el retorno del liberalismo político

Liberalismo contra liberalismo

07/08/2000
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El punto de partida de cada análisis político que a todos nos era conocido en el pasado reciente (la llamada modernidad) era la afirmación o la crítica a la democracia liberal. Hoy en cambio, como consecuencia, entre otras razones, de aquel conjunto de procesos dispares al que tantos autores llaman globalización, la democracia liberal se encuentra viviendo un momento de profunda crisis, y con ello, los paradigmas analíticos construídos sobre la base de su existencia. Ha sido precisamente esa crisis la que obligado a la gran mayoría de los filósofos políticos actuales a retornar a las fuentes del liberalismo político, bases al fin de la democracia moderna. Pero quizás es necesario, antes de comenzar a analizar el retorno de las ideas del liberalismo político, aclarar un punto: el retorno a las fuentes liberales de la democracia no significa que la filosofía política de nuestro tiempo adscriba a algún programa liberal. Se trata, para que se entienda mejor, de principios o ideas que originariamente fueron liberales. Mucho menos se trata entonces del regreso de partidos que se denominen liberales. El liberalismo político, bien entendido, es intra- y sobre- partidario a la vez. Sus representantes pueden ser laboristas, socialdemócratas, socialistas, y conservadores democráticos. En buenas cuentas, se trata de un consenso básico que reconoce el régimen de representación partidaria, basado en elecciones secretas y libres, que destaca los derechos individuales frente al Estado, en el marco de una sociedad civil no ocupada por el Estado. De acuerdo a esa caracterización tan amplia podría decirse que la mayoría de los políticos occidentales son liberales. Efectivamente es así. Pero hay unos que lo son más y otros que lo son menos. ¿Cuánto liberalismo puede soportar una democracia? Esa es, al fin, la pregunta decisiva de nuestro tiempo. ¿Cuánto liberalismo puede soportar una democracia? La democracia liberal surgió en tiempos sedentarios, esto es, cuando lo político contenía una serie de asuntos que debían ser tratados, en primer lugar, y en especial, en los marcos determinados por los límites de un determinado territorio nacional. En una primera fase, la fundacional, la llamada economía, esto es, la producción de bienes y su repartición, funcionaba controlados por instituciones políticas territoriales. En una segunda fase, la de la sociedad industrial, las relaciones productivas lograron cierta emancipación respecto a la tuición institucional, sobre todo a partir de la cada vez más creciente internacionalización empresarial. No obstante, el campo de realización de lo "económico" seguía siendo, principalmente, el "territorio", en especial aquel que era regido por el Estado Nacional. En la tercera fase, lo llamado económico amenaza tendencialmente con emanciparse, no sólo del Estado, sino que también de relaciones sociales que ya no son de producción, como postulaba el marxismo - al fin y al cabo una teoría del capitalismo industrial - sino que simplemente "relaciones". La "producción", por así decirlo, tiende a separarse de sus ambitos relacionales. El descontrol sobre la producción material no tarda en expresarse en descontrol de las personas respecto a su propia actividad, lo que se traduce, al fin, en las relaciones que cada individuo contrae con su entorno, por lo mismo, con su tiempo, y no por último, con su propio cuerpo. Quiero repetir entonces: en las condiciones determinadas por la llamada posmodernidad y/o posindustrialización y/o posfordismo, esto es, en el que Sennett (1998) llama "nuevo capitalismo", en lugar de producirse el nacimiento definitivo del Individuo (la antigua utopía nitzschena) tendría lugar un deterioro de las condiciones materiales que coadyuvan al proceso de individualización. A fin de cuentas, aquello que tendría lugar, y de modo creciente, es un proceso de des-individualización, o lo que es parecido, de masificación. Para seguir usando la partícula "post", se puede decir que el individuo se transfomaría en una entidad "posreal", o como se dice hoy, "virtual". Como se comprende, esto trae consecuencias fatales para el estatuto teórico y práctico de la llamada democracia liberal. El liberalismo político pudo ser viable sobre la base de la existencia de individuos agrupados en un territorio, bajo la égida de instituciones que regulaban las relaciones de intercambio social y económico. Porque hay que tener muy en cuenta esto: toda la apología liberal respecto al individuo se da sobre la base de éste y sus relaciones con el Estado. Por