciones estatales. La segunda surge de la necesidad de
crear organizaciones que asuman tareas que el Estado no puede
asumir, incluyendo las policiales. La primera forma es un
resultado de la desintegración que alcanza al propio Estado. La
segunda corresponde a formas provisionales de organización, en
espera de que el Estado alguna vez "llegue". En el sentido
expuesto, la llamada "sociedad civil", uno de los temas
preferidos de los sociólogos, no puede ser concebida haciéndose
abstracción de la existencia del Estado. Sin un Estado que
funcione, la sociedad civil es una quimera, pues civilidad sólo
puede emerger en diferencia, pero también en relación con el
Estado.
Un hecho alentador en los dos últimos decenios es sin duda la
aparición de instituciones no estatales cuyos objetivos apuntan
a construir relaciones de civilidad. En ese contexto hay que
mencionar a las organizaciones no gubernamentales (ONG) y a
redes comunicativas que, entre otras funciones, organizan intra-
socialmente a diferentes grupos, dando origen incluso a
movimientos tanto culturales, como sociales. Los movimientos e
iniciativas sociales son medios articulativos que producen
"sociedad" allí donde no la hay. Sin embargo, hay que convenir
que tales instituciones y movimientos tienen un sentido
ambivalente. Por una parte surgen donde las estructuras
políticas, tanto las del Estado como las de la población, no se
encuentran plenamente consolidadas. Debido a la ausencia de
politicidad que marca el origen de estas organizaciones, es
posible además que sus representantes mantengan una actitud
negativa frente a todo lo que aparezca como organización
partidaria o simplemente política. Esa actitud se manifiesta en
dos tipos de opciones aparentemente contradictorias. La primera
es la opción movimientista, la que supone que a determinados
movimientos sociales les está encomendada la tarea de suplantar
el rol de los partidos, lo que implica sobrecargar a los
participantes de un movimiento con tareas "históricas" que jamás
se han planteado. La segunda opción es la que podríamos llamar
"basista", que induce a plantear la reclusión de las actividades
"políticas" en determinados nichos sociales, culturales e
incluso ecológicos, con prescindencia de los temas nacionales.
Otras iniciativas "de base" más sofisticadas sugieren crear
líneas comunicativas horizontales, sobre todo por medio de redes
virtuales, y su objetivo está orientado a realizar acciones de
protestas puntuales, esporádicas y discontinuas. La ausencia de
interés por la política real de la nación que hacen gala estos
grupos, los lleva a practicar un militancia social orientada a
prácticas horizontales y sin referencia a los poderes centrales,
particularmente al Estado. Así como los sectores autoritarios
sueñan con la utopía de una sociedad puramente vertical, el
"basismo" –quizás el último reducto del romanticismo anarquista–
acaricia la utopía de una sociedad horizontalizada, plagada de
intereses particulares, sin articulación ni positiva ni negativa
con el "resto del mundo". En fin, se trata de proyectos
despolitizadores, y por lo mismo, muy peligrosos para el difícil
proyecto de construir una democracia, pues la democracia debe
ser nacional o no ser.
Dentro de esas perspectivas movimientistas y particularistas,
han ido ganado terreno en los últimos años ideologías étnicas,
cuyo substrato vindicatorio apunta en muchas ocasiones hacia una
suerte de etnización de la política. Dada la importancia
política de ese tema, lo trataré a continuación.
8. El peligro de la etnización de la política
Una característica de la democracia moderna es que actúa no sólo
sobre la base de desigualdades, sino que además de diferencias.
Desigualdades y diferencias en lugar de ser obstáculos para la
democracia son sus condiciones. En un mundo igual a sí mismo las
relaciones políticas estarían de más. Por esa misma razón no es
casualidad que una de las metáforas más recurrentes de los
últimos tiempos sea la de la "sociedad multicultural", la que
alude a espacios marcados por diferentes unidades culturales que
pese a sus diferencias deben coexistir en una misma nación y
bajo un mismo Estado. No obstante, la metáfora de la "sociedad
multicultural" conlleva a la vez un inevitable contrasentido.
Pues, la alternativa contraria es "sociedad monocultural" y algo
así no existe en todo el mundo occidental. Precisamente porque
la ciudad occidental no pudo más regirse culturalmente fue
necesario en algún momento apelar a los recursos políticos, y
luego a los democráticos, como medios que regularan las
relaciones entre ciudadanos diferentes.
La multiculturalidad latinoamericana ha ido en aumento. La
primeras oleadas migratorias caracterizaron a todo el período
industrial, y ocurrieron sobre todo desde "la vieja Europa"
hacia "las Américas". A ese fenómeno se agregaron las masivas
migraciones intercontinentales. Hay ciudades latinoamericanas
que han sido conquistadas por las migraciones "del interior",
alterándose no sólo las estructuras demográficas, sino que
también la culturales. Los emigrantes no sólo traen consigo
fuerza de trabajo, sino que también modos de vida, creencias y
mitos.
