¡No podemos seguir siendo rehenes de la violencia!

19/10/2012
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Más de dos centurias de violencia institucional estamos padeciendo los colombianos. En su diseño, implementación y desarrollo, han estado las ideas de los líderes y dirigentes que han modelado esta forma de desarrollo económico y político que hoy tenemos. La tradicional dirigencia política y económica del régimen imperante en Colombia, han sido los directos responsables de la violencia, generada por las desigualdades, la exclusión y el marginamiento progresivo y sostenido al cual nos han sometido, durante más de doscientos años. También, tiene responsabilidad en esta violencia, países con modelos de desarrollos imperialistas.
 
La solución incruenta (no-violenta) a la crisis o al conflicto generado por las distintas variables comprometidas en los modelos económicos y políticos, ajenas a la participación de vida digna e incluyente, entre otras muchas cosas, no han estado en el orden del día de los dirigentes de la institucionalidad y menos en las mayorías de las organizaciones, movimientos o partidos de izquierdas que han surgido como alternativas a las políticas tradicionales implementadas por el régimen.
 
Las primeras expresiones o percepciones que nos llegan a través de los textos de los historiadores, es el desarrollo de movimientos locales y regionales de indígenas, campesinos, mestizos y artesanos, liderados algunas veces por individuos que abrazaban las preocupaciones y reivindicaciones de los habitantes de entonces. Ha sido responsabilidad de los investigadores, que los hechos trasciendan en la historia presente con noticias de hombres y mujeres que ofrendaron sus vidas (en los aciagos días de finales del siglo XVIII y principios del XIX) por una causa distinta a las opciones del régimen español vigente. Hemos leído acerca de José Antonio Galán, Policarpa Salavarrieta y muchos más. Más adelante, es decir, durante el siglo XIX (y hasta mediados del siglo XX), se dan hechos de violencia entre las concepciones liberales y conservadores que se disputan el poder burocrático del Estado. Las consecuencias de estas disputas, las sufría la población campesina e indígena.
 
Y sigue esta violencia durante todo el siglo XX. Durante esta época, el progreso de la violencia cobra un precio muy alto al interior (siempre), de la población que nada tiene que ver con el fortalecimiento de las arbitrariedades surgidas al amparo de un régimen que lucha a capa y espada, contra todo lo que se oponga a sus intereses económicos y políticos. Cerrando la mitad del siglo, las dirigencias del Estado promueven lo que ellos o sus historiadores han llamado desatinadamente “la época de la violencia en Colombia”.[1] Frase o subterfugio que solo busca ocultar a los verdaderos responsables de la ola de muertes, desapariciones y desplazamientos forzados, por razones de fortalecer un modelo agrario de explotación con intereses capitalistas. Para ello, había que promover el asesinato de campesinos y el robo de sus tierras. Y a principios de los sesenta, se comienzan a preparar de la mano del gobierno de los EE.UU, los embriones de la maquina de horror y barbarie que conocemos como paramilitares. Surgen también, los movimientos rebeldes como las FARC-EP, ELN, EPL; en los setenta se amplia la inconformidad social y como respuesta a ella, brotan otros movimientos guerrilleros rurales y urbanos como el Quintín Lame, M-19, ADO, afianzándose más y de esta manera, la violencia, como única salida a la crisis generada por el desacierto del ordenamiento político y jurídico colombiano.
 
A finales de los ochenta se inicia un proceso de diálogo, entre el gobierno de Virgilio Barco y varios grupos insurgentes; dando como resultado, la amnistía de cientos de guerrilleros y se culmina esta iniciativa de paz, con la elaboración y promulgación de la Constitución Política de Colombia en 1991. No obstante todos estos avances políticos, el modelo de exclusión y marginalidad aun continúa en Colombia, aunque matizado por la participación en algunas ocasiones, en las estructuras del Estado, de figuras de la insurgencia desmovilizada y la participación en cargos públicos mediante elección popular de los amnistiados.
 
Después de estas débiles participaciones en la vida política, social y económica de desmovilizados guerrilleros (con unas cuantas excepciones locales y regionales), inclusive trágicas, como fue la eliminación física de casi todos los militantes de la Unión Patriótica, se inicia con las FARC-EP varios intentos de un proceso de conversaciones, que conduzcan a un proceso de paz. Pero estas decisiones no tuvieron un fuerte asidero, en parte, por la prepotencia de la guerrilla de pretender ser un movimiento con liderazgo o influencia nacional. Cosa que está muy lejos de la realidad.
 
Sí, tienen razón todas aquellas personas cuando opinan, que no podemos seguir siendo rehenes de la violencia. De la violencia del Estado y de la violencia de la insurgencia guerrillera.
 
En consecuencia, esta semana, en Hurdal – Noruega, se dio inicio a la segunda fase de las conversaciones entre el gobierno colombiano y la guerrilla. Considero que la naturaleza de las partes, hacen que sus intervenciones sean acordes a su rol. Luego, no debemos extrañarnos del discurso del jefe de la delegación de los rebeldes, señor Luciano Marín Arango. Es coherente con la ideología prepotente y arrogante que ha caracterizado a las FARC-EP. Esta postura, desde luego, contrastó con la estrategia de la delegación del gobierno. Ahora, aquí no se trata de poner a unos como buenos y a los otros como los malvados. No, eso no es así. Repasemos la historia de la violencia en Colombia y notaremos las responsabilidades que le competen a cada uno.
 