lo tanto, para que esas relaciones (todo lo flexible que se quieran) sean posibles, los liberales necesitaban del Estado. El liberalismo político, es hora de reconocerlo, siempre fue, objetivamente, estatista, y por lo mismo, territorial. Pero el territorio, en el orden global, amenaza con convertirse en simple sede de estadía o residencia; las relaciones sociales y económicas pasan a ser asbtractas e inpersonales, es decir, deslugarizadas y, lo que es peor, despolitizadas; y las instituciones, organismos burocráticos cuya función reguladora, comienza a ser desplazada por las de simple vigilancia o control social (1). No deja de ser ironía. Después del fin del comunismo, y como consecuencia del supuesto triunfo de la economía de mercado a escala mundial, muchos entonaron la canción de Fukujama (1992), cuya estrofa principal no es "el fin de la historia" - como reza equivocadamente el título - sino que "el triunfo de la economía sobre la política". En abierta consonancia con las versiones más vulgares del marxismo, la versión "fukuyamista" partía del supuesto de que lo político es un simple determinado de lo económico, esto es, algo que surge casi por automatismo apenas cambian las supuestas "condiciones materiales". De acuerdo a esa versión, que hizo oficial el presidente Busch, y que en cierto modo es repetida por marxistas y post-marxistas, el liberalismo habría impuesto su hegemonía en todo el orbe, surgiendo así un "nuevo orden". Lo que no pudieron, o no quisieron captar ni liberales ni marxistas es que aquello que estaba teniendo lugar no era el triunfo de la democracia liberal, sino que todo lo contrario: el deterioro creciente de las condiciones que la hicieron posible. El "nuevo orden" si es que alguna vez ha de surgir, no será entonces el resultado automático de ningún acontecimiento histórico espectacular, sino que de multiples procesos interactivos de acomodo y rechazo a condiciones imperantes, en espacios donde se pueden producir las más impensadas "figuraciones", para emplear la terminología antihistoricista de Elias (1984). En buenas cuentas - y esta es una de mis tesis - el peligro y el gran malestar de nuestro tiempo, no reside en que se haya impuesto el liberalismo a escala mundial, sino en todo lo contrario: que las condiciones que hicieron posible el surgimiento de la democracia liberal, se encuentran amenazadas. Por cierto; estoy conciente de que dicha tesis puede ser contrarestada con la afirmación relativa a que ese "nuevo orden" está siendo propugnado precisamente por los llamados neoliberales y sus programas privatizadores, reguladores, estabilizadores, globalizadores, etc. Pero una cosa son las ideologías, y otra, la realidad. Del mismo modo que la idea del socialismo fue destruída por los propios socialistas (tanto por los stalinistas como por los supuestos "no dogmáticos"), mucho antes de que cayera el muro de Berlin, la idea liberal está siendo destruída por los propios liberales, y en nombre del propio liberalismo. No deja de ser paradoja que los principales enemigos del llamado proyecto neoliberal aparezcan hoy defendiendo, muchas veces sin saberlo, supuestos de la propia democracia liberal. Porque, incluso el hoy tan añorado Estado de Bienestar (añorado incluso donde nunca lo hubo, como en la mayoría de los países latinoamericanos), pudo ser posible bajo condiciones que permitían el libre juego político, incluyendo dentro de él la participación sindical, socialdemócrata, y en algunos casos, socialista. Sería bueno, al fin, que los revolucionarios de ayer lo sepan: aquello que hoy defienden es un proyecto de restauración liberal, lo que en sí no tiene nada de negativo, siempre que se acepten y se extraigan de ahí las consecuencias. Una de ellas, es que incluso un proyecto anticapitalista sólo puede ser viable en el espacio que le da cabida una democracia liberal. El anticapitalista, en efecto, no puede prescindir de la democracia liberal, y ello por dos razones. 1.- Que la negación de la democracia liberal ha sido siempre un estado totalitario y/o dictatorial que por serlo tal, no deja espacio posible para ningún proyecto de cuestionamiento radical a la llamada "sociedad capitalista". El enemigo de la democracia liberal sólo puede proliferar dentro de ella. 2.