El multiculturalismo latinoamericano se ha visto incrementado
además en los últimos tiempos por demandas y reclamos de
culturas históricamente marginadas que presionan por obtener
reconocimiento social, jurídico y político. Dentro de ellas
podemos distinguir con claridad a diferentes movimientos de
"indios" cuya presencia se deja sentir con fuerza en naciones
con alta composición "indígena", naciones de las que los pueblos
indios quieren formar parte sin entregar como tributo sus
pertenencias culturales.
Los movimientos sociales y culturales al exigir su pertenencia a
la ciudadanía nacional, en igualdad de derechos y deberes con
todo el resto ciudadano, amplían el espacio democrático en los
países en donde actúan. En cierta medida, aunque no se
consideren miembros del Occidente político, exigen
reivindicaciones occidentales. La igualdad de derechos
ciudadanos, la libertad de asociación, de religión y creencia,
el respeto a las minorías, son nociones inscritas en las
mayorías de las constituciones occidentales, y en caso que no se
cumplan, los movimientos indígenas tienen además la alternativa
de recurrir a nociones supraestatales, como los "derechos
humanos" cuyo origen y representación son también occidentales.
En breve: los movimientos indígenas, juntos con los sociales,
los de género, y muchos otros, son partes insubstituibles de la
expansión democrática de nuestro tiempo.
No obstante, no todos los movimientos de los pueblos indios son
concientes del potencial democrático que portan, asumiendo a
veces actitudes que tienden a lesionar el mismo orden
republicano del que forman parte y que es el que les permite,
entre otras cosas, seguir luchando. Ese espacio en el que libran
sus luchas puede ser no muy democrático en sus práctica, pero lo
es casi siempre en sus formas, por lo menos en las
constitucionales. Uno de los principales objetivos de los
movimientos sociales significa, por lo mismo, realizar un ajuste
entre la forma constitucional y su puesta en práctica. Ese
ajuste implica en muchos casos enriquecer la Constitución
nacional la que, gracias a las luchas políticas incorpora a su
listado leyes que no habrían existido jamás si es que no se
hubiera luchado por ellas. Detrás de cada ley social hay
múltiples luchas políticas. El no reconocimiento de un
determinado orden constitucional, por muy imperfecto que sea,
implica en cambio renunciar al único espacio donde pueden tener
lugar las luchas políticas, adquiriendo éstas un carácter no
político, y por lo mismo, violento. A fin de aclarar más lo
expuesto, permítaseme poner un ejemplo escogido entre varios.
Un encuentro que tuvo lugar en el Perú entre el 12 y el 14 de
abril del 2003, y que agrupó a más de doscientos delegados
indígenas provenientes de las diversas regiones del país,
culminó con la entrega de una propuesta concertada al Primer
Vicepresidente de la República Jesús Alvarado y al Presidente de
la República Alejandro Toledo. En la propuesta se lee:
"Afirmamos que los derechos de los pueblos comparten la misma
calidad jurídica que la poseída por los derechos humanos
personales. En ambos casos, los derechos a los que nos
referimos, se desprenden de ser una persona humana o de ser un
pueblo. En consecuencia, el derecho a la existencia de los
pueblos no puede abolirse jurídicamente por ningún tipo de
legislación sea o no formalmente promulgada. Cualquier
"legalidad" que sea contraria a nuestros pueblos o a los
derechos humanos, si bien pudiera encubrirse con procedimientos
formales es en sí misma nula (16).
Retengamos la última frase.
Los redactores del documento consideran que su movilización es
legítima y por eso, cualquiera legalidad que se oponga a ella,
debe ser anulada. Con ello, los redactores establecen que en
caso de que haya contradicción entre legitimidad y legalidad,
hay que tomar partido a favor de la legitimidad. Conviene aquí
abrir más de un interrogante
Que una legalidad no coincida con la legitimidad que los pueblos
reclaman, aún en el caso de que esa legitimidad esté avalada por
los derechos humanos, no significa que automáticamente esa
legalidad sea nula. En el peor de los casos, puede ser declarada
no equivalente con principios de legitimidad que sustentan los
pueblos de una nación. Pero la nulidad de una legalidad sólo se
deduce del procedimiento legal que ha de declararla nula.
Ninguna legalidad se declara nula sin un mínimo de procedimiento
legal, si es que no estamos hablando de movimientos
secesionistas.