Este momento histórico de diálogo y conversaciones entre las partes del conflicto interno armado que vive la patria, para avanzar en un eventual proceso de paz, debe ser bien visto por todos los colombianos y por la comunidad internacional, como hasta ahora sucede. A su vez, debe reunir el espacio más grande de compromiso, con todos los que de alguna manera hemos padecido los rigores y crueldades de la violencia política directa o indirecta, por omisión o acción, tanto del Estado como del grupo guerrillero, en este caso las FARC-EP. Que nos cuenten ¿dónde carajo están los desaparecidos y secuestrados? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué ha sido de la tierra y demás bienes arrebatados violentamente por parte de los actores armados del conflicto, por cerca de cinco décadas? Si esto no se conoce o sucede, la violencia estará siempre presente en los corazones y en la conciencia de los colombianos. Sería un gran gesto coherente con la oración religiosa (recordando al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán) que leyera el jefe de la delegación guerrillera en Hurdal, hacia las miles de familias campesinas desplazados por su accionar militar, decirles que les van a devolver sus tierras y sus bienes arrebatados, por el solo hecho de no profesar su ideología, o porque tuvieron que abandonar el lugar, para que sus hijos e hijas no fuera reclutados forzosamente. Además, expresarles a las familias de los secuestrados años atrás, qué ha pasado con ellos. Se conocen muchos casos documentados en los medios masivos de comunicación, que después de pagar grandes sumas millonarias a la guerrilla de las FARC-EP, para que sus seres queridos fueran devueltos sanos al seno de sus familias, nunca volvieron a tener noticias de sus familiares secuestrados. Es lo menos, que debe inspirar en estos momentos, a los dirigentes guerrilleros. “Por sus hechos lo conoceréis.”
 
La paz no puede, ni debe ser solamente un nuevo ordenamiento constitucional de las políticas estructurales del Estado, que es quizá un punto álgido en cualquier negociación entre las partes generadoras de violencia. Porque además, como están las cosas, la correlación de fuerzas no le favorece a los guerrilleros esbozar en una mesa de diálogo, el tema de la construcción de un nuevo modelo político y económico. Esto podría plantearse o llevarse a cabo, en una eventual toma del gobierno, con la voluntad popular y a través de las urnas, dentro del marco jurídico actual.
 
La paz, debe tener presente, además de las consideraciones anteriores, un camino que implique emprender un proceso de recuperación del tejido social, hecho añicos desde hace décadas por los actores armados en contienda. Para que la violencia deje ser una eterna compañera inseparable de los colombianos, debemos seguir pensando y actuando, que es posible determinar otro rumbo. Esta violencia estructural (política), han permeado la vida económica, política, social y cultural de los colombianos; además, la memoria y nuestros pensamientos, y viene quebrantado nuestro espíritu. Pero no hay una violencia más importante o más perjudicial que otra. Todas las violencias engendran dolor, menoscaban la dignidad, la integridad, la psicología de los que la sufren y también destruye a los individuos y sistemas que la ejecutan o promueven.
 
No podemos seguir siendo rehenes de las FARC-EP, ni del Estado en materia de violencia política, ni de cualquier otra medida que atente contra la integridad y dignidad de los hombres y mujeres.
 
- Alberto Anaya Arrieta es economista y teólogo.
 
Edición N° 00325 – Semana del 19 al 25 de Octubre de 2012
 
Este artículo es una publicación de la Corporación Viva la Ciudadanía
 


[1] “El conflicto (armado) que envolvió al país durante varios años se conoce como "la Violencia". No se le dio el nombre de "guerra civil" ni de "revolución” como algunos contemporáneos lo llamaban. La denominación “la Violencia” se impuso y pasó a ser de uso común en la cotidianidad. Campesinos, terratenientes, empresarios, trabajadores urbanos, periodistas, académicos, intelectuales, jóvenes y viejos, todo el mundo se refería a “la Violencia”. Los políticos también, por supuesto. La popularización de la expresión no se debió a razones fortuitas, a la simple “casualidad”, a cosas del “azar”. Por el contrario, existían motivos de peso. La Violencia es una denominación vaga, abstracta. Frases repetidas por miles de campesinos, como “'la Violencia' me mató la familia”, “'la Violencia' me quitó la tierra”, “'la Violencia' me hizo huir del campo”, no aludían a nadie en concreto, no se referían a personas que pudiesen ser identificadas; remitían, más bien, a una especie de “fatalidad histórica”, similar a un terremoto o a cualquier otra calamidad provocada por la naturaleza. Por la naturaleza, no por los hombres, no por el entorno social. Es decir, se trataba de un fenómeno surgido de repente, imprevisible, sin relación alguna con la acción de los hombres, ajeno por completo al contexto de la época. Si todo se debía, en última instancia, a “la Violencia”, los verdaderos protagonistas de la confrontación se esfumaban, quedaban hábilmente ocultos, al igual que sus intereses, que sus motivaciones. Además, la misma denominación tenía la ventaja adicional de presentar esos episodios como algo esporádico, como una interrupción, circunscrita a un corto período. Lograr que la sociedad hablara no de la “guerra civil”, sino de “la Violencia” obedecía, por consiguiente, a los intereses ideológicos de aquellos que, una vez finalizado el conflicto, querían, por una parte, borrar toda huella de su responsabilidad y, en segunda medida, presentar ese triste paréntesis como una disrupción pasajera de una historia no violenta. [Arias, 2011:89]. Arias Trujillo, Ricardo 2011. Historia de Colombia contemporánea (1920-2010). Bogotá: Ed. Uniandes, 1ª ed.
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