- La democracia liberal aparecía como resultado de un estadio histórico que, por serlo tal, confería historicidad a cualquier proyecto de superación. La negación facista o comunista de la democracia liberal, podía presentarse como necesidad histórica, pero siempre bajo la condición de que esa democracia liberal existiera. Es que al fin tenemos que ponernos de acuerdo: la democracia, la que existe todavía pero que, como casi siempre, está en peligro, la que necesitamos para organizarnos, combatirnos, e incluso defenderla cuando se nos va, era y es la democracia liberal. Occidente, punto no geográfico sino que cultural desde donde escribo, sólo ha conocido como democracia, la liberal: La peor de todas las formas de gobierno, con exepción de todas las demás, en la genial formulación de Churchill. No hubo, ni hay por el momento, ninguna otra, lo que no quiere decir, por supuesto, que democracia y liberalismo sean sinónimos pues, como postula Touraine: "Si no hay democracia que no sea liberal hay demasiados régimenes liberales que no son democráticos" (Touraine 1994 p.69). Las substancia liberal de toda democracia Touraine hace, sin dudas, alusión a aquella escisión histórica que ha cristalizado precisamente ahora, en la posmodernidad, entre el liberalismo económico y el político, de modo que se podría decir que si bien el liberalismo político no prescinde del económico, el económico sí prescinde del político. Y si se duda, habría que comenzar a narrar de nuevo las historias de las dictaduras latinoamericanas de los años ochenta. No obstante, esa separación entre dos liberalismos, no solamente distintos, sino que contrapuestos, es un fenómeno muy moderno; casi posmoderno. Es que teoricamente al menos, el liberalismo originario surgió portando el estandarte de la libertad, tanto política como económica, frente al absolutismo político y religioso. En ese contexto, la libertad del individuo y la libertad de propiedad, eran libertades complementarias; incluso, inseparables. Ya derrotado el poder monárquico absoluto, el liberalismo tuvo que hacer frente a aquellas oposiciones que en cierto modo el mismo había generado. Una era la oposición conservadora, reclutada de remanentes del "antiguo orden" así como también de sectores feudatarios (en Europa) y oligárquicos (en América Latina). La segunda oposición, que en cierto modo proviene de las alas jacobinas del liberalismo, fue el igualitarismo, que luego asumió la forma partidaria de socialismo, y finalmente, la de comunismo. Anticonservador y antisocialista a la vez, al liberalismo político les fueron abierta dos opciones. Frente a los conservadores, se defenía como el partido de la democracia y del progreso. Frente a los socialistas, como el partido de la libertad en tanto libertad de propiedad. El liberalismo político, a través de múltiples sistemas de alianzas políticas fue optando, alternadamente, por ambas opciones, de modo que por momentos lo encontramos agrupado en frentes democráticos junto con socialistas, e incluso comunistas, luchando por la libertad de cultos y otros derechos en contra de los conservadores; en otros casos, junto a conservadores frente al "avance del comunismo", y/o en contra de proyectos totalitarios de poder. Quizás está de más decir que en fases más altas de la modernidad, en tanto el peligro de restauración monárquica era cada vez más obsoleto, el liberalismo fue endureciendo su orientación antisocialista y anticomunista, lo que le permitió alcanzar aquel estatuto que gozaba hasta la guerra fría: "partido hegemónico de la propiedad", en contra de su antítesis, los "partidos de la igualdad". Hoy en día, cuando el proyecto comunista casi carece de vigencia, al liberalismo político se le ofrecen, nuevamente, dos opciones: O continuar unicamente siendo el "partido de la propiedad", o retomar algunas ideas igualitarias que ya no puede asumir el socialismo en ninguna de sus formas, pero enmarcandolas en un proyecto de libertad y no de igualdad. En cierto modo se puede decir, los liberales han elegido a las dos, de modo que ya no es errado hablar del reciente surgimiento de dos liberalismos. Uno es el liberalismo economicista que en algunos casos, como constata Touraine, elige prescindir del ideal democrático en aras del "crecimiento económico" (1994, pp. 76-77); el otro es el liberalismo político, que quiere retornar, en el marco de un contexto ideológico no totalitario, al ideal primigenio de democracia liberal. Pero no se trataría de esa democracia liberal postulada en los inicios de la modernidad, sino que de otra cuyos contornos recién están siendo configurados por teóricos como Rawls en USA o Dahrendorf en Europa. En esa misma perspectiva podría decirse que el renacimiento del liberalismo político representa un proyecto de disidencia interliberal que busca encontrar una salida original en contra de proyectos totalitarios que pretenden reencerrar a lo social en la cárcel de un estado neoabsoluto, por una lado, y en contra, por otro lado, de un economicismo neoliberal (o neoconservador) que quiere