Por lo demás, que la legitimidad de los pueblos preceda a la
legalidad de todo Estado, es sólo posible saberlo cuando la
legalidad del Estado se encuentra constitucionalmente
conformada, ya que es el derecho constitucional la marca moderna
que permite diferenciarla de la que surge de la organización de
los pueblos basada en la pura legitimidad. Del mismo modo que el
número dos no anula al uno, el derecho constitucional no anula
al orden del (mal llamado) "derecho natural", sino que lo
transforma en su condición.
Oponer en sentido alternativo la legitimidad de los pueblos a la
legalidad del Estado es jurídica y políticamente improcedente, a
menos de que se trate de Estados dictatoriales que han barrido
con toda legalidad. Ajustar lo que se considera legítimo con la
legalidad vigente es, en cambio, una tarea del hacer político.
En el fondo, todos los grandes movimientos sociales luchan por
convertir aquello que es o consideran legítimo, en algo legal.
De ahí que declarar nula una legalidad que no se ajuste a
principios legítimos –sea ésta el derecho ágrafo de los pueblos,
sea ésta la propia Declaración de los Derechos Humanos– es
anular desde un comienzo el sentido de la acción política de los
pueblos, pues éstos principalmente luchan para que su
legitimidad sea alguna vez legalmente reconocida. O lo que es
igual: la declaración de nulidad sólo puede ser el resultado de
una lucha política; pero jamás su comienzo. Abandonar el campo
de la legalidad, en función de tradiciones imaginarias o reales,
es un precio que ha sido pagado muy alto en América Latina; y no
sólo por los pueblos indios.
Suponer que la legitimidad histórica se encuentra por sobre la
constitucional es una de las característica de las posiciones
etnicistas. Y uno de los más graves problemas que surgen de la
etnización de la política es que la identidad étnica no es
negociable. Una lucha social puede ser negociada, y la
experiencia sindical así lo demuestra. Después de una huelga
casi nunca los trabajadores obtienen lo que exigen, pero por lo
general obtienen más que lo que ofreció la parte patronal antes
de la huelga. Una reivindicación étnica, en cambio, al no
postular demandas políticamente realizables, tiende a caer en
posiciones fundamentalistas. El programa del MIP boliviano por
ejemplo, liderado por el caudillo Felipe Quispe, estipula:
"Nosotros debemos regresar a los gloriosos tiempos de los Incas"
(17). Frente a una reivindicación de ese tipo, no hay
negociación posible. La lucha de ese movimiento sólo puede ser
frontal, excluyendo la diagonalidad que caracteriza a todos los
conflictos políticos.
Pero el problema más delicado en las luchas que libran las
comunidades indígenas es sin duda el de la territorialidad. Que
tales comunidades exijan la devolución de terrenos arrebatados
por gobiernos anteriores, es una exigencia legítima. Pero cuando
lo hacen alegando la reivindicación de derechos históricos pre-
colombinos, surgen muchos problemas. Por un lado, nadie sabe
bien donde comienzan y donde terminan esos derechos, y por
cierto, ninguna nación puede ni debe hacerse cargo de su
historia pre-nacional. Por otro lado, toda nación es
constitucionalmente indivisible y ningún gobierno nacional
estará dispuesto a negociar sobre ese principio básico.
Hay que tener en cuenta además que las reivindicaciones
particulares –y las de las comunidades indígenas lo son– pueden
entrar en conflicto con otras reivindicaciones particulares. Es
posible que suceda, y ha sucedido, que la electricidad de una
aldea depende de la construcción de una represa, la que si se
lleva a cabo alterará los usos y costumbres de las comunidades
indígenas de la región. Cualquier gobierno que no sea demagógico
ni dictatorial tiene que escuchar las voces de los habitantes de
la aldea y las de las comunidades indígenas, y buscar una
solución adecuada, aunque deje insatisfechas a las dos partes.
Mucho más complejo es el problema si en territorios habitados
por comunidades indígenas son encontrados yacimientos de
materias primas, petróleo por ejemplo, las que pueden proveer de
divisas al Estado nacional. En uno como en otro caso, las
comunidades indígenas se ven en la necesidad de politizar sus
demandas, y eso significa intentar ganar aliados en otras
comunidades, e incluso entre sectores no indígenas. Pero si
utilizan el argumento de los "derechos históricos" sus demandas
se convierten en innegociables, y con ello sólo pueden perder.
En breve: de lo que se trata es de politizar las demandas
étnicas y no de etnizar a las demandas políticas.
El peligro de la etnización de la política es muy actual, y
tiene que ver en parte con influjos ideológicos que provienen
desde fuera de las comunidades indígenas, particularmente desde
fracciones de una izquierda anti-política que después del
derrumbe del comunismo busca nuevos actores que les permitan
mantener una actitud confrontativa respecto a todo gobierno y
con ello conservar su propia identidad. El indigenismo es para
esas izquierdas, una entre otras teorías de substitución. De ahí
que siempre es necesario diferenciar entre las demandas de las
comunidades indígenas y agrarias, y las ideologías que les han
sido superpuestas.
9. El peligro de la ausencia (o de la escasa presencia) de una
intelectualidad política
La intelectualidad latinoamericana ha sido y es, salvando
excepciones, predominantemente ideológica. La adhesión
ideológica es a la vez un obstáculo para el desarrollo del
pensamiento político pues las ideologías son sistemas cerrados
de pensamientos. Encerradas al interior de una ideología, los
medios del pensamiento que son los conceptos experimentan un
proceso de petrificación que es necesario sólo para la
conservación del sistema ideológico. En un sentido inverso, la
práctica política sólo puede tener lugar en un espacio donde
ocurren acontecimientos que, al serlo tales, son siempre nuevos
e imprevisibles, y por lo mismo, tienden a alterar los sistemas
ideológicos. Frente a los acontecimientos, los llamados actores
toman posiciones y ordenan filas unos frente a otros teniendo
lugar diferentes conflictos que para ser políticos han de ser
gramaticalmente configurados. Para el pensamiento ideológico, en
cambio, las posiciones ya están ordenadas antes de que aparezcan
los acontecimientos de los cuales las ideologías toman nota sólo
si caben en el orden de sus sistemas.
A pesar de que el pensamiento de muchos intelectuales
latinoamericanos es ideológico, son muy pocas las ideologías que
han sido producidas en tierra latinoamericana. En ningún otro
nivel es la dependencia externa tan notoria. No obstante, eso no
quiere decir que si esas ideologías hubieran sido producidas en
América Latina habrían sido mejores. No deja sin embargo de ser
sintomático que los intelectuales que más insisten en denunciar
las formas económicas de "la dependencia" se sirvan de los
instrumentos ideológicos más dependientes que es posible
imaginar. Particularmente ideológicos han sido y son los
intelectuales miembros de la izquierda académica, a las que
prestaré en este breve artículo una mayor atención, pues esa
izquierda académica supone que las ideologías que propagan
tienen un indiscutible valor político.
Desde luego, no existe ningún imperativo ni moral ni de ningún
otro tipo para que el intelectual tenga que definirse como actor
político. En el campo cultural y artístico son muchísimos los
aportes de los intelectuales latinoamericanos, y no es a ellos a
quienes me voy a referir aquí, sino a quienes se ocupan de las
llamadas ciencias sociales y económicas y que tienen la
pretensión de incidir políticamente con una producción
intelectual que suponen política y que en muchas ocasiones no lo
es.
En el espacio que ocupa la llamada intelectualidad hay en cada
nación una franja delgada desde donde son producidas ideas que
serán reformuladas en diferentes espacios de acción. Puede que
los actores de esa franja no se definan a sí mismos como
políticos, pero su incidencia política es importante pues, en la
medida en que ellos piensan, la nación (otros dicen "la
sociedad") se piensa a sí misma. De ahí que cuando se habla de
la crisis de la política no sólo es la política la que está en
crisis sino que también lo están aquellos que tienen que
producir ideas para que la política sea posible. Muchas veces
una crisis política no es sino una crisis intelectual reflejada
en la política.
Ahora bien, si el campo donde han de ser producidas ideas está
ocupado por ideo-logías, las ideas no circulan ni se reproducen
y lo más probable es que la práctica política, o se convierte en
ideológica, o se convierte en jurídica o administrativa. Creo
percibir que esas son las prácticas dominantes en la política de
la mayoría de los países latinoamericanos.
Una de las particularidades de los intelectuales ideológicos es
que ellos son, o imaginan ser, representantes de intereses e
ideales superiores. Por un lado tenemos a quienes prestan
servicio a un movimiento, partido, o Estado. En la jerga
"gramsciana" ellos se autodenominan "intelectuales orgánicos".
Dicha denominación es un contrasentido. Si un intelectual está
al servicio de una instancia externa, no es intelectual, pues la
práctica intelectual no puede estar determinada por el
seguimiento a una instancia no intelectual. La función de tales
personas es otorgar legitimación intelectual a instituciones
pre-establecidas. Su pensamiento no es libre, sino que pre-
determinado; en cierto modo, esos intelectuales no piensan; "son
pensados". Por otro lado tenemos los que imaginan representar a
fuerzas externas que pueden ser una "clase", un "pueblo", una
"razón moral" o una "misión histórica". No obstante, esas
fuerzas externas suelen ser simples representaciones internas.