destruir a lo social en aras de un imaginario mercado que se regularía por y desde sí mismo. El revisionismo liberal De acuerdo a la revisión de la doctrina liberal llevada a cabo por liberales como Dahrendorf, Rawls y Dworkin, el liberalismo político se diferenciaría del liberalismo puramente económico en que, mientras para este último, los procesos históricos ocurren como consecuencia de instancias autoregulativas ("la mano invisible" de Adam Smith, por ejemplo), el liberalismo político es más bien el resultado de procesos históricos a través de cuyas enseñanzas aprendemos a "vivir en libertad", dándonos las instituciones que más convienen a ese objetivo. De ahí esa relación tan estrecha entre liberalismo y marxismo que una vez observara Hanna Arendt, cuando constató que para ambos pensamientos, la inevitabilidad de los procesos históricos, vale decir, su realización en ausencia de decisiones particulares, tiene que ver con momentos muy específicos en el desarrollo del capitalismo industrial. Pues, de acuerdo a la metáfora de "la mano invisible", o de un desarrollo de las fuerzas productivas, "independiente a la voluntad" de los seres humanos (Marx), la economía parecía escapar, debido en su endiablada dinámica, a toda posibilidad de control social. Para el liberalismo político, en cambio, el liberalismo no es una entidad suprahistórica sino, si se acepta el término, "interhistórica". No existe un sólo liberalismo que sea válido para todo tiempo y lugar. Y esto es así, por el sencillo hecho de que las llamadas "libertades" no son substancias, sino que ideas que se definen de acuerdo a coordenadas de tiempo y lugar, las que ya establecidas en constituciones, instituciones y normas, obtienen una significación regulativa. Por lo mismo, el liberal político, a diferencias del liberal (puramente) económico, requiere siempre de la presencia del Estado, como garante y ejecutor de libertades socialmente acordadas. Y debido a la temporalidad en que se inscriben las nociones liberales, éstas existen siempre bajo distintos acentos. Es por eso que el liberalismo anticlerical y antiabsolutista, no es el mismo que el igualitario. Ni el liberalismo propietarista es tampoco el mismo que el social. Ni el liberalismo político igual al económico. Y, sobre todo, el liberalismo no es el neoliberalismo. Tiene razón Thiebaut: "la palabra liberalismo, tiene, en efecto, una semántica confusa" (Thiebaut 1998, p.31) Tienen razón también algunos teóricos liberales cuando afirman que lo que hace difícil polemizar contra el liberalismo no es el hecho de que sus ideas sean correctas, sino porque se niega a formular ideas, ya que su objetivo es sólo crear condiciones, para que sean formuladas ideas. Desde esa perspectiva, el liberalismo sería una invención regulativa y en ningún caso normativa, algo que nunca han podido entender los neoliberales economicistas de nuestro tiempo para quienes su liberalismo es más que un credo o una doctrina: es un dogma. Es de ese liberalismo del cual Dahrendorf y Rawls, entre otros, quieren salvar al liberalismo. Propiedad y Posesión No se trata por cierto de que los liberales políticos reniegen del principio de propiedad. De todas las claves identificativas del liberalismo, la más presente, sin dudas, ha sido la que se expresa en los derechos de propiedad, tanto social como individual. Pero si se trata en cambio, como tantas veces ha formulado Rawls, de inscribir el derecho de propiedad en un marco social donde imperen nociones de justicia, social y politicamente acordadas. Se trataría en buenas cuentas, de retomar esa distinción jurídica que una vez Ahnna Arendt llevó al plano filosófico: la de la propiedad (Eigentum) y la de la posesión (Besitz) (Arendt 1998 p. 81-95). Propiedad, de acuerdo con Hanna Arendt, no es lo mismo que posesión. Propiedad es el acceso a ese "pedazo de mundo" que nos corresponde por el sólo hecho de ser (2). Propiedad es lo que nos pertenece, es decir, lo propio; y la primera propiedad, la más "propia", es la de nuestro cuerpo. Propiedad comienza en la más íntima de las intimidades y desde ahí se desplaza en configuraciones que son cada vez menos íntimas, hasta llegar al espacio grande de la propiedad común, colectiva o social. Necesitamos, en consecuencia, para vivir, tanto de propiedades internas como externas. Es dentro de esas propiedades, donde tomamos noción de lo nuestro, de lo mío, de lo tuyo y de lo vuestro, de lo que nos pertenece y de lo que no nos pertenece. De lo propio y de lo ajeno. Posesión en cambio, es el desplazamiento de "lo propio" hacia otro espacio que ocupa, "apropiándolo" (lícita o ilicitamente, no es el caso discutirlo