Debido a esa razón, sus portadores imaginan que todos quienes
les contradicen son representantes de fuerzas también externas,
como "el neoliberalismo", "la globalización", el "mercado
mundial", "el capital" "el imperialismo norteamericano" o
cualquiera fantasía grandiosa que represente una "negatividad"
absoluta frente a las cuales ellos construyen una imaginada
afirmación. Eso explica que la izquierda académica rinda culto a
macroideologías que varían de tiempo en tiempo pero que tienen
en común prescindir de cualquiera experiencia. En los años
cincuenta, esos intelectuales apolíticos rendían culto a las
ideologías del desarrollo; en los años sesenta y setenta a la
"teoría de la dependencia"; en los años ochenta, a las
ideologías anti.neoliberales; desde ahí hasta ahora a la "teoría
de la globalización". En todos los casos, esas diversas
ideologías han mantenido rasgos comunes. Por de pronto, son
universalistas, pues sirven para explicar distintos procesos en
distintas partes y a la vez. En segundo lugar, están
canonizadas, es decir, siguen un canon interpretativo que es
repetido ritualmente en relación a cada análisis que emprenden.
En tercer lugar, poseen un trasfondo economicista que las lleva
inevitablemente a apoyar cualquiera tendencia autoritaria que se
plantee retóricamente en contra del imperialismo, de la
dependencia, del neoliberalismo o de la globalización, o de
cualquier cosa parecida. El tema de las libertades políticas es
ignorado totalmente. Y en cuarto lugar, todas carecen de
inventiva y por lo mismo son intensamente aburridas. Y es
explicable; en todas esas teorías brilla por su ausencia la
figura humana. En ellas sólo hay estructuras y procesos que se
desarrollan independientemente de la voluntad de cualquier
actor.
La extrema ideologización de la mayoría de los intelectuales
latinoamericanos origina contratendencias tanto o más apolíticas
que las tendencias ideologizadas. Por un lado, tenemos a los
investigadores "empiristas" que hacen "estudios de casos" cuyos
artículos con muchas estadísticas y cifras llenan las revistas
académicas. Por cierto, tales estudios pueden ser muy
necesarios, pero lo son sólo en el marco de la perspectiva de un
saber cuya condición no puede ser autoreferente. Por otro lado,
tenemos una abundante proliferación de estudios dedicados a
analizar objetos teóricos inexistentes cuyo único fin es
demostrar el conocimiento de sus autores quienes, por lo común,
citan a destajo a autores europeos y norteamericanos aunque no
tengan nada que ver con el tema a tratar. El intelectualismo es
una de las enfermedades más frecuentes que contraen los
intelectuales.
Pero, si el ideologismo, el empirismo y el intelectualismo, no
son actitudes políticas ¿cuándo es política la práctica
intelectual? Me atrevo, en ese sentido, a señalar cuatro
condiciones (pueden ser probablemente más). Las dos primeras ya
han sido nombradas.
La primera es la apertura hacia la realidad, o como ya se dijo,
hacia sus acontecimientos, pues cada acontecimiento es nuevo, o
sino la realidad no existiría.. Ninguna ideología puede dar
cuenta de la realidad de los acontecimientos, pues las
ideologías son antes que nada sistemas, y los sistemas no
reaccionan frente a momentos extrasistémicos, y los
acontecimientos siempre lo son. En breve, se trata de entender a
los procesos y a las estructuras a partir del estudio de hechos
y no el estudio de hechos a partir de los procesos y de las
estructuras. Esa última es una de las principales
características de muchos cientistas sociales latinoamericanos.
Todo lo que se encuentra afuera de alguna teoría, no existe para
ellos.
La segunda es centrar cada estudio en actores reales y no en
tendencias imaginadas, las que por cierto no son sino reflejos
de cosmovisiones que sólo existen en las cabezas de algunos
intelectuales. Así como en el pasado reciente la grandiosidad
imaginativa se expresaba en términos de "revolución mundial",
hoy en día hay las que se expresan en la forma de
"contrarrevolución mundial del capital neoliberal y
globalizante"(18) . Hay estudios que han llegado a producir
alucinaciones como la "toma del poder mundial por el capital
global", o fantasías similares, pero sin nombrar a una sola
persona que sea responsable de tan apocalípticos desenlaces. Las
estructuras y los procesos suplantan en dichos escritos a la
intervención de los humanos. En el mejor de los casos, ellos son
simples comparsas de teorías.
La tercera condición se deriva de la segunda, y reside en
mantener una abierta actitud a analizar conflictos reales. Pues
suponer que exista una realidad política sin conflictos, es una
imposibilidad total. No obstante, se puede observar en nuestros
intelectuales "políticos" una suerte de miedo a analizar
cualquier situación realmente conflictiva. Como la mayoría de
ellos ya ha tomado partido antes de que comience el juego de los
antagonismos, los conflictos son generalmente evaluados a partir
de una moral universalista situada por sobre toda experiencia.
Dichos intelectuales aducen, por cierto, que tomar partido es
una posición legítima pues el análisis imparcial es ingenua
imposibilidad. Pero, aun si se aceptara esa afirmación, hay que
convenir que antes de emitir un juicio, sea político o jurídico,
hay que escuchar a las partes. Nadie puede aceptar que en un
juicio legal un juez tome abiertamente partido por el acusado o
por el acusador antes de emitir sentencia. La tarea del
intelectual político no puede ser diferente. También ha de
emitir juicios, y eso supone analizar las razones que llevan a
actuar a cada una de las partes en conflicto. Eso significa
además, ponerse en la posición de cada uno de los polos
antagónicos, y a partir de ahí, tratar de entender a sus
representantes. Sólo luego de eso es posible emitir un juicio. Y
recién, con la emisión de un juicio, o sentencia, desaparece la
imparcialidad. No obstante, prevalece la tendencia a condenar
primero y a juzgar después. Cualquier lector puede corroborar mi
opinión revisando las revistas de ciencias sociales que se
publican en cualquier país latinoamericano. Por cierto, hay
excepciones; pero son poquísimas.
Desde luego, muchos intelectuales aducen que ellos han tomado
una opción previa: la "opción por los pobres", por ejemplo. Esas
opciones son seguramente válidas en el pensar teológico, pero no
en el político. Una opción por los pobres no puede significar
que los pobres deben tener siempre la razón sólo porque son
pobres. Suponer que los pobres no se equivocan nunca porque son
pobres, y que hay que darles la razón hagan lo que hagan, digan
lo que digan, elijan a quien elijan (aunque sea a un fascista),
significa suponer que los pobres carecen de razón discursiva. Y
esa es una simple discriminación disfrazada de "toma de
posición".
Si un intelectual evita como a la peste el análisis de los
conflictos reales, lo más probable es que evite el mismo entrar
en conflicto con otros intelectuales. Y efectivamente, la cuarta
y quizás la más decisiva condición del pensar político, es la
actitud polémica. Sin polémica, efectivamente, no hay política.
La polémica es guerra gramatical, y por lo mismo es el agua y la
sal de la política. No obstante, lo menos que se observa en la
producción intelectual latinoamericana, es polémica. Casi nunca
un autor critica intelectualmente a otro. En casi todas las
revistas de ciencias sociales latinoamericanas encontramos
artículos interesantes, inteligentes y eruditos. La producción
intelectual es además muy abundante. Pero, en términos generales
se trata de artículos o ensayos paralelos, sin ninguna
comunicación inter-discursiva. Y eso es grave.
El antagonismo es condición de pensamiento, y pensar significa
entrar en conflicto, ya sea con uno mismo o con los demás, o
dicho así: cada afirmación se encuentra internamente articulada
con una negación. El pensamiento es siempre crítico. Y el
diálogo en la medida que busca acuerdo entre dos interlocutores,
necesita del desacuerdo, pues o sino no hay diálogo, sino que
monólogos paralelos. Pues bien, la inmensa mayoría de las
revistas de ciencias sociales latinoamericanas están construidas
sobre la base de monólogos paralelos entre voces que no se
interfieren ni interrumpen.
Ante la ausencia polémica, suele darse el caso de que cuando el
enfrentamiento entre dos posiciones es inevitable, los
argumentos son reemplazados por la descalificación personal, por
la invectiva e incluso por el insulto. Y en ese punto, escribo
con conocimiento de causa.
El problema mayor de la ausencia de polémica es que sin polémica
ninguna nación (o "sociedad", como dicen algunos) puede pensarse
a sí misma. Las ideas sin dis-curso no tienen curso. Existen,
pero atomizadas, desarticuladas unas de otras, y eso lleva
inevitablemente a cierta disociación que se refleja
inevitablemente en la producción intelectual. Sin el "otro" que
disiente, es imposible corregirse a sí mismo. Sin la presencia
de ese "otro", son construidas fantasías que, si las personas
que las representan tienen algún poder –y muchas veces lo
tienen– terminan por imponerse en institutos y universidades del
mismo modo como en el pasado eran impuestos los dogmas de "la
verdadera religión".
Naturalmente, podrá decírseme que la que estoy describiendo no
es sólo una condición latinoamericana, y que semejante miseria
intelectual es posible encontrarla también al interior de las
más linajudas universidades norteamericanas y europeas. Acepto
ese argumento. Pero también hay que convenir en que la frase que
dice: "mal de muchos, consuelo de tontos", tiene mucho de
verdad.