aquí). Posesión no es inherente al ser, como la propiedad, sino que un acto, o más bien resultado de, valga la paradoja, actos de posesión. Por cierto, propiedad y posesión pueden en algunos casos encuadrar en una sóla entidad, y aparecer como sinónimos, sobre todo si se tiene en cuenta que muchas propiedades modernas han sido el producto de posesiones pre-modernas. Pero, por otra parte, el acto de poseer puede también tener su orígen en la ausencia de propiedad. Sólo deseo lo que no tengo o sino no tendría que desear. El antídoto y no el fundamento contra el exceso de posesión puede ser la garantía de lo propio, la propiedad. Ser - a diferencias de lo que suponía ese analista piadoso que era Eric Fromm - no es antinomia de tener. Pues tener era una de las condiciones del ser, muchos siglos antes de que fuera inventada esa civilización a la que por acuerdo común llamamos capitalista. Si no "tengo" la noción de que soy, no puedo ser. Si no "tengo" un pensamiento, no se si existo, podría decirse, corrigiendo levemente a Descartes. Si no tengo mi propio espacio; si; mi casa o mi hogar, no tengo desde donde salir, ni a donde regresar. Tener, ser propietario, es lo que limita el deseo de poseer. Porque posesión es siempre, por lo menos en su orígen, una ex-propiación. No la propiedad sino que la posesión es robo, podría contestarse a Proudhom. La propiedad es un derecho y como tal, debe ser acordado, regulado, y al fin, llevado a ese espacio inapelable que es el de la Ley. En breve: posesión es una noción premoderna. Propiedad es, en cambio, una noción inserta en el corazón mismo de la modernidad. Es por eso que la primera noción es prepolítica. La segunda, en cambio, pertenece de lleno al mundo de la juridicción política, pues no hay propiedad sin juridicción, idea que captó ya hace mucho tiempo Locke cuando afirmó que la legitimación de la posesión no se basaba en ninguna obligación frente a la sociedad (Locke 1974, p.76). En cambio, la noción de propiedad implicaba, según el mismo Locke, en primera instancia, la propiedad sobre uno mismo, y en consecuencia, sobre las actividades de uno mismo, siendo desde una perspectiva social, la más importante, la propiedad individual sobre el trabajo (idea que recogió Marx en sus primeros escritos) la que, para que tuviera un carácter social debía estar juridicamente garantizada. Para Locke por lo tanto, la propiedad era condición para el desarollo del individuo; y sin ese individuo, no habría liberalismo. Podría entonces decirse, que la actual intención de liberales como Dahrendorf o Rawls es la de asegurar el derecho de propiedad, de acuerdo a normas generales de justicia social, en contra de actos de posesión que surgen desde esa obsesión neoliberal que marca los albores del "nuevo capitalismo". O en palabras más breves: se trataría, nuevamente, de levantar un proyecto destinado a deslindar a la propiedad de sus elementos posesivos. La gran recepción de las teorías de Rawls alcanzan, en consecuencia, lejos del simple marco de las discusiones interliberales y se inscriben en esa discusión mayor que tiene que ver con la reconstrucción de la democracia, o en las palabras de Giddens, con el proceso de "redemocratización de la democracia" (1999). Dice Giddens: "La democracia se encuentra en crisis porque no es suficientemente democrática" (1999 p. 87). Esta es, en buenas cuentas, la premisa de un radicalismo democrático opuesto, en su propia formulación, a todas aquellas tendencias que buscan cambiar la "sociedad" desde fuera, es decir, rehusando vivir en ella, o, lo que es lo mismo, escapando lo más lejos posible de ella. Y no hay mayor lejanía posible que la ideológica. La redemocratización de la democracia Hay, en efecto, muchas razones para embarcarse en esa fascinante aventura que es la de redemocratizar a la democracia. Aunque a primera vista se trataría de una simple reactualización de supuestos democráticos que regían en los tiempos modernos, en los tiempos posmodernos. Sin embargo, tengo la opinión de que se trata de un proceso más profundo. Como he tratado de destacar en trabajos anteriores (Mires 1995, 1996), el tiempo terminal de la modernidad, que internacionalmente estaba caracterizado por la existencia de la "guerra fría", introdujo, en función de la presencia de un enemigo externo (real o imaginario), una suerte de "estado de exepción permanente" en las relaciones políticas internacionales. Dichas relaciones en la mayoría de los países democráticos fueron adoptadas como norma de acción, no hasta el punto de que la democracia fue negada, pero sí continuamente interrumpida en su desarrollo procesual. Una de las principales razones de esas contínuas interrupciones reside en el extremo secreto, o discreción, que tomaban muchas decisiones políticas, hasta el punto que aspectos decisivos de la "cosa pública" fueron paulatinamente controlados por instancias que escapaban al control público. Con esto, la política, en sus aspectos fundamentales, fue adquiriendo cada vez más un carácter delegativo y sólo en un segundo grado, deliberativo y/o participativo (Mires 1995). Hoy en día, en cambio, cuando los supuestos geopolíticos externos que fundamentaban la discreción interna de lo político no aparecen tan necesarios como en el pasado, las tareas deliberativas y participativas, consustanciales al hacer político, deben ser llevadas nuevamente al primer plano, lo que en cierto modo implica ciertas sobreexigencias a un público político que ya se había acostumbrado a considerar a lo político como práctica de pura delegación. De ahí que resulta facilmente explicable que, muchos sectores de ese público político, en lugar de ocupar los espacios vacíos que se encuentran a su disposición, reclame, nostalgicamente, la restauración de aquel orden delegativo que, en las condiciones de la multipolaridad internacional de nuestro tiempo ya no puede seguir ejerciendo el monopolio de la práctica política. Y como muchos profesionales políticos todavía insisten en prácticar la política como tarea puramente delegativa, en tiempos en que el principio de delegación se encuentra debilitado, se abren condiciones para que en diversos medios circule el lema de "crisis de la política". La "crisis de la política" puede ser algo sumamente peligroso - sobre todo en países que no han producido una reformulación que vaya desplazando gradualmente las tareas anteriormente delegativas hacia espacios deliberativos y participativos - pues puede posibilitar el resurgimiento de caudillos demagógicos que en nombre de "valores superiores", y casi siempre amparados en innegables hechos de corrupción gubernamental, ocupen las áreas vacías del actual período de transición, reduciendo al publico político a un estado de infantilidad. "Los demagogos" - escribía Aristóteles - "sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía" (Aristóteles 1964 p. 175) Aparte del retorno de los demagogos, el otro gran riesgo que amenaza al proceso de "redemocratización de la democracia", reside en la toma de poder de instancias políticas por parte de agencias internacionales, tanto económicas como administrativas. Pues, idependiente a las muchas exageraciones en que han incurrido autores globalistas, el debilitamiento de instituciones propias al Estado nacional, puede, de verdad, originar peligrosos vacíos políticos que podrían ser eventualmente llenados por la administración mercantil de lo social. El extraordinario auge que tuvieron las llamadas ideologías neoliberales durante los años ochenta ocultaba apenas el deliberado proyecto de hacer capitular a lo político como agencia reguladora de lo social e instaurar, en su lugar, el principio de autoregulación económica como doctrina oficial de la posmodernidad. Notas: 1) Sin embargo, se insiste: ese panorama es sólo tendencial. Su realización definitiva no está excluída. Pero la condición para que cristalice sería la absoluta despolitización de múltiples actores sociales. Y, pese a amenazantes signos, esa utopía no es todavía realidad. 2) Hannah Arendt: "Ninguna parte de ese mundo común es requerido por nosotros de modo tan urgente y perentorio como aquel pequeño pedazo de mundo que nos pertenece para el uso y el consumo diario" (Arendt 1998 p. 86) Referencias: Arendt, Hannah Vita Activa Piper, Hamburgo 1998, Original: The Human Condition, University of Chicago Press, Chicago 1957 Aristóteles, La Política, Espasa Calpe, Madrid 1962 Dahrendorf, Ralf Der Liberalismus und Europa Piper, München 1989Elias, Norbert Über den Prozeß der Zivilisation 2 tomos, Frankfurt 1984 Giddens, Anthony Der Dritte Weg, Die Erneuerung der Sozialdemokratie, Suhrkamp, Frankfurt 1999 Original:The Third Way. The Reneval of Social Democracy, London 1999 Mires, Fernando El Orden del Caos, Nueva Sociedad, Caracas 1995 Mires, Fernando La revolución que nadie soñó, Nueva Sociedad, Caracas 1996 Rawls, John Die Idee des politischen Liberalismus, Suhrkamp, Frankfurt 1994 Sennett, Richard Der Flexible Mensch, Die Kultur des neuen Kapitalismus, Berlin Verlag, Berlin 1998. Original: The Corrossion of Character, W.W. Norton, New York 1998 Thiebaut, Carlos Vindicación del ciudadano. Paidós, Barcelona 1998 Touraine, Alain Qu`est- ce que la démocratie? Fayard, Paris 1994
https://www.alainet.org/es/articulo/104884
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