10. El peligro del democratismo.
La vida en democracia implica riesgos porque si su mantenimiento
depende de medios políticos hay lugar para que se produzcan
equivocaciones que si no son corregidas pueden provocar el
quiebre de la propia democracia. Me atrevería a decir incluso
que una de los motivos que hacen necesaria a la política es la
enorme capacidad de equivocación que porta el humano. Por eso la
democracia necesita de instituciones que la contengan y, sobre
todo, que la limiten.
Un exceso de democracia puede ser nocivo para la propia
democracia. Si por ejemplo un gobierno quisiera satisfacer todas
las demandas sociales en el plazo más corto posible, llevaría a
cualquiera democracia a la ruina. Condición de existencia de una
democracia son sus propias limitaciones y por lo mismo, los
espacios vacíos que cada democracia contiene detrás de cada uno
de sus límites. Pero precisamente esos vacíos hacen posible a la
acción política sin la cual ninguna democracia podría existir.
Los diferentes actores actúan con la intención de cubrir esos
espacios, originando nuevas vaciedades las que con su fuerza de
gravedad –para decirlo de algún modo– atraerán nuevas
movilizaciones que serán configuradas en sus tornos.
Cuando Churchill formuló su famosa frase relativa a que "la
democracia es la peor de todas las formas de gobierno con
excepción de todas las demás", no sólo hizo un juego de
palabras. Pues "la peor" significa que sólo puede ser mejor; por
lo tanto, tiene que continuar manteniendo el atributo de peor a
fin de que sea alguna vez mejor. De ahí que todo intento por
suprimir la lucha política –que es y será una lucha por las
libertades políticas– podría inducir a que en nombre de la
democracia sean bloqueados avances democráticos. Una de esas
posibilidades está dada por uno de las mecanismos
insubstituibles de toda democracia: el de las mayorías que
llevan a gobernar en su nombre
La voluntad mayoritaria puede llegar a ser una voluntad
dictatorial si es que la acción de las minorías no se encuentra
plenamente garantizada en el juego político. En ese sentido, hay
democracias que no son demasiado políticas pues en nombre de las
mayorías son reducidos los campos de acción de las minorías. Si
bien la democracia implica el gobierno de la mayoría, la
política implica las luchas de las minorías para llegar a ser
mayorías. Si a las minorías se les niega esa posibilidad, es
suspendido el juego político al interior de una democracia y con
ello la democracia misma comienza a extinguirse. Ningún gobierno
puede usar el recurso de la mayoría para reprimir a minorías y
seguir llamándose a sí mismo democrático. La mayoría otorga el
gobierno; pero no un cheque en blanco al gobernante. El
democratismo no siempre es democrático.
El mismo problema se presenta desde una perspectiva inversa. Que
un gobierno sea elegido por la mayoría no significa que cada una
de sus decisiones debe contar con apoyo mayoritario para que sea
democrático. Gobernar no es someter a la voluntad popular cada
decisión política. La voluntad popular es, por lo demás, tan
cambiable como el tiempo meteorológico, y gobernar
permanentemente de acuerdo a ella es una imposibilidad. Un buen
gobierno es aquel que en determinadas ocasiones está dispuesto a
tomar actitudes anti -populares si es que fuera necesario.
Buscar la complacencia del pueblo, no es gobernar. Hay gobiernos
en América Latina que no vacilan incluso en atizar rencores en
contra de otras naciones con el objetivo de aumentar su
popularidad. Para poner un ejemplo, la posibilidad de que un
país como Bolivia tenga acceso marítimo, debe ser discutida bi-
o multi- lateralmente, pero con prescindencia del pasado
histórico. Buscar legitimación a ese acceso marítimo en guerras
que ocurrieron hace casi un siglo y medio, es simplemente una
imbecilidad que no han vacilado en cometer gobernantes
inescrupulosos a fin de ganar simpatías fáciles. Si en Europa
hubiera que revisar los mapas de acuerdo a las guerras del siglo
diecinueve, todo ese continente ardería hoy en llamas.
La democracia surgió de conflictos políticos y necesita de ellos
para seguir existiendo. Es por eso que tampoco se entiende el
democratismo anticonflictivo en que han incurrido algunos
gobiernos en naciones que han entrado en procesos democráticos
después de dejar detrás de sí a dictaduras militares. El período
de transición a la democracia es complejo y difícil; y lo es
sobre todo porque no puede realizarse con exclusión de los
relatos que vienen del pasado reciente. Pero por esa misma
razón, tratar de tender mantos de olvido sobre ese pasado, en
aras de la conservación de la democracia, no ayuda en nada al
proceso democrático; todo lo contrario. La población de esos
países tiene derecho a que los principales violadores de los
derechos humanos que actuaron durante esas dictaduras sean
juzgados. Eso es válido no sólo en un nivel jurídico sino que
también en un nivel simbólico, pues uno de los atributos del
hacer político es su alta dimensión simbólica. Eso significa
que, aún a sabiendas de que la idea de una justicia universal
sigue siendo una utopía incumplida, la de la impunidad tampoco
puede ser políticamente aceptada. Para que haya democracia es
necesario el concurso de la mayoría ciudadana. Pero si los
ciudadanos no están demasiado seguros de si los poderes del
Estado, entre ellos el judicial, funcionan realmente, es difícil
contar con ese concurso. Eso no significa, por supuesto, que
haya que perseguir o discriminar a todos aquellos que apoyaron a
las dictaduras. Por un lado, no siempre esas dictaduras fueron
demasiado minoritarias; y eso hay que decirlo alguna vez. Por
otro lado, en ningún país latinoamericano la democracia
(re)surgió de una insurrección popular o algo parecido. A
diferencias de la democratización que tuvo lugar en el Este
europeo, que sí fue resultado de amplísimas movilizaciones
populares, la de los países latinoamericanos, sin desdeñar el
alto potencial de movilización democrática que tuvo lugar, fue
también resultado de complejas negociaciones y compromisos.
Nadie puede reclamar para sí el derecho absoluto de los
vencedores. Del mismo modo, hay que convenir en que la condición
de víctima no contiene ninguna garantía de posesión de una
determinada razón histórica. Por eso no sólo es necesario un
juicio a los principales hechores, sino que también una intensa
discusión en torno a las razones que llevaron al quiebre de las
democracias, quiebre al cual muchos contribuimos. Pues si un
sentido tiene la política, es no sólo el de equivocarnos, sino
que también el de corregir equivocaciones; sobre todo frente a
aquellas nuevas generaciones que hoy están a punto de volverlas
a cometer.
Notas
1) Huntington , Samuel The Clash of Civilization, Simon /
Shuster, New York 1996
2) Rouquié, Alain , Introduction à L`lExtreme-Occident, Ed. du
Seuil, Paris 1987
3) Ortiz, Renato America Latina. De la modernidad incompleta a
la modernidad-mundo Nueva Sociedad, 166, Marzo-Abril 2000, p.
166
4) Pietschmann, Horst Das koloniale Erbe der
lateinamerikanischen Staaten en Krakau, Knud Lateinamerika und
Nordamerika, Frankfurt, Campus 1992
5) Mires, Fernando El Imperialismo norteamericano no existe; y
otros ensayos, Ediciones Vértigo, San Juan 2004
6) Garretón, Manuel Antonio, La Transformación de la sociedad
latinoamericana y los procesos de democratización en Salazar
Pérez, Robinson Comportamiento de la Sociedad Civil
Latinoamericana, Colección Insumisos, México 2002, p.85
7) Ese tema lo traté con relativa intensidad en mi libro El
Discurso de la Miseria, Nueva Sociedad, Caracas 1994
8) Aristóteles, La Política, , Espasa Calpe, Madrid 1962
9) Laclau, E. Entrevista: Democracia, pueblo y representación en
www.exargentina.org
10) Citándolo exactamente dice:"La verdad es que el modelo
redistributivo del populismo murió entre nosotros,
latinoamericanos, hace bastante tiempo, como primera respuesta
del ajuste del capitalismo local al estallido de la crisis a
mediados de los 70" (Portantiero, Juan Carlos La múltiple
transformación del Estado Latinoamericano) Nueva Sociedad,
Sept.-Octubre, 1989). Poco después del artículo de Portantiero,
llegó el populismo redistributivo de Menem al poder.
11) Weber, Max , Die drei reinen Typen legitimer Herrschaft, en
Weber, Max: Schriften zur Soziologie, Reclam, Stuttgart 1995
12) Según cálculos de la CEPAL más del 40% de la población
entra en la categoría de « pobre ». Entre un 18 y 19 % viven en
la extrema miseria (CEPAL, Panorama Social de América Latina
2001-2002, Santiago 2002, p.39)
13) Restrepo, Luis Alberto, Colombia. Tensiones y Perspectivas,
Nueva Sociedad 192 Julio-Agosto 2004, pp.46-58
14) Pizarro Leongómez, Eduardo, Una luz al final del túnel.
Bilance estratégico del conflicto armado en Colombia, Nueva
Sociedad. Ibid. pp. 72-84
15) Nueva Sociedad 191, Mayo-Junio 2004. El título de la edición
es Seguridad Ciudadana y Orden Público en America Latina
16) ALAI, 368, 29 Abril 2003, p. 22
17) Lateinamerika Nachrichten 354, Diciembre 2003, Berlin, p.7
18) Razón que explica la positiva recepción que ha tenido en
América Latina el libro de Hardt, Michael y Negri,Toni Empire
(Harvard University Press, Cambridge, Massaschusetts, 1999)
https://www.alainet.org/es/articulo